‘El Palacio Ideal’. Realidad arquitectónica
Una historia real. Un día de abril de 1879, Ferdinand Cheval, quien por aquel entonces tenía 43 años, al regresar de su recorrido cotidiano como cartero rural francés en Hauterives, pequeño pueblo en la región de Drôme, tropezó con una piedra tan singular en sus características que le recordó un sueño que había tenido hacía mucho tiempo pero que, poco a poco, había ido sumergiendo en la noche del olvido: el de construir un palacio tan mágico y maravilloso que desbordara su propia imaginación. Una piedra, a la que llamará su “piedra del tropiezo”, en cuya forma encuentra la inspiración para su obra y que, al día siguiente, volviendo al mismo lugar recogió junto a otras. Es la misma piedra que le hace trasponer su sueño a la realidad y al que, a partir de ese momento dedicó, día tras día y noche tras noche, los siguientes treinta y tres años de su vida modelando en su huerto-jardín esa obra arquitectónica de fábula, en realidad un auténtico monumento a la determinación humana.
Inspirado por el paisaje natural que recorría cada día, unos 33 km, por las revistas ilustradas que repartía entre sus destinatarios y por las postales, que aparecieron en 1890, construyó un edificio que es hoy por hoy único en el mundo. Y del que unos se rieron y otros lo criticaron, pero al que Cheval dedicó 10 000 días, 93 000 h (lo finalizó en 1912) y en el que grabó la inscripción ‘Trabajo de un solo hombre’, terminándolo a la edad de 76 años y aún con fuerzas para dedicar ocho más a construir su tumba, también única, en el cementerio del pueblo. En ella le enterraron al morir a los 88 años si bien antes hizo certificar como “sincera y verdadera” su biografía para así dar fe de que su palacio lo había construido él solo. ‘El panteón de un héroe oscuro’.
‘Palais Idéal’. Así es como llamaba a su original construcción formada únicamente por las piedras que encontraba en su diario caminar, seleccionando las que encajarían en su obra soñada y guardándolas primero en los bolsillos, luego en una cesta que empezó a llevar pero que, a medida que la cantidad y el tamaño de las piedras aumentaban, sustituyó por una carretilla que terminó siendo indispensable y con el tiempo inseparable de su imagen durante décadas. Y lo que empezó causando sorpresa en los habitantes de la zona, terminó por convertirse en burla al considerarlo un excéntrico, lo que no causó la menor mella en su determinación. Esa estructura era para él una obsesión -una forma de desafiar las adversidades que había sufrido en su vida, en especial las pérdidas personales y la soledad- y una ilusión, la de construirle a su hija el más maravilloso y original de los palacios.
De modo que siguió recogiendo sus piedras para, al anochecer, trabajar en él sin conocimientos arquitectónicos ni herramientas especializadas, empleando únicamente sus manos, cal, mortero y cemento. Sólo con eso desafió a las leyes de la construcción convencional de la época, levantando su edificio de 10 m de alto, 26 de largo y 14 de ancho, en el que se combinaban estilos arquitectónicos que evocaban catedrales góticas, castillos europeos, templos orientales y mezquitas islámicas, frutos todos de la creatividad y la inspiración que le proporcionaban las revistas y postales a su alcance. ‘À coeur vaillant, rien d’impossible’ (“Nada es imposible para un corazón valiente”).
Algo de su vida privada y familiar. Nacido en 1836 -tuvo una corta educación escolar de solo seis años, por lo que tendría un deficiente dominio del idioma que le haría escribirlo fonéticamente- nada más obtener su certificado de escuela primaria se convirtió en aprendiz de panadero a los trece años; una profesión que mantuvo hasta 1867 cuando aprobó el examen de cartero y entró en la Oficina de Correos. En ese ínterin se casó en 1858 con Rosalie Revol (1841-1873), costurera, de quien tuvo dos hijos, Victorin que falleció al año de nacer y Cyril (1866-1912), que se iría a vivir con la familia materna al quedar viudo en 1873 y ser manifiesta su incapacidad para hacerse cargo del niño.
Cinco años después Ferdinand se casaba con Claire-Philomène Richaud (1838-1914), costurera y también viuda que aportó como dote el equivalente a dos años del sueldo del cartero y una pequeña propiedad que le permiten adquirir un terreno en Hauterives, el mismo en cuyo jardín terminaría construyendo su sueño. De la unión, en 1879, nació su única hija Alice, sí es el mismo año de inicio de la construcción, a ella estaba en realidad dedicada la obra, pero que por desgracia no vería conclusa al fallecer en 1894, a los quince años de edad. Una labor agotadora sin duda la de Cheval -entre recolección y traslado de piedras, construcción, trabajo de cartero extensivo (33 km diarios) y deberes familiares- que le enfrentaba no solo al desgaste físico, sino también a la incomprensión de los vecinos que lo veían como un excéntrico. Se cuenta que desde pequeño tuvo una pequeña discapacidad intelectual, era considerado poco menos que el tonto del pueblo, ya, pero un tonto que empezó siendo panadero, luego cartero y por último un referente del ‘art brute’. Un pionero de este arte espontáneo y genuino que sería admirado por artistas de la talla de: André Breton, uno de los líderes del movimiento surrealista; el pintor Pablo Picasso; el poeta Paul Éluard; el cronista Alexandre Vialatte; el ministro a André Malraux o Max Ernst entre otros. Pues vaya con el tonto. (Continuará)
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FUENTE: Enroque de ciencia
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