Me he referido varias veces al famoso ensayo de Carlo M. Cipolla sobre el poder de los imbéciles. Pero una cosa que no decía el filósofo italiano era cómo reconocer a esos imbéciles. El COVID tiene, por lo menos, una cosa buena: funciona como detector de gilipollas.

Salgan a la calle y observen a sus convecinos. Por la mañana, la mayoría, todo hay que decirlo, lleva la mascarilla. Pero a medida que va avanzando el día la estupidez puede más que la prudencia. Contemplen como a las ocho de la tarde aproximadamente el treinta por ciento de los viandantes no lleva mascarilla o la lleva en la barbilla (muy útil esto para no tener que afeitarse), o cubre solo la boca, dejando la nariz al aire libre para demostrar que no somos semitas.

El gremio de los quinceañeros, especialmente, nos hace tener confianza en el futuro: el futuro va a ser mucho peor. Es realmente raro ver a un chico o chica de quince años con la mascarilla correctamente colocada. Es verdad que son imbéciles, pero no creo que la correcta colocación de la máscara suponga un problema técnico insalvable. El todo caso, siempre pueden acudir a un mecánico para que les diga cómo se pone.

Por supuesto no son solo los quinceañeros.  Está el gremio de los que van fumando por la calle y, el más poderoso de todos, el gremio de los enteraos. Este último se reconoce porque lleva la mascarilla en la barbilla (qué salaos, hasta pareado tienen), me imagino que para ponérsela bien en cuanto vean a un poli.

Según Cipolla, una de las características del buen imbécil es que a menudo se perjudica  a sí mismo. Ahí está. Los gilipollas desmascarillados deben pensar que viven en otro país. Porque el nuestro se está yendo a tomar por saco por culpa de los imbéciles. Pero claro, qué culpa tienen, si son imbéciles.