Balsa Cirrito
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VIVA EL UNIVERSO
Recordemos unas palabras del cocinero Ferrán Adriá; decía algo así como: “al principio yo era un poco fundamentalista. Sólo utilizaba productos catalanes o, como mucho, españoles. Ahora estoy más abierto a otras influencias”. No sé si queriendo o sin querer, Adriá ha radiografiado el localismo paleto, no necesariamente político, y no exclusivo de nuestro país. Cuando decimos “lo nuestro”, a casi todos se nos llena la boca como con un trago demasiado largo de botijo, que luego se nos derrama por las comisuras. Ayer mismo (y coincide bastante con Adriá) veía en televisión, en uno de esos programas donde los reporteros no se aburren de visitar las cocinas de los restaurantes, a un chef que se vanagloriaba de utilizar exclusivamente “productos cordobeses”. Por supuesto, uno no acaba de comprender la mejora que puede suponer para un comensal una cebolla cordobesa o vizcaína (el plato que preparaba era Cebollas rellenas), pero el tipo lo afirmaba hinchado como un palomo.
No se trata, desde luego, de un defecto nacional. Podría valer el ejemplo del euskera, pero mejor nos vamos un poco más lejos. Nos marchamos a Irlanda. Allí acuden cada año miles de estudiantes para aprender inglés; pero resulta que el inglés no es el idioma oficial de la isla, sino el irlandés, lo cual sería muy lógico si ésta fuera la lengua que hablara la gente. Lo absurdo es que los Gaeltacht, o hablantes nativos de irlandés, son muy minoritarios en la Verde Eire. Sin embargo, para ser funcionario de ese país o para acceder a puestos públicos, es necesario saber el irlandés. Dicho de otra manera: obligan a aprender una lengua que no chamullaron ni los apóstoles el día de Pentecostés, cuando se hablaron todas las lenguas, y pretenden abandonar otra, el inglés, que es la más internacional y útil del mundo. Y sólo porque el irlandés es la suya. La que usaron unos cuantos tipos barbudos y que no se duchaban nunca hace un montón de siglos. Mayor gilipollez no se me ocurre (en realidad, si se me ocurre, pero un poco de exageración siempre queda bien).
Se diría que no avanzamos mucho. El resorte de la tribu sigue siendo demasiado poderoso. Cualquier apelación al clan, a las propias esencias, termina triunfando. Y en el asunto de las lenguas es quizás donde la estupidez resulta más notable. Aunque, por supuesto, no es el único.
Hace algunos años se me ocurrió decirle a un tipo natural de Jaén que el mejor aceite de oliva de España no era el de su tierra, qué va, sino el de la zona comprendida entre Aragón y Cataluña. Admito que se lo dije para hincharle las narices, aunque también es cierto que el dato lo había leído yo en una revista gastronómica. La cuestión es que el individuo se alteró como una lavadora en el programa de centrifugado: acabó arrojándome una botella de cerveza que no me acertó por bondad divina (y porque me escondí debajo de una mesa).
Debe ser por eso que he desarrollado un extraño sentimiento. Cuando me hablan de españolidad, instintivamente desconfío. Si la palabra es andalucismo comienzo a alterarme. Y si el término es roteñidad, decididamente me tiro con furia de los pelos, afortunadamente abundantes todavía.
Y no estoy hablando de política. Repitan de vez en cuando: ¡Viva el universo!












ramiro | Viernes, 16 de Diciembre de 2011 a las 09:48:45 horas
Me alegro, Balsa, de leer un artículo tuyo que no chorrea jugo de PSOE y que, por tanto, puede ser firmado por cualquier persona que no tenga que respetar ortodoxia alguna.
Ser heterodoxo, universal, abierto, ser capaz de cambiar el voto en función de las circunstancias y de las necesidades, con independencia, es más satisfactorio, al menos para mí, que obedecer sistemáticamente posturas indefendibles porque "...es la línea del partido..."
Sé independiente en la medida de lo posible, así también lo que escribes -porque no lo haces mal- tendrá más alcance y, por supuesto, más categoría.
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