Contra el perroflautismo
La pasión de las turcas (primera parte)
por Balsa Cirrito
Acabo de llegar de un viaje a Turquía, y mi intención era escribir un artículo de inteligentes reflexiones, entre políticas y sociales, pasando por aspectos religiosos, acerca del país. Pero me he venido arriba, me he venido muy arriba, y la introducción a esas reflexiones, en las que describo algunos aspectos de la nación otomana, se me han ido de las manos. Soy un amante de la literatura de viajes y no me he podido resistir. En fin, si están en esta página es porque se encuentran un poco aburridos, así que muerdan sin miedo estas notas de viajero, que lo mismo encuentran algo de interés. A ello.
Una semana en Estambul y alrededores... Realmente no existe ciudad alguna en el mundo, con la excepción de Roma, con un pasado tan glorioso. Solo recitando sus sucesivos nombres nos quedamos como alelados: Constantinopla, Bizancio, Estambul… Y como quien dice, a tiro de piedra, la sombra de Troya. Mucho esperaba yo, por tanto en ese aspecto del viaje, pero no fue así. Mientras que en Roma la historia se respira en cada esquina, en Estambul no se tiene la misma sensación. Quizás el monumento más famoso de la ciudad sea la antigua catedral, ahora mezquita de Santa Sofía, sin embargo, se recorre en veinte minutos y no muy intensos. De hecho es un timo de la leche, porque la nave de la basílica no se puede pisar, y solo observar desde unas barandillas atestadas de malditos orientales. La famosa cúpula, que en los días de su construcción causó tanto espanto y de la que se dice que cambió la historia de la arquitectura, ahora nos parece pequeñita. Aunque, creo, el motivo principal es que las mezquitas son muy aburridas de ver. No tienen cuadros, no tienen frescos, no tienen retablos, no tienen esculturas… Solo tipos con barbas como coliflores teñidas y yo, lo confieso, no soy vegetariano. Encima, la entrada cuesta, me parece recordar 30 euros. En España no creo que haya catedral que para visitarla haya que soltar una pasta semejante, y, desde luego, son bastante más interesantes. Entre pasear por la catedral de Sevilla y por Hagia Sofía es que no hay color.
Pero en otros aspectos Estambul es ciertamente asombrosa. El espectáculo son sus calles. Resulta difícil explicar la mescolanza de trajes, usos y caretos sorprendentes que nos topamos por cada esquina. Turquía es el quinto país del mundo en número de turistas recibidos, pero, a diferencia de España, donde se reparten cabalmente por todo el país, en la nación otomana se concentran casi todos en la antigua Constantinopla, con lo que tenemos que añadir a la propia diversidad del país la diversidad casi infinita de los que lo visitan.
Pero si tuviera que definir la ciudad con una característica diría que se trata del paraíso del capitalismo, el triunfo más absoluto de la fiebre consumidora. Un capitalismo de medio pelo, cierto, pero capitalismo al fin. Porque Estambul no es una ciudad llena de comercios, es un comercio ininterrumpido. Son famosos el Gran Bazar o el Bazar de las Especias, pero, en realidad, cada uno de ellos irradia decenas de calles llenas de tiendas, a veces laberínticas. Por supuesto, uno de los placeres mayores de la compra es el regateo. Al principio reconozco que me molestaba, pero llegado un momento creo que comprábamos cosas no por ellas mismas, sino por el placer de regatear. Después de decirnos el precio de algo respondíamos siempre: “negotiation”. De todas formas, la manera de conducirse de los comerciantes de allí a veces desconcierta, especialmente los de las infinitas joyerías, que exponen el oro amontonado y que no dicen el precio de una pieza ¡hasta después de que el cliente haya decidido comprar!
De todas formas, hay dos cosas que llaman la atención sobre las demás. La primera es que apenas hay dependientas. El 90% de los comerciantes son varones. La otra es la terrible relación de los turcos con los idiomas (me recuerdan en esto a los españoles de no hace tanto tiempo). El inglés que manejan los turcos es mayormente incomprensible para un roteño, e incluyo en el grupo al personal de los hoteles. En la ciudad hay grupos de jóvenes, creo que voluntarios, que recorren las calles para auxiliar a los turistas (es, por cierto, una idea que podríamos copiar en España). Pero estos voluntarios, vamos a decirlo claro, no hablan un carajo de inglés. Para compensar, todos los comerciantes son capaces de chamullar un poco de español. A decir verdad, tienen una gran habilidad en reconocer el origen de los visitantes. A mí, nada más verme me decían: “¿Italiano? ¿Español?”, con lo cual acertaban al ciento por ciento mis dos mitades.
He dicho que toda la ciudad es un inmenso comercio, pero he mentido: solo la mitad. Porque la otra mitad son restaurantes. No creo que haya ningún lugar del mundo con tantos restaurantes por kilómetro cuadrado. Literalmente, miles. Aunque no creo que la cocina sea una de las mejores cosas de Turquía. Fui a restaurantes baratos y a restaurantes caros, y la carta era muy parecida. Básicamente, la cocina turca que he encontrado es un trozo de torta de harina delgadita sobre la que se colocan diferentes cosas, a menudo con una salsa en la que interviene el yogur. Es verdad que conocí algún plato muy cuqui, como los rollos de pescado azul adobado con lima o limón y acompañado de cebolla morada, pero, en mi opinión, las cocinas que abusan de las especias, sobre todo de las picantes, son cocinas muy fulleras (creo poder afirmar que solo hay tres cocinas realmente chachis en el mundo: la francesa, la española y la italiana). Pero, además, los restaurantes turcos tienen algo muy curioso, y es el enorme número de camareros que trabajan en ellos, a veces casi igualando al de los clientes. Camareros, además, de una indolencia y pasotismo bastante notables. Un camarero gaditano vale por diez turcos. He dicho que la cocina turca no es gran cosa, pero exceptúo de ese juicio a los pasteles. Es verdad que tampoco existe una gran variedad, pero a menudo son gloriosos o, mejor dicho, son gloriosos casi siempre, y esa combinación de masa hojaldrada, miel y frutos secos frecuente en la pastelería de allí, hace que hasta el más soso vuelva los ojos en blanco (otra curiosidad: casi todos los restaurantes llaman a la tarta de queso tarta San Sebastián, aludiendo al restaurante La Viña de la ciudad vasca).
Vamos con un tema especialmente interesante: las mujeres turcas. Las mujeres turcas acostumbran a ser muy hermosas. Suelen tener unas encantadoras narices, finas, delicadas, ligeramente aquilinas; acompañadas de unos ojos frecuentemente oscuros, profundos, poéticos, ojos que vagan por no se sabe dónde, ya que no tenemos la sensación de que miren a lugar alguno. Las mujeres que no tienen ese tipo de narices muestran, sin embargo, una curiosa uniformidad, que dado que Turquía es uno de los paraísos de la cirugía estética, podemos sospechar de dónde proviene.
Los hombres en cambio son menos agraciados (olvídense de los maromos de las telenovelas turcas). Según mi mujer, que al estar casada conmigo es evidente que entiende bastante de atractivo masculino, no son guapos. A mi me dieron la sensación de un poco sobrados, algo así como de napolitanos feos. Los más agraciados tenían, no obstante, un marcado aire de chulos marbellíes. Suelen ser amables y no parece que se cabreen fácilmente: no he visto en una semana a un solo turco mosqueado.
Una última anotación. Estambul tiene seguramente uno de los mejores skyline del mundo. Las vistas desde cualquiera de los dos lados del cuerno de oro posiblemente no tengan rival como paisajes urbanos. Observar la orilla opuesta de esa manga de agua verdaderamente encoge el corazón, incluso un corazón tan poco dado a encogerse como el mío. Y todo eso, en un entorno generalmente muy limpio. Desde luego, más limpio que el de la mayoría de las ciudades gaditanas porque, como suelo decir, en materia de ciudades guarras los gaditanos no admitimos lecciones de nadie.
Y tocaría ahora referirse a los aspectos más tocanarices del viaje (y no me refiero a los delicados apéndices nasales de las turcas), esto es, el lugar de las mujeres, los gais, los velos y lo de más allá. Pero como me he extendido tanto, queda para la próxima semana.
Dario | Jueves, 10 de Julio de 2025 a las 15:10:11 horas
Como una chota.
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