El Zaguán II (por Ángela Ortiz Andrade)
El padre de Reyes estaba muy preocupado, porque era una persona muy materialista que se afanaba por estar siempre en el círculo más distinguido del pueblo y claro, con esa hija que no quería relacionarse con nadie, pues iba a ser difícil encontrarle un novio que mantuviera a toda la familia lo más cerca posible de la élite. Don Víctor (que así se llamaba) estudiaba a las personas para saber qué provecho podría sacar de cada una de ellas, si el resultado era “cero”, pues simplemente evitaba la relación. Desde que llegó al pueblo fue tanteando a los vecinos más ilustres, los invitaba a tomar unos vinos cuando se los encontraba por la calle y procuraba mantener con ellos una conversación distendida, para luego entrar en otros asuntos con más enjundia. No se daba cuenta de que eran los otros los que lo estaban tanteando a él.
Una tarde, cerca de la hora del cierre del banco, uno de sus nuevos y venerables amigos fue a buscarlo para ir a tomar un aperitivo, Don Víctor aceptó sin pestañear. En el reservado de un bar en el centro del pueblo, un administrador de fincas y un abogado le propusieron un negocio de muy dudosa legitimidad: a la gente vieja del pueblo analfabeta y sin descendencia les hacían firmar bajo falsedades y bonitas palabras, documentos en los que se les cedía a ellos todas las tierras y posesiones una vez que los engañados fallecieran. Se iban a convertir en herederos de una gran parte del municipio con la que podrían negociar a sus anchas y enriquecerse aún más. Don Víctor, como director del banco, iba a ser una de las piezas de esta maquinaria de especulación y abusos; con una amplia sonrisa, al borde del orgasmo, dio un apretón de consentimiento a sus dos esbirros. Acordaron crear una sociedad bajo la cual se desarrollarían todas las operaciones relacionadas con sus chapuzas, así sus respectivos nombres y apellidos quedarían al margen de todo.
De esta manera, con el transcurso de los años, el abuelo de Anaís fue amasando una fortuna que nunca pretendió disimular, más bien todo lo contrario, ya que era un fanfarrón en toda regla. Le gustaba tanto el alardeo, que de joven comenzó a cortejar a su chica no porque fuera buena, amable o cosas por el estilo, sino porque era tan guapa y atractiva, que tenerla por novia era como ganar un trofeo en una competición internacional, se pavoneaba entre sus amigos cuando la llevaba del brazo. Afortunadamente para él, a ella la vida de su esposo le traía sin cuidado, sus preocupaciones eran muy superficiales, en su mayoría de índole estético (el pelo no lo suficiente preparado, algún kilito de más en la última semana, la reciente colección de no sé qué modisto…) tampoco daba para mucho más, era la “mujer florero” por antonomasia, así que él hacía, deshacía, iba y venía a sus anchas. Cuando la niña nació, su madre pensó que era tan poco agraciada porque fue concebida sin amor o quizá porque el padre de la criatura tenía muy mala genética; así que optó por adornarla poniéndole un nombre bonito y comprándole vestidos hermosos que distrajeran la atención de los que la miraban; al igual que su marido le preocupaba el hecho de que iba ser difícil buscarle un esposo acorde con su estatus social ¿quién iba a querer casarse con una chica tan fea? Eso para su hija era el menor de los problemas, lo único que quería era una vida tranquila, con su piano, sus libros de idiomas y la merienda cada tarde en el zaguán de su casa. Y así iban pasando los años, uno tras otro
Cuando se iba acercando la fecha en que cumpliría la mayoría de edad, sus padres aprovecharon el momento para organizar una gran celebración de puesta de largo de su niña, a ver si así encontraban algún chico de buena familia que se sintiera atraído por ella, o al menos por su dinero. Iba a ser un evento por todo lo alto en donde estaría invitada la flor y nata de la provincia, no escatimarían en gastos y en ningún momento tuvieron en cuenta la negativa de la protagonista que no quería saber absolutamente nada de lo que se estaba montando a su alrededor. A Reyes la aterraba la idea de tener que guardar las formas delante de personas que si eran amables con ella, se debía a sus apellidos y estatus. Una vez fue a una fiesta de uno de los jóvenes con la que su madre la quería emparejar y lo pasó fatal; todos con una sonrisa forzada que pretendía aliviar el estado de incomodidad de la mayoría de ellos. Se repartían en pequeños grupos en los que iban despellejando a los supuestos amigos que no estaban cerca para escuchar, Reyes con su copa en la mano, iba cambiando de mesa, pero no encontraba una conversación que le gustara, eran personas superficiales, vacías; puro postureo y fachada y de eso Reyes estaba más que harta. En cuanto tuvo la oportunidad, salió de allí pensando que seguramente en esos momentos la estarían poniendo verde, pero eso a ella le daba igual. Se había jurado no regresar jamás a uno de estos circos, y ahora sus padres pretendían situarla en la pista central de uno de ellos sin que ella pudiera hacer nada al respecto “¡os vais a acordar de ese día para los restos!” se dijo.
Ángela Ortiz Andrade
Manuel | Domingo, 03 de Mayo de 2020 a las 19:12:48 horas
José Luis, no entiendo tu comentario con el texto de la Carta.
¿Qué tiene que ver con lo que ha escrito Ángela?
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