"La enseñanza de ayer. El colegio"
"Historias populares de la villa de Rota", por Prudente Arjona
En esta sección se ofrecerán fragmentos del libro escrito por el roteño Prudente Arjona, titulado "Historias populares de la villa de Rota", que como su propio nombre indica, refleja buena parte de la historia local. Aunque el libro está a la venta en papelerías del municipio, el afán del autor nunca fue lucrarse con ello, por eso, permite a Rotaaldia.com compartir algunos de sus capítulos para que el gran público tenga conocimientos de una parte pasada de la villa.
Os dejamos con el capítulo.
(Dedico estas historias de colegio a mis amigos de pupitre y hazañas extraescolares, José Letrán Márquez y Manolo Dominguez Chiquitata)
Todos somos conscientes del gran cambio que se ha producido en los últimos cincuenta años en nuestras vidas. Los adelantos en el mundo de la cibernética, la técnica y la industria han supuesto una revolución a todos los niveles, que los que hemos vivido épocas anteriores tenemos la dicha de saborear en mejor medida hoy, ya que conocimos los sinsabores del ayer. Sin estar de acuerdo con eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor, no obstante hay recuerdos que nos hacen sonreír como, por ejemplo, el tiempo del colegio, que como es natural nada tenía que ver con los actuales, pues consistía en una habitación más o menos aireada, donde se entraba por la mañana, se salía a medio día, se volvía entrar tras almorzar, acabándose las clases bien entrada la tarde. Había clases de lunes a sábado, sin que mediara recreo, cambio de situación o lugar, sin talleres, salas de dibujo o de trabajos manuales, pistas deportivas, salidas, excursiones, ni nada de todo esto que hoy se considera de lo más natural, y que yo recuerde, ninguno de mis colegas padecimos traumas, ni nos vimos obligados a acudir a ningún psicólogo.
No obstante, había detalles pintorescos en nuestra confinada vida de colegial, donde la imaginación jugaba un importante papel, dado que los cuarenta o cincuenta alumnos, recluidos durante tantas horas, nos las ingeniábamos, sin pretender hacer la vida imposible a los maestros, que gracias a ciertas palmetas usadas como medidas disciplinarias nos mantenía de alguna manera a raya, y verdaderamente no nos causaba depresión, ni tampoco protestaban los padres porque, entre otras cosas, no se nos ocurría contarles que el maestro nos había sacudido por temor a que el remedio fuera peor que la enfermedad, convirtiéndose en un soplamocos condenatorio por haber provocado al maestro. En aquellos tiempos el maestro era una persona muy respetada, tanto por los alumnos como por sus padres, y lo que decía el maestro iba a misa. Por desgracia, las cosas hoy son diferentes.
Lo cierto es que me vienen a la memoria cosas que nos distraían, como los tiradores que fabricábamos con gomillas atadas a los dedos, pulgar e índice. Estos artefactos disparaban bolas hechas con trozos de papel liado arrancados de nuestros cuadernos; canutos de caña con los que disparábamos simientes de eucaliptos a manera de cerbatanas, o bien otro invento, consistente en amarrar hilos de colores a las moscas, lo que no era difícil, pues tales escuadrillas de aparatos voladores eran lo que más abundaban en las aulas. Esto iba bien y divertía a toda la clase, hasta que en una ocasión el bueno de don Eduardo Lobillo nos pilló a Pepe Letrán, mil nombres, y a mí, y nos desmontó a palmetazos la factoría aérea.
También nos pirraba hacer tinta a partir de pastillas y agua, si bien como es natural los voluntariosos tintoreros terminábamos con más tinta encima que en los correspondientes tinteros, pero contábamos además con otra especialidad, como era la de fabricar leche partiendo del producto en polvo USA que repartían por los colegios. Este producto lácteo venía en grandes barricas de cartón, se mezclaba con agua y removíamos concienzudamente para que no se formaran grumos…
Bueno, la cosa no era tan aburrida, pues don Eduardo Lobillo organizaba un tipo de maya a la que los alumnos aportábamos nuestras flores a María, cantábamos y rezábamos el rosario y coreábamos en grupo la tabla de multiplicar bajo la mirada celosa de Franco y José Antonio que, enmarcados, coronaban las banderas de España, de Falange y Requeté. Tampoco podía faltar el crucifijo, que bendecía principalmente al bueno de don Eduardo por el gran sacrificio que hacía y por las miserables pesetas que cobraba.
En aquella época se cumplía el refrán ese que dice que pasa más hambre que un maestro de escuelas. No obstante, mi profe, el santo de don Eduardo Lobillo, estaba casado con otra maestra, excelente profesional y maravillosa persona, doña Sacramento, mujer muy humana y tan cariñosa como su marido, y como es de suponer, aunque los sueldos eran cortos, entre ellos se arreglaron para dar la carrera de veterinaria a sus dos hijos, Eduardo y Emilio. Pero entonces el pueblo, conocedor de la necesidad de los titulados, solían ayudarles con regalos en especie, como por ejemplo una gallina, un conejo, una docenas de huevos, frutas, hortalizas, etc. En verdad, a la gente del pueblo, aunque sin disponer de muchos medios, le sobraba voluntad y reconocimiento a la labor que los maestros ejecutaban a favor de sus hijos.
Hay que imaginarse a esos profesionales de la educación con más de cincuenta niños de diferentes edades y niveles, educándolos sin ayuda y con sólo unos pocos catones, enciclopedias y aquellos libros del Régimen que decían servir para fortalecer el espíritu nacional, como el Así quiero ser, que bajo la censura eclesiástica, como así figuraba, y con un nada desaprovechable preámbulo, comenzaba diciendo: Vamos a formar a los nuevos ciudadanos en las nuevas doctrinas del Estado. Casi nada.
Por otra parte los Salesianos significaron para el sistema educativo local implantado una verdadera revolución, pues ellos dispusieron de aulas y niveles diferentes, así como de maestros, padres salesianos que enseñaban desde caligrafía hasta dibujo. En sus escuelas se practicaban deportes, se programaban excursiones y al mismo tiempo, de acuerdo con el Ideario Salesiano y el espíritu de don Bosco, se empeñaban en lograr buenos ciudadanos y excelentes cristianos. Creo que mucho de los objetivos lo consiguieron bajo la batuta del salesiano fundador de la Casa de los Tornos, el sacerdote don José Capote Amarillo, cuya obra ha quedado en suspenso dado a la marcha de los padres salesianos este mismo año de 2013.
Como todo el mundo sabe, en aquellos tiempos se practicaba en los colegios nacionales la separación de sexos, de forma que los niños andaban por una parte y las niñas por otra. Creo sinceramente que eso fue un gran atraso. No obstante, las monjas salesianas ubicadas en el castillo de Luna bajo el patrocinio de don José de Carranza, aunque disponían de aulas distintas para niños y niñas, todas se encontraban bajo el mismo edificio. No obstante, había clases para niños y niñas de papá y mamá; éstas vestían babis blancos inmaculados, y sus maestras eran Sor Vicenta y Sor Victoria. De los menos favorecidos, cuyos babis eran de color garbanzo, era responsable, entre otras, Sor Candelaria, muy dada a usar la campanilla de bronce como recordatorio de obediencia debida sobre las testas rapados de los alumnos.
Dedicamos este capítulo como un sencillo homenaje a todos aquellos profesionales de la educación, a quienes tanto tenemos que agradecer.





































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