Elogio del terraplanismo
Hallo? They win!
Por Balsa Cirrito
Las crónicas de los viajeros europeos por España hasta el siglo XVIII hablan de un país enormemente desapacible y aburrido. El carácter español era grave, áspero, serio. Lo mismo que hay un humor británico o un humor italiano, el humor español era, además, esencialmente joputa, al menos, hasta donde podemos deducir por la literatura. Es cierto que Cervantes resulta más bien luminoso (aunque tampoco siempre), y que en algún otro escritor como Moreto o Tirso de Molina, brilla cierto tono amable y generoso; pero la norma del humor español era la de unos tipos increíblemente cabrones, mamonazos del 10 en la escala Richter. A veces nos podemos preguntar cómo es que nos reímos con los chistes y agudezas de un Quevedo, de un Góngora, de un Mateo Alemán o de cualquier otro autor de novelas picarescas, porque la mala leche que le echan a sus obras es como para fabricar requesón durante milenios.
Este carácter nacional de seriedad y mala hostia comienza a resquebrajarse en el siglo XVIII, aunque muy poco a poco. A principios de ese siglo el duque de Saint-Simon, noble francés llegado a España, daba una imagen de nuestro país para echarse a llorar. Durante los varios años que pasó en la corte de Madrid dice que no vio ni “mujer hermosa ni hombre gallardo”. (Su puta madre gabacha). Además de clamar contra el aburrimiento generalizado. A finales de la centuria la cuestión del carácter nacional parece que se va relajando, y hay más gana de fiesta, según vemos en los sainetes de don Ramón de la Cruz. Aún así, los ilustrados, solían entender que las diversiones eran malas para el pueblo, ya que lo apartaban de su misión en la tierra, que era la de trabajar mucho, como afirma Jovellanos en su famosa Memoria de Espectáculos.
Llega el XIX. Al principio, seguimos siendo escasamente sociables, y con poca cantidad de diversiones colectivas. Larra, que era un dandy de la leche, se quejaba de la escasez de distracciones, y de la poca elegancia de las que había, que, en sus palabras, casi se reducían a las corridas de toros. Pero en las postrimerías del XIX vemos que las cosas han cambiado. Puede que se debiera a las muchas guerras civiles de la época, que empujaron a los españoles a la senda del viva la Virgen, o a alguna otra razón que ahora se me escapa, pero lo cierto es que, según vemos en las novelas de Palacio Valdés, Clarín, Alarcón o Galdós, hay una parte importante de la sociedad que se abona a un hedonismo antes inexistente. Hay más ganas de diversión. Con el siglo XX todo esto se intensifica. Ignoro si se debió al descreimiento religioso que se iba generalizando y que impulsaba a llevar una vida llena de placeres, o a las mejoras sociales, que iban consiguiendo que una parte cada vez mayor de la sociedad no viviera con la soga al cuello y buscara, por tanto, las diversiones, pero lo cierto es que nos íbamos convirtiendo en una Tierra cachonda, según el título de una novela muy posterior de Álvaro Laiglesia.
Pero, y se trata de una opinión personal mía, es durante el franquismo cuando se forja el actual espíritu juerguista de los españoles, y, además, por una causa bastante paradójica. Insisto, es una apreciación personal, pero entiendo que cuando comenzaron a invadirnos ejércitos de turistas, en los años 50 y 60 del siglo pasado, los españoles veíamos a los extranjeros como apóstoles de la modernidad. Los turistas, en realidad, venían de países bastante amuermados, pero, qué caramba, estaban de vacaciones, y en vacaciones todo el mundo se tira a la piscina, incluso cuando no hay agua. De resultas, la fauna humana de la península, que quería ser europea y moderna, entendió que europeísmo, democracia y prosperidad iban ligados con acostarse a las cuatro de la mañana, a ser posible con una gran borrachera. Sé que parece absurdo, pero creo que así fue. Y lo creo porque con la llegada de la democracia la cuestión se dispara. La famosa movida madrileña fue bastante mediocre en cuanto a su nivel artístico, pero el mejor movimiento del planeta en cuanto a diversión nocturna. Los españoles nos echamos a la calle y terminamos convirtiéndonos (y ahí seguimos) en el país que menos horas duerme de Europa.
En los últimos tiempos, qué les voy a contar, no solo hemos dejado de ser esa nación aburrida y solemne de otros siglos, sino que andamos en la vanguardia del cachondeo. Tanto es así que ahora son otros países los que imitan las diversiones españolas. Ibiza o la costa levantina son el espejo donde todo el mundo, cuando quiere juerga, trata de reflejarse. Pero, ay amigos, no todo es oro...
Porque todo este preámbulo tan largo que parece que no lleva ningún sitio, ¿a santo de qué? Pues a santo de Halloween. Es verdad que no solo ha ocurrido en España, sino en todo Occidente, pero el dichoso Halloween se ha enseñoreado de las fiestas. La publicidad, las películas de las plataformas, los supermercados, las discotecas, todos abrevan en la celebración. En los colegios, en la totalidad los colegios, se celebra Halloween, lo cual no deja de ser perplejizante, porque en la inmensa mayoría de ellos se ha dejado de celebrar la Navidad (Semana Santa ni te digo), pero que no falte el halogüincito.
Personalmente, me produce grande rechazo el Halloween. No solo por su carácter de imposición cultural, sino, sobre todo, porque se trata de una fiesta muy hortera, que pone los pelos de punta, y no por miedo, sino por su muy desagradable estética. Esa paleta de colores: morado, rojo, azul, negro, me resulta muy poco apropiada para cualquier fiesta que pretenda ser divertida, y el rollito ese de miedo-susto-pero-simpático me parece demasiado infantil, incluso considerando su origen anglosajón (los anglosajones son muy infantiles, los pobres). Por no hablar de las fantasías de la calabaza o los espantosos dulces de halloween, que parecen más hechos para tirárselos a alguien en la cara que para comerlos, porque, ¿a quién puñetas le apetece un dulce que rebosa una crema de color violáceo? (es una pregunta retórica: observen la cocina guiri y lo entenderán). Lo de las calabazas para un roteño es incluso más lacerante. La calabaza es nuestro tótem local, el cultivo sagrado de los mayetos como lo eran las habas para los pitagóricos de Crotona, y los papafritas estos la mancillan con infinitas ridiculeces en inglés. Ah, señoras y señores, en otros tiempos no muy lejanos, los españoles celebraban la festividad yendo al teatro a ver Don Juan Tenorio, que era divertida hasta para quienes no gustan del teatro, ya que provocaba en todos, hombres y mujeres, un estado espiritual, una excitación glandular, un escalofrío en los miembros muy propicio para las aventuras amorosas y para el aquí te pillo aquí te mato, y si no, que se lo pregunten a la Regenta. Por eso, ya lo digo en el título, ellos ganaron: Hallo? They win! Vamos, lo que viene siendo Halloween.































Mayeto | Viernes, 31 de Octubre de 2025 a las 09:16:21 horas
Balsa, me temo que no podría estar más de acuerdo, buen artículo.
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