Tren III (por Ángela Ortiz Andrade)
El bar junto a la Iglesia tenía trastienda, allí nació y creció Mari Luz. Su madre murió a los pocos días de dar a luz; afortunadamente, una tía de su padre, bastante mayor y sin hijos, se mudó donde su sobrino y se encargó de ellos. Cuidó de la casa y de sus habitantes hasta que fue tan anciana que ambos tuvieron que atenderla a ella.
El padre de Mari Luz hizo lo posible por darle a su hija todo lo necesario para que creciera feliz y con salud. Procuraba (sin ningún éxito por cierto), mantener a la niña alejada del bar que cada día se llenaba con los hombres del pueblo; pero esa niña era la criatura más escurridiza que nadie hubiera conocido y cada instante estaba sentada en el borde de una mesa donde los hombres jugaban a las cartas o al dominó, escupían y maldecían a gritos cuando perdían la partida, también cuando ganaban, para qué nos vamos a engañar. Total, que cuando terminó sus estudios básicos, Mari Luz optó por regentar junto a su padre el bar que la vio crecer. Desde entonces, de un bar de carajillos y sol y sombras, pasó a ser un lugar donde se servían desayunos y comidas para los trabajadores del entorno. Era ella quien cocinaba siguiendo las ricas recetas de su tía-abuela; lo mismo desplumaba y guisaba tres gallinas, que mataba varios conejos y los preparaba en salsa.
Su padre sonreía con satisfacción cada vez que la miraba desenvolverse como nadie y la abrazaba con cariño, pero a veces, muchas más de las que él quisiera, resoplaba exasperado cuando su hija soltaba algún exabrupto más propio de cualquier cliente que de esa chica que a veces ni él mismo reconocía por lo desgarbada que podía llegar a ser.
Pero todo el mundo coincidía en que ella era todo corazón. Atendía a cada cual con dedicación y paciencia, pero también cuando tenía que echar a alguien a empujones, lo hacía sin despeinarse y si al cerrar por la noche quedaba algún rezagado borracho, lo acompañaba a su casa, ofreciéndole su brazo para que no perdiera el equilibrio y la compostura.
De todas las amigas Mari Luz era la más fuerte y la que más determinación tenía. Después de tantos años en contacto con hombres, aprendió mucho del sexo masculino y la volvió muy exigente en ese aspecto. Ella estaba por encima de las palabras bonitas si en el fondo estaban vacías, como solía decir a menudo “los veía venir de lejos”. Había tenido varias relaciones, pero ninguna había llegado a buen puerto.
Era una mujer práctica y natural a la que le gustaba llamar a las cosas por su nombre, por muy malsonante que éste fuera.
Ángela Ortiz Andrade

































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