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Carlos Roque Sánchez
Sábado, 12 de Diciembre de 2020

Aspirina. Ciencias y Artes

[Img #140187]En este pandémico año que está a punto de acabar, la de más arriba ha cumplido sus primeros ciento veinte años de vida, y la verdad es que nadie lo diría dada la espléndida salud de la que goza, ser probablemente el fármaco más extendido, conocido y consumido en el mundo y estar, literalmente hablando, en todas partes: el botiquín familiar, el bolso de calle de cualquiera, el cajón de la mesa del trabajo y hasta si la pide, se la pueden ofrecer en el bar de la esquina, con su vaso de agua. Un medicamento con una curiosa historia detrás en la que confluyen tres circunstancias bien diferentes entre sí, un paradigmático ejemplo de unión entre: el poder curativo de los productos naturales, la inteligencia humana para reconocerlo y perfeccionarlo, y el amor del hombre por sus semejantes, en este caso el amor filial de un químico por su padre enfermo. Pero como principio quieren las cosas, empezaremos por ahí, por el comienzo.

 

En la Antigüedad. Ya en el tercer milenio antes de Cristo, así lo indican diferentes textos escritos en tablillas de barro de la antigua Mesopotamia bíblica, se utilizaba la corteza de sauce (‘Salix alba’) con fines medicinales. En concreto el médico griego Hipócrates, recomendaba mascar la amarga corteza de ese árbol para aliviar el dolor y la fiebre, y otros galenos recetaban a sus pacientes un preparado de corteza de sauce para mitigar el dolor de cabeza. Un potingue que se obtenía moliendo la corteza a estado de polvo y que al tomarlo producía ese efecto benéfico, un ejemplo más del conocido y ancestral poder curativo de algunos productos naturales. Sin embargo, aquel remedio tenía dos inconvenientes: irritaba el estómago y causaba, a la larga, una enfermedad muy extendida en el mundo antiguo, las hemorroides. Dos delicados asuntos, se los mire por donde se los mire.

 

De la salicina al ácido acetilsalicílico. La sustancia causante de tales efectos, deseados y no deseados, se descubrió en 1829 y era la salicina, un compuesto químico de nombre salicilato de sodio del que con posterioridad se extrajo el ácido salicílico, pero no adelantemos acontecimientos. Con el paso del tiempo la salicina se extrajo también de otra planta, la ‘Spírea ulmaria’, aunque en un principio se desconocía que era ella, motivo por el que al ácido obtenido se le llamó ácido spírico, de ‘spírea’. Así que dos nombres distintos, ácido spírico y ácido salicílico, para una misma sustancia, la salicina, lo que tuvo su trascendencia. Unos años después, en 1854, el químico alsaciano Karl von Gerhardt sintetizó el ácido acetilsalicílico (AAS), un derivado con las mismas propiedades curativas que la salicina, pero con sus desagradables efectos secundarios bastante minimizados. Fue un magnífico hallazgo del que sin embargo nadie pareció darse cuenta pues, de hecho, a mediados del siglo XIX este medicamento, a pesar de sus enormes ventajas, cayó en el mayor de los olvidos. Sorprendentemente, la misma inteligencia humana que lo había identificado y perfeccionado, lo olvidaba. Qué sorprendente es el hombre.


El AAS de Hoffman. Y así estuvo hasta que un sucedido familiar lo sacó de su ostracismo. En agosto de 1897, Félix Hoffman, un químico alemán empleado en los Laboratorios Bayer logró preparar de nuevo ácido acetilsalicílico. Pero lo hizo a partir de la ‘Spírea ulmaria’, no de la ‘Salix alba’, utilizando otro método distinto al de Gerhardt y, lo que es más importante, lo obtuvo con bastante menos impurezas. Su interés por prepararlo radicaba en que su padre padecía artritis reumática y no podía tratarse con el conocido derivado del ácido salicílico (el salicilato de sodio) pues le producía náuseas e intolerancia estomacal. De ahí que Hoffman le diera a probar una dosis de su ácido acetilsalicílico, y fue mano de santo oiga, no sólo le alivió su artritis sino que no sufrió ninguno de los desagradables efectos secundarios anteriores. De modo que papá Hoffman fue el primer beneficiado conocido del AAS de su hijo, a cosas así lo llaman amor filial. Naturalmente la noticia corrió como la pólvora en el mundillo farmacéutico.


La Aspirina de Bayer. Ni que decirle tengo que los químicos de la Bayer comprendieron al momento la utilidad del fármaco, por lo que se apresuraron a patentarlo -en la primavera de 1899, la empresa farmacéutica registraba en Alemania el ácido acetilsalicílico- y a primeros de 1900 ya estaba en las calles con el nombre comercial de Aspirina. Un nombre que es toda una alusión a su composición: ‘A’ de acetil, ‘spir’ de la planta Spírea ulmaria, y la terminación farmacéutica ‘ina’. Así de simple. En un principio se lanzó al mercado en forma de polvos blancos y fue tal su éxito, que todo el mundo hablaba de los “polvos milagrosos”, los “polvos mágicos”, claro que eran otros tiempos. Hasta se empleaba una frase que hoy podría resultar malsonante por grosera, pero que en aquella época no lo era, se solía decir “échate unos polvos para olvidar el dolor”. En fin, lógico y natural, dados los excelentes resultados. Ya ve, estimado lector, que la maldad de algunos dichos está, o suele estar la mayoría de las veces, en la mente de quien los interpreta. A mediados de la segunda década del siglo pasado, apenas unos años después de que se comercializara y ya en forma de pastilla, debía ser tan célebre en España que el inefable y prolífico escritor Ramón Gómez de la Serna se sirvió de ella para una de sus famosas greguerías: ‘La luna es la pastilla de aspirina que de vez en cuando se toma el terráqueo… (Continuará)

 


CONTACTO: [email protected]
FUENTE: Enroque de ciencia

 

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