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Redacción
Miércoles, 19 de Noviembre de 2025

Elogio del terraplanismo

Chucuchucuchú, chatanoga choo choo

Por Balsa Cirrito

[Img #272712]El estoicismo predica que hay que permanecer lo más indiferente posible a los golpes que nos propina la existencia (que a veces ella – la existencia – tiene muy mala uva). Siempre me ha parecido el estoicismo una filosofía estupenda y, por añadidura, de gran tradición en España. En los últimos años se ha puesto de moda no sé si el estoicismo o los tratados sobre la corriente, pero el hecho está ahí, y se edita una enorme cantidad de libros con la palabra estoicismo en el título. Sin embargo, la semana pasada, ni todo el estoicismo de Séneca, Marco Aurelio o Zenón de Citio (vean qué pedante me pongo para cabrearme) podía quitarme la ira de un asunto que va convirtiéndose en una especie de epidemia.

           

Les cuento la historia. Mi hija vive en Madrid desde hace cosa de tres años y medio. Como buena roteña (aunque cada vez se me va amadrileñando más) viene con frecuencia a su tierra. Suele hacerlo en tren, y para el viaje de retorno a la capital la llevo en auto hasta la estación de El Puerto. Pues bien, en este tiempo digamos que ha cogido el tren unas veinticinco veces. ¿Creerán ustedes que ni una sola ha llegado el tren a su hora? ¿Que siempre viene con retraso? ¿Que cada vez los retrasos son mayores? En cada una de esas ocasiones suelo actuar con mucho, mucho estoicismo. No me cabreo y repito “es lo que hay”, o “enfadándome no arreglo nada”, o “tarde o temprano el tren llegará”. Pero la semana pasada ni toda mi paciencia logró evitar que pudiera encenderse un cigarrillo colocándome la punta del pitillo en una oreja, porque yo estaba encendido. Era un día lluvioso, muy lluvioso, con viento, desapacible en grado máximo. Cuando acompaño a mi hija, que acostumbra a marchar con mucho equipaje, me gusta auxiliarla a la hora de colocar sus pesadas maletas en el vagón. Por ello la escoltaba en la vía 2, vía protegida solo por un voladizo no demasiado ancho, de forma que cuando llegaba una ráfaga de viento, nos mojábamos. Un grupo numeroso de viajeros esperaba en el andén con un tiempo infernal y pocas ganas de hacer amistades, en una escena que parecía sacada de Doctor Zhivago. Todo el mundo escupía fuego de la mala onda. Nos preguntábamos como Larra, Pero, ¿en qué país vivimos?

           

El tren llegó con ciento diez minutos de retraso. ¡Ciento diez minutos de un tren que parte desde Cádiz! ¡Ciento diez! Y para mayor indignación, no se nos ofrecía información ninguna, sino que los paneles anunciaban todo el tiempo que el tren arribaría en seis minutos, con lo cual, ni a los baños podíamos acudir. Al final, mi hija llegó a Madrid con más de tres horas de demora. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder, joder y joder!

           

Y esto se repite una y otra vez. Siempre. Podemos preguntarnos que para qué sirven los trenes españoles. Cuál es su utilidad. Un medio de transporte en el que las horas de salida y llegada no las adivina ni Nostradamus con una tablet no sirve para nada. Porque lo peor es que hasta hace no mucho tiempo los trenes españoles eran modélicos. Su puntualidad kantiana, su fidelidad absoluta, su comodidad enorme. ¿Hasta donde hemos descendido? ¿En que escalón del infierno ferroviario nos encontramos? ¿Ha dimitido alguien?

           

De vez en cuando sale el ministro del ramo diciendo que los trenes españoles marchan estupendamente. Su puñetera madre. Porque no solo es la puntualidad. Tengo que ir varias veces al año a Málaga para coger el avión. Hasta hace un tiempo solía viajar hasta la capital de la Costa del Sol en ferrocarril. Tras un incidente que no cuento para no hacerles hervir la sangre, decidí que lo mejor era hacerlo en bla bla car. Pero aún así, como el vuelo que acostumbro a tomar sale muy temprano, debo pernoctar en Málaga, y pillo el tren que lleva al aeropuerto. Este no suele llevar retraso, pero tiene una fatiguita que amarga la travesía. Y es que desde la estación de tren al aeropuerto hay que subir una empinada escalera. Se entiende que una estación en un aeródromo es utilizada sobre todo por viajeros, que casi siempre van cargados de maletas. ¿Querrán creer que las escaleras mecánicas nunca, nunca, nunca funcionan?

           

¿Qué servicios públicos tenemos? ¿En qué se gasta el dinero de nuestros impuestos además de en pagar los enormes sueldos de los políticos que dirigen empresas públicas? ¿Aquí nadie da la cara y se responsabiliza? Uno de mis escritores más amados, Truman Capote, viajó bastante por tren en la España de la década de 1950. No sé si conocen la palabra coolie. Los coolies eran los asiáticos que tiraban de un carrito de pasajeros como si fueran animales de carga. Pues bien, Capote decía que los trenes españoles de entonces parecían “remolcados por coolies ancianos”. ¿Hemos mejorado desde entonces? Yo diría que no… Espera, perdón que sí que estamos mejor, porque entonces teníamos a Franco y ahora no. El resto, claro está, no tiene importancia.

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