Elogio del terraplanismo
¿Cuál fue el peor momento de la historia de España?
Por Balsa Cirrito
Dice Arturo Pérez Reverte que “La historia de Italia es como la de España, pero con final feliz”, lo cual me temo que significa que don Arturo no conoce muy bien la historia italiana. En realidad, lo de atribuirse desgracias es algo común en todos los países, entre otras cuestiones porque todas las naciones han tenido muchas, algunas, incluso, pienso en Polonia, no presumen de sus glorias, sino de sus desastres (aunque viendo cómo es la cocina polaca, tampoco me extraña).
Pero hablamos de España. Si me preguntaran por el hecho histórico nacional que más influencia ha dejado en nuestro presente, desde la unión peninsular de Isabel y Fernando y exceptuando el descubrimiento de América, yo diría que la invasión napoleónica de 1808.
A menudo nos presentan a la España posterior a los grandes reyes de los Austrias como un país absolutamente decadente, lo cual considero muy injusto. El siglo XVIII, por ejemplo, es una época de gran efervescencia científica con figuras como Elhuyar, Jorge Juan, Mutis, Hervás y Panduro, Balmis, Antonio de Ulloa, Hugo de Omerique…, personalidades todas de notable relevancia. Tecnológicamente España solo cedía quizás ante Inglaterra, y hablo, por ejemplo, de la construcción naval, que era seguramente el elemento más definitorio de lo que caracterizaba el nivel tecnológico de un país; en ese aspecto, digo, solo Inglaterra, una isla al fin y al cabo, le echaba la pata a nuestro país. Nos gusta pensar que nuestra nación era pobre y atrasada culturalmente, pero en el momento de la invasión napoleónica la renta per cápita de España era idéntica a la de Francia o Gran Bretaña, y, si hablamos de cultura, ningún escritor en ningún país logró vender más libros en el siglo XVIII que el padre Feijoó en nuestra tierra, cientos de miles de ejemplares de su Teatro Crítico Universal, algo que nadie en ningún lugar había logrado hasta entonces.
Es verdad que teníamos la Inquisición, pero no era ni mucho menos tan monstruosa como se la suele presentar. O rectifico, sí que era monstruosa, pero lo era menos, mucho menos, que los instrumentos represivos de cualquier otro país, exceptuando quizás a los recién nacidos Estados Unidos de América. Baste decir que la Inquisición, pese a lo que hayamos visto en tantas películas, utilizaba la tortura muy raramente, y en un volumen muy inferior al de los restantes tribunales europeos, y mataba muy poco, vamos, casi nada, un 2 ó 3% de lo que se liquidaba en Inglaterra o Francia por cualquier tribunal.
España, se nos dice, era un país retrasado, conservador, supersticioso, gobernado por élites reaccionarias que oprimían al pueblo... Pues no sé, no sé… Aunque ahora nos resulte extraño decirlo, la España anterior a la invasión francesa vivía en un régimen que bien podíamos llamar izquierdista, y si eso suena muy fuerte, que igual sí, lo que es seguro es que se trataba de un gobierno progresista. Los inquisidores generales, por ejemplo, solían ser de ideas avanzadas, muy avanzadas (no lo digo yo, lo dice Menéndez Pelayo); el conde de Aranda, primer ministro de Carlos III, vendría a ser el equivalente de Rodríguez Zapatero; Godoy, el denostado Godoy, fue el primero que empezó a meterle mano a las propiedades de la iglesia (y fue derribado por el pueblo en el motín de Aranjuez). Es verdad que el modo de gobernar era despótico, el “todo para el pueblo pero sin el pueblo”; es decir, nosotros, el gobierno, sabemos lo que lo conviene al pueblo y le vamos a decir lo que tiene que hacer y lo que tiene que pensar y como tiene que vestir, pero, vamos, más o menos esto es lo que hacían los bolcheviques y lo que siguen haciendo algunos gobiernos llamados progresistas en la actualidad.
Este panorama – y me he extendido un huevo en el preámbulo – es el que se encuentra Napoleón cuando llega a España. Un país quizás adormecido, con una corte corrupta, pero que avanzaba de forma más o menos segura a base de reformas. Todo esto, bueno o malo, se va al carajo pipa que se decía en mi infancia.
La Guerra de la Independencia de 1808 contra Napoleón fue brutal. Extremadamente brutal. De una crueldad que solo podemos atisbar viendo los grabados de Los desastres de la guerra de Goya, quizás la obra plástica más terrible de la historia. El país quedó asolado. La ganadería desaparecida, la agricultura inexistente, el comercio moribundo, la incipiente industria ahogada en la cuna. De remate, los territorios de América, ante la debilidad de la metrópoli, luchan y consiguen su independencia.
Pero, además, se inicia la batalla ideológica. La batalla no era nueva ni mucho menos, pero, después de derrotados los franceses, había muchos miles de españoles que se habían aficionado a las armas. Campesinos que preferían recorrer el mundo a caballo saqueando lo que encontraran a destripar terrones. Sacerdotes que preferían dar tiros que bendiciones. Horteras que preferían estar al mando de una partida que detrás de un mostrador. La batalla ideológica, que anteriormente se dilucidaba en los periódicos, pasó a decidirse con arcabuces. ¿Quién puede contar el número de levantamientos y golpes de estado del siglo XIX español? Cuando decimos “guerra civil española” siempre nos referimos a la de 1936, pero toda la centuria decimonónica fue un conflicto civil ininterrumpido. De hecho, esa guerra, la del 36, no es sino la culminación de todas las anteriores.
La invasión napoleónica agrió la vida española, y aún no nos hemos recuperado del todo. Forjó ese estereotipo de español levantisco y revoltoso que antes no existía. Convirtió un país que era razonablemente rico en un país pobre (no estaría de más señalar que Cádiz, nuestra Cádiz, estaba considerada como la ciudad más próspera y rica del planeta, amén de la más culta y la más políglota; baste decir que se representaban regularmente obras de teatro en español, en francés y en italiano). Provocó – sigo hablando de la invasión franchuta - que la discusión política española se convirtiera en un diálogo siempre violento, y no sabemos qué despreciar más, si el vivan las caenas de las que podemos llamar derechas, o el trágala perro de las que podríamos llamar izquierdas.
¿Cómo habría sido, pues, España si Napoleón no nos hubiera invadido? Pues muy diferente. Me gusta pensar que hubiéramos tenido un desarrollo similar al de Inglaterra, con monarquía constitucional y moderación mayoritaria, con conflictos sociales pero sin llegar a revueltas al estilo francés o italiano, con economía próspera y clase media fuerte. Un país, en suma, más tranquilo, el que preconizaban Jovellanos y Cadalso, eso que a veces se llama “la tercera vía” de la historia de España; sin gritos, sin golpes en la mesa, sin camarillas y sin pronunciamientos de uno u otro lado.
Vamos, una cucada de país. ¡Puto Napoleón!
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