Tentación de exculpación
“El amor no existe”. Es normal que cada uno se consuele en esta vida como bien pueda o entienda, y que por lo general esto se haga echando balones fuera, entiéndame el símil futbolero, quiero decir culpando a alguien o a algo de nuestras propias debilidades y limitaciones. Ya ven por dónde voy hoy. No es que eso esté bien, no y lo sé, claro que lo sé, dicho comportamiento no es más que una muestra de la estupidez humana (perdón por la redundancia), pero qué quieren, resulta tan reconfortante hacerlo que la verdad, no sé de nadie que en algún que otro momento no se haya abandonado a dicha tentación. Y así, cuando sufrimos por culpa del desamor, solemos repetir a todo el que esté dispuesto a oírnos, expresiones del tipo: “Yo ya no creo en los hombres” o “Las mujeres ya no me interesan”. En definitiva un rotundo y genérico “El amor no existe”, y lo peor de todo es que nos quedamos tan a gusto al hacerlo, como si de verdad nos creyéramos lo que decimos.
Es como si en su vida profesional, un químico dijera: “He dejado de creer en el oxígeno; no ha funcionado bien un experimento”; o un filósofo, inmerso en la nebulosa de un conflicto cognitivo de sus propias cogitaciones, nos iluminara con un: “La oscuridad es propia del pensamiento”. Ya. Por no hablarles de aquel novelista que, agotado el manantial de sus inspiraciones, le suelta al mundo aquello de: “La novela ha muerto, las novelas son cosas del pasado”; o del pintor que, incapaz de pintar una circunferencia con un canuto, intenta convencer a todos que no hay nada mejor que la pintura abstracta. Vamos que no cuela, y no le cuento de más profesiones por no cansarle, que usted ya ve por dónde voy y yo también ¡Sálvese el que pueda del comportamiento estúpido!
Comportamiento estúpido. Algo por otro lado de lo más humano, consolador y normal, sobre todo por lo frecuente que resulta, pero también le digo que muy poco inteligente, no ya porque no sea cierto lo que afirmamos, sino porque en realidad se trata de un consuelo con engaño que, lejos de aliviar nuestra desdicha, la acrecienta. Precaución. Estamos ante una beocia que añade al dolor que ya sentimos, el de tratarnos nosotros mismos como si fuéramos idiotas y es que, aunque no lo reconozcamos, en nuestro interior sabemos que nos estamos engañando, que estamos ante una estulticia perpetrada por y contra nosotros mismos. Caución. Un acto del que, antes que después, nos terminaremos dando cuenta y esa toma de conciencia podría llevarnos, sin solución de continuidad, de la sensación de desdicha a la de desesperación, un límite que pudiera llegar a ser insostenible para algunos. Cautela.
Y en ese sentido, por lo que tengo leído, uno de los consuelos inteligentes que podemos emplear es la lectura de los moralistas clásicos, tan empeñados ellos en hacer que el sufrimiento humano sirva para hacer menos puritana a la sociedad, lo que la verdad sea dicha, no siempre conseguían a pesar de las ventajas evidentes que tal pensamiento ofrece. Claro que en frente tenían a las religiones, tan empeñadas ellas también y precisamente, en todo lo contrario; en fin, no hace falta que le diga qué bando ha ido ganando hasta hoy, pero sí que no hay que perder las esperanzas pues, parece que los tiempos están cambiando. De hecho, hace ya algún que otro siglo y al respecto, algo escribió un tal Príncipe de Ligne (1735-1814) que era escritor, mariscal y diplomático belga.
Príncipe de Ligne. Un aristócrata dispuesto a no amargarse por nada y a reírse de todo, y eso que vivió ¡como aristócrata! la misma Revolución Francesa, uno de los tiempos más denso y libertino que los hombres han vivido. No me diga. “Soy como todo el mundo. Mejor de lo que algunos piensan, peor de lo que piensan otros. Y la reputación depende siempre de demasiadas personas que, además, no la tienen”, escribió el séptimo príncipe de la casa de Ligne, quien a lo largo de su vida se trató con lo más granado del intelecto de la época, vamos que no era un mindundi, y no crea que le exagero lo más mínimo. Sirvan de botón de muestra entre otros el filósofo francés Rousseau, la zarina Catalina de Rusia, el polifacético Casanova o el filósofo y escritor francés Voltaire. Espíritus superiores sin lugar a duda, pero también humanos.
Le cuento esto porque el tal príncipe -de nombre Carlos José no se lo había dicho, qué cabeza la mía- narró que en cierta ocasión oyó tirarse a Voltaire un pedo extraordinario mientras escribía en su cama y pensaba que estaba solo en la estancia. Al parecer fue una ventosidad pedregosa, ‘de albañil’, ya me entienden no me malinterpreten, y es que, como dijo otro filósofo “somos humanos, demasiado humanos” y de estos mimbres estamos hechos, añado. Pues eso. Por lo demás, ignoro si el príncipe llevó a la práctica su máxima y si ésta le hizo más feliz, sabido es que del dicho al hecho…
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FUENTE: Enroque de ciencia
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