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Carlos Roque Sánchez
Sábado, 06 de Febrero de 2021

¿Por qué leer a Wilde? (1)

[Img #142146]Oscar, siempre Wilde. A propósito de los cuentos de Oscar Wilde (1854-1900) que de vez en cuando le traigo a esta nuestra ‘Opinión’, y con motivo del último de ellos, ‘El joven inventor’ (12/09/20), un amable lector me preguntaba por correo electrónico acerca de mi interés por el dublinés. Una curiosa pregunta cuya respuesta me ha hecho pensar más de lo que pensaba, pues lo cierto es que nunca me había parado a reflexionar acerca de ello. Veamos. Si la memoria no me falla -algo que no le puedo asegurar ya que nunca fue muy buena y el paso del tiempo, eso sí se lo aseguro, no la ha mejorado-, creo que mi primer contacto con la obra de Wilde fue relativamente temprano, en el colegio, de la mano de algunos de sus grandes éxitos teatrales y extraordinarios relatos. Desde entonces no me han faltado razones para leerlo, y a veces releer, no en vano estamos ante un profundo diletante que además de dramaturgo, poeta, excelente ensayista y gran narrador fue un ingenioso conversador, dueño de un gusto exquisito y honda sensibilidad, y poseedor de una vasta cultura y alto sentido de la belleza. Sí, caí joven en la pegajosa maraña de sus palabras y el denso tejido de su ingenio y, desde ese momento, no he dejado de tener continuas recaídas. Estas cosas pasan.

 

Fueracacho. Cómo no hacerlo ante quien nunca tuvo el menor pudor en colocarse ‘fueracacho’, haciendo de este vicio cobarde del torero, virtud valiente del hombre en lo personal y en lo literario. Perdone la digresión tauromáquica, por la que abro paréntesis. Por si no cae ahora, la palabra fueracacho la suelen utilizar los aficionados taurinos para referirse a aquel coletudo que no se pone enfrontilado al toro para citar y que alarga mucho el brazo para provocar la embestida, ya ve por dónde voy. Vamos un torero que está fuera de lugar y cierro paréntesis. Bueno pues este ‘fueracacho’ lo practicaba Wilde sólo que a modo de virtud, por ponerle un ejemplo, cuando no se recataba lo más mínimo en mostrar su disgusto con la mediocridad y los mediocres, que en su opinión eran mayoría, y de muestra sirva este botón. Al empezar diciendo aquello de «Me alegra que haya venido: hay cien cosas que no quiero decirle» y remataba asegurándoles que no le gustaban los principios…, que prefería los prejuicios. Sin duda le precedían su fama de persona de gran ingenio e impecable dicción, y le perdían esos sus modales y maleva reputación de dandi. Un día, precisamente al ridiculizarle alguien por su falta de naturalidad, le espetó: «Ser natural es una pose demasiado difícil». Paradójicamente nuestro hombre detestaba a las personas que hablaban de sí mismas, cuando en realidad, eso decía al menos, lo que querían es hablar de él, mismamente como le ocurría a él mismo. Y es que consideraba que los genios siempre estaban hablando de ellos mismos, cuando lo que él quería es que pensasen en él. Cosas de genio. Me viene a la memoria el narcisismo aquel del “dejemos de hablar de mí y hablemos de usted, por cierto, ¿qué opina de mí?” En fin, estas cosas pasan también.

 

Hay que leer a Wilde. Porque mostraba un profundo desdén por sus contemporáneos, a destacar en este sentido el escritor británico Charles Dickens que le precedió unos años y a quien muchos consideran el mejor novelista de la época victoriana, pero al que el escritor de origen irlandés entre otros -también lo hicieron Henry James y Virginia Woolf- le achacaba cierta falta de profundidad psicológica, floja escritura y sentimentalismo excesivo. Un profundo desdén por sus contemporáneos que unido al hecho de su azarosa vida y acabar sus últimos días casi en la indigencia fueron, a qué dudarlo, un plus que resultó bendito y contribuyó no poco a la hora de pergeñar su eterna fama de maldito. Pero hay que leerlo también por cómo se rebeló cuando le quisieron cortar un traje por sus ideas sobre la religión, y no tuvo otra ocurrencia que replicar que la fe era el sustitutivo elegante de la creencia. Tela. O asegurar que las religiones morían al demostrarse que eran verdaderas y que la ciencia no era sino la historia de las religiones muertas. Tela del telón. Es evidente que por razones que no hacen ahora al caso, el dublinés no creía ya en casi nada a esas alturas de su vida y por otro lado dicen, quienes saben de esto, que los artistas geniales solo creen en sí mismo, lo que puede ser. Y hay que leerlo, porque consideraba que los escritores antiguos presentaban como hechos ficciones deliciosas, mientras que los novelistas de su época presentaban hechos insulsos bajo la apariencia de ficción. Ojo a la diferencia y, salvada ésta, tengo un paralelismo a propósito en el que creo: en ciencia es preferible leer lo más reciente, en literatura lo más antiguo. O algo así. No le canso más con este cajón de sastre wildeano, pero tengo una razón más para leer al escritor: su relación con el periodismo y los periodistas, con los chicos de la prensa y sus preguntas. Ya tenemos faena para la semana que viene. Oscar, siempre Wilde.

 

 

CONTACTO: [email protected]

FUENTE: Enroque de ciencia

 

 

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