‘Quién fuera diamante puro! / dijo un pepino maduro’
‘Todo necio / confunde valor y precio’. De este aforismo de su maestro Abel Martín, tan aficionado él a las fantasías poético-metafísicas del “fugit irreparabile tempus”, el escéptico Juan de Mairena solía comentar que sí, que muy bien, pero que con el tiempo los pepinos se pasan y los diamantes quedan; una certera afirmación que finiquitaba con un, entonces ya no habrá quien los compre ni luzca, y no andaba falto de razón. El que abre esta mi ‘Opinión’ es sin duda uno de los muchos proverbios del poeta en los que se plantea una nueva forma de poesía, el aforismo filosófico o, por qué no, su complementario intelectual, esa especie de nueva filosofía que es el aforismo poético.
De manera que poeta y filósofo están frente a frente pero no son hostiles y solo trabajan en lo que el otro deja, hombres de otro tiempo que buscan al complementario, aquél que siempre marcha con nosotros y que suele ser nuestro contrario.
De todos modos y puesto a ser, quizás, la aspiración del pepino sea solo una “pepinada”, permítame el palabro, no olvidemos que para algunos exégetas el poeta cambió seda por percal, por cobre filosófico, buena parte de su oro poético de ayer. Y no son lo mismo un metal y otro, no, o sí, si atendemos a lo que nos dice la científica transmutación nuclear, en fin, diamante y pepino. Claro que puestos a no ser tampoco parece que fueran lo mismo para el mejor poeta español del siglo XX, el sevillano Antonio Machado (1875-1939), los conceptos de valor y precio cuando, con su claro y sencillo lenguaje, escribía por manos de su apócrifo: “Todo necio confunde valor y precio”.
Precio, valor y necios. Y no son pocos los que así lo hacen aunque en principio no tengan porqué equivaler. Uno de ellos, el valor, el valor de algo, viene dado por el grado de estima en el que lo tenemos, un grado que dependerá a su vez de los recuerdos que le tengamos asociados, de su propio mérito, de su utilidad, de las ventajas que de él obtenemos o podamos obtener. En definitiva, el valor de una cosa tiene bastante de subjetivo, de personal, de vivido pues es una significación que nace de nuestro interior. El otro, el precio, eso es ya otra cosa. No es más que lo que estamos dispuestos a pagar cuando ese algo se ponga en venta, y podamos comprarlo con dinero (quizás la forma más barata de todas) o con cualquier otro bien, sea éste el que sea.
Como puede ver el precio de una cosa es más objetivo, más impersonal, es la significación que procede del exterior. Resulta lógico entonces que en este mundo, pueda ocurrir que no coincidan el valor de las cosas con el precio que se pague por ellas. Que por un lado vaya lo que cueste y por otro lo que valga, existiendo cosas que tengan valor para unas personas y no para otras, sin que esto influya de manera alguna en su precio. El valor depende de un sinnúmero de circunstancias, el precio sólo de las de la oferta y demanda del mercado. Hay productos de arte de tanto, tanto, valor que no tienen precio, y hay otras de mucho, mucho, precio que sin embargo no tienen valor alguno, sobre todo para las personas que no conocen sus méritos.
Es como cuando uno quiere vender un piso. Una cosa es lo que pide por él, según lo que nos ha costado o los sentimientos que le tengamos agregados, y otra, lo que en realidad están dispuesto a pagar; es bien distinto lo que cuesta de lo que vale. También saben de esa diferencia las personas que extravían un objeto querido, querido porque forma parte de su mundo interior, de su propia vida, donde ocupa un lugar insustituible y de ahí su enorme valor. Pero a la vez saben que su precio es bajo, casi nada, porque por ejemplo no sea más que una baratija en realidad. Ése es el motivo de que en el anuncio que ponen para recuperar el objeto, digan “tiene un gran valor sentimental”. El mensaje es claro para quien lo encuentre, su precio es bajo por lo que nadie que no sea su dueño le va a pagar un precio alto, así que nadie agradecerá más generosamente su recuperación que él. No, no es necia la gente, aunque lo pueda parecer a veces.
Entre apócrifos. Empezaba con un aforismo de uno de los apócrifos de Machado, el ficticio poeta y filósofo Abel Martín (1840-1898) de quien, entre su variopinto y disperso material lírico, me vienen a la memoria estos tres versos “de marcada perogrullez”: Mis ojos en el espejo / son ojos ciegos que miran / los ojos con los que veo. No olvidemos que también era conocido como Abel-Sócrates y había nacido en Sevilla, donde fue maestro y biógrafo del también sevillano y ficticio profesor de gimnasia y retórica Juan de Mairena (1865-1909), otro apócrifo del poeta nacido en una de las viviendas de alquiler de la Casa de las Dueñas, en Sevilla.
Estudiosos de la vida y obra de Antonio Machado coinciden en considerar a Martín y Mairena como sus dos más importantes apócrifos, nacidos a imagen y semejanza de personajes reales entre los que se cuenta José Álvarez Guerra, bisabuelo materno del poeta, padre de la polifacética Elena Cipriana Álvarez y abuelo de Demófilo, “el que ama al pueblo”. Del personaje Juan de Mairena me gustan estos versos: Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario.
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.111