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Carlos Roque Sánchez 1
Sábado, 09 de Septiembre de 2023

‘Se ruega al público que no dispare al pianista, lo hace lo mejor que puede’

[Img #201797](Continuación) Así le debió parecer al menos al dramaturgo más destacado del Londres victoriano tardío Oscar Wilde, tras su visita en 1882 a los Estados Unidos, o como tal lo reflejó en su libro Impressions of America que escribió ese mismo año. Quizás lo hizo por la frecuencia con la que vio  carteles colgados con leyendas escritas, sintácticamente parecidas a la de la cabecera de esta mi segunda Opinión septembrina de hoy, no solo en los salones sino también en iglesias y otros recintos pues al parecer liquidaban también “de manera alegre”, además de a indefensos organistas, a otros músicos fueran de cuerda o no. Pero de lo que no hay duda es de que el cartel nació en esos antros, los llamados salones del oeste, donde se juntaban lo mejorcito de cada casa, póngase en situación: vaqueros, cazadores de pieles, soldados, comerciantes, mineros o jugadores de cartas juntos y dispuestos a divertirse y a hacer todo tipos de negocios legales, dudosos o ilegales, intercambiando oro, mercancías y whisky. Trocando su codiciado y sólido oro metálico por el otro oro también codiciado pero éste líquido, el whisky; vamos el lugar perfecto para que se produjeran altercados y de los peligrosos, porque le recuerdo iban todos armados con pistolas, bueno todos menos el pianista que estaba solo para poner algo de ritmo con su piano. Un mal asunto, para él, claro.

 

A tiro limpio y con ritmo. Encargado de alegrar los momentos de ocio del personal que acudía al “Saloon” el pianista era, probablemente, el único hombre que no iba armado en la sala y por ello un objetivo fácil; quizás por eso, los propietarios de los locales colocaron el preventivo ‘Por favor, no disparen al pianista’. Si nos fiamos de lo que cuentan las crónicas de la época, ser pianista en el oeste era una profesión de alto riesgo cuando, básicamente, en absoluto tenía la culpa de nada: ni era responsable de que las cartas con las que se jugaban estuvieran marcadas; ni lo era de la ínfima calidad del whisky que se servía; ni de que la ruleta estuviera trucada; ni de que a las pobres chicas del can-can les preocupara más la cartera que el corazón de los clientes. Por no ser responsable, en aquellas circunstancias de mal beber de los parroquianos, no lo era siquiera del mayor o menor talento con el que en aquellos momentos aciagos pudiera interpretar el Oh, Susana (Oh, Susann / Don't you cry for me), por citarle una canción. Es más, ni siquiera solía tener la culpa de que el piano estuviera desafinado, por lo general era propiedad del dueño del local un individuo mal encarado que solía andar parapetado tras la barra con una “recortá” oculta en sus bajos, y a quien nadie se atrevía a chistar por si las moscas.

 

Otras ciudades, más altercados. Y esto no solo ocurría en Leadville -recuerde el rico yacimiento minero de plata en las Montañas Rocosas, aunque su nombre lo podamos traducir por “Villa Plomo” -ya que la moda de los salones conflictivos-musicales se extendió a otras ciudades. Por el New York Dramatic Mirror sabemos que unos años después, en 1889 y en la ciudad de Chicago, tuvo lugar un incidente entre un comediante y un pianista en el que el primero disparó al segundo rozándole la mandíbula. A partir de ese momento Chicago también empezó a exhibir el cartel ‘No disparen al pianista, hace lo que puede’ aunque con dudosa efectividad, pues en sus salones de bailes se siguieron registrando altercados y las balas perdidas, intencionadas o no, siguieron silbando alrededor del pianista o acertando de pleno. Un trabajo peligroso, malos tiempos para la música. También por la prensa sabemos que esta violencia legendaria con armas de fuego en los salones del Oeste Americano reinó solo unos quince años, desde 1865 hasta que el ferrocarril de Chicago llegó a Texas, y las clásicas rutas a caballo pasaron a ser historia junto con las armas. Pero como para el negocio salonero la cosa marchaba más que bien, algunos propietarios se plantearon montar en ellos un pequeño escenario, contratar bailarinas y más músicos; el caso es que con la llegada de la modernidad el cartelito mutó en una rejilla metálica y con ella su significado.

 

Una rejilla metálica y otro significado para el texto. Una que se activaba en cuanto el mal beber hacía acto de aparición -y golpes, puñetazos y objetos varios empezaban a volar a diestro y siniestro, afortunadamente los protagonistas ya no portaban colt en sus cinturas-, protegiendo a los músicos y transformando el escenario en una especie de armazón desde donde podían seguir tocando que era lo suyo. Para entonces el sentido literal e inicial de la leyenda del cartel -que no era otro que el de animar a los pistoleros a que, de matar a alguien, lo hiciesen entre ellos, pero que se cuidaran de hacerlo con inocentes, sobre todo con el pianista que además animaba con su música la estancia en el local- había perdido vigencia. Por lo que su significado mutó al que a usted le suena más, uno que nos insta a tener cuidado para no dañar a aquellos inocentes que no intervienen en una pelea a la que son ajenos, no necesariamente física; y como ejemplos no faltan por desgracia en esta vida, con su permiso no entro en detalles. Por cierto, hablando de detalles, un pajarito azul que suele revolotear sobre mis hombros mientras escribo me pía que esta frase también se atribuye al estadounidense Mark Twain (1835-1910), que como Wilde nunca reivindicó su autoría. Me viene bien porque nunca se debe ‘Matar al mensajero’.

 

CONTACTO: [email protected]

FUENTE: Enroque de ciencia

 

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  • Justino

    Justino "Tomasito" | Domingo, 10 de Septiembre de 2023 a las 09:22:53 horas

    ....y?

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