Diario del año del coronavirus
La Crème
por Balsa Cirrito
Creo que ya he dicho muchas veces que le tengo poco amor a los chándales, sin embargo, de vez en cuando me pongo uno, pasando vergüenza, pero me lo pongo. Por supuesto, no para ir al supermercado o para pasear, sino para hacer deporte, o, al menos, el simulacro de que soy capaz. Lo normal es que realice tandas de, digamos, veinte segundos andando, veinte segundos corriendo a la increíble velocidad de seis kilómetros hora; suelo terminar con una maratoniana carrera de dos minutos y medio (que cronometro con el móvil añadiendo una alarma, porque si llego a los tres minutos termino echando parte de los pulmones por la boca).
Desde luego, el hecho de que yo sea un atleta de mierda, no resulta muy interesante, pero lo menciono porque voy a hablar de otra mierda, de otra merde. El teatro de mis hazañas deportivas suele ser el paseo marítimo del Rompidillo. El paseo es un lugar que, sobre todo a ciertas horas, parece encantado. La luz apenas se filtra por los árboles en algunos recodos, proporcionando una sombra espesa como los pensamientos de Vladimir Putin; miramos a un lado y tenemos la playa, con el sol rebotando en las olas; a lo lejos el puente nuevo de Cádiz y su formidable silueta; al otro lado la línea del cielo roteña, con sus tres puntos descollantes: la O, el castillo de Luna y la torre de la Merced, más el pintoresco añadido del faro. Eso sí, no miremos al suelo.
A menudo me encuentro con el paseo con algún trabajador municipal de la limpieza barriendo la zona y pienso: "pobre hombre, no podrás con tu enemigo". Porque su enemigo son las cacas, los zurullos, la merde de los perros.
Hace años, en el carnaval de Cádiz era un tópico cierto género de letrillas que criticaban la abundancia de deposiciones de perros en las calles, particularmente en la calle Ancha. Imagino que tuvieron éxito aquellas reprimendas, porque ya no se ven esos restos achocolatados por las calles de la capital de la provincia. En Rota, por lo que veo, harían falta un millón de letras. Especialmente en la zona de la pérgola del Rompidillo, el paseante o el corredor deben hacer equilibrios para no pisar algún pastelito.
Por supuesto, esa cacolandia no cae del cielo, sino de los perros, perros que suponemos que tienen sus amos, amos que entendemos que no recogen lo que sus animales siembran con el trasero. ¿Tan difícil es llevar una bolsita para recoger zurullos? ¿No nos damos cuenta de que el paseo es uno de los mejores lugares de Rota, frecuentado por los turistas extranjeros y que damos una impresión, nunca mejor dicho, de mierda? Pues, por lo visto, sí.
Aunque igual existe una maldición. Hace un par de días, iba yo caminando con mi chándal, aproximadamente a la altura del Pico Barro, cuando vi a un hombre que llevaba junto a él a un perrazo enorme. El perro acababa de zurullar, y el hombre recogía las deposiciones en una bolsa. Era una caca enorme, de aspecto más bien blandurrio. Francamente, admiré a aquel buen ciudadano por su afán cívico. Estuve a punto de decirle un "¡muy bien!", cuando aconteció una pequeña catástrofe. No sé si la bolsa se le rompió, o que el contenido se deslizó fuera, el caso es que el enorme zurullo cayó al suelo, y, como quiera que el hombre sostenía la bolsa a cierta altura, la caída hizo explotar la merde como un pastel de chocolate fondant... ¡chasss! Creo que le llegó a salpicar los zapatos. Durante unos instantes, cruce la mirada con el desafortunado propietario de perro. La suya era de espanto. La mía divertida, tanto que tuve que apartar la vista para no reírme. Seguí caminando con una sonrisa y se me ocurrió que el civismo no siempre es recompensado. La vida, pensaría el hombre del perro, es una mierda. ¿Tiene moraleja la historia? Espero que no.
(Por supuesto, después de leer este artículo es conveniente comprar un número de cualquier lotería).
Para tomasito | Jueves, 20 de Enero de 2022 a las 15:57:50 horas
Tu no te pones el chándal porque no haces ejercicio de flojo que eres
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