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Redacción
Jueves, 03 de Octubre de 2019

Tren II (por Ángela Ortiz Andrade)

La casa de los abuelos estaba flanqueada por árboles frutales, su fachada la cubría una parra que le daba sombra en las tardes de sol implacable y la protegía del relente en las noches estrelladas; tenía cerca un establo donde vivían una vaca, varios cerdos y muchas gallinas que iban picoteando tranquilas aquí y allá, aunque cuando los gemelos estaban por allí, todas corrían ruidosas y alborotadas; en la zona de huerto había un gran pilón que servía para abastecerlo de agua y donde los niños se bañaban como si de una piscina se tratase. Los ancianos cuidaban de todo aquello con sus propias manos, como recompensa obtenían lo necesario para vivir abundantemente. Muy a menudo, con la complicidad del revisor del tren y a cambio de alguna bolsa de víveres, los abuelos le enviaban a su hija fruta, verduras, huevos y chacina.
  

La yaya Luisa estaba preparando el almuerzo, el abuelo la rodeaba por detrás con los brazos y la besaba en el cuello. Marta los miraba de reojo sonriendo; nunca había visto esa escena en su casa, ni a sus padres darse un beso; es más, apenas los veía juntos. Durante la semana, papá no regresaba a casa pronto porque estaba muy ocupado y si llegaba antes de lo previsto, a mamá se le cambiaba la cara, se ponía tensa y procuraba que sus hijos se acostaran cuanto antes. Durante los fines de semana, era su madre la que aprovechaba para trasladarse a su taller de costura y adelantar encargos atrasados, eso sí, todos sus hijos iban con ella con la escusa de que le daba miedo estar allí sola. Para Marta era la oportunidad de coser para sí misma y para los gemelos era una gran aventura, ya que comían bocatas, se acostaban en sacos de dormir y con las telas más gruesas se fabricaban una tienda de campaña ¡y todos contentos!

 

Marta tenía una larga melena de pelo ondulado y rojo. Con aspecto frágil y elegante, lucía graciosas pecas que se concentraban encima de la nariz y le daban un aire de dama de una época muy anterior a la suya. Cuando terminó sus estudios primarios, no quiso continuar, prefería estar en casa ayudando a su madre en las labores del hogar. Una vez que nacieron sus hermanos, mamá decidió volver a su trabajo que dejó aparcado cuando se casó: era costurera y de las buenas. Ahora con su hija en casa, era más fácil retomar esa faceta que tanto la gratificaba y que su hija también fue aprendiendo poco a poco. Así que ambas compartían el cuidado de la casa, los niños y las faenas de costura. Lo que en un principio fueron pequeños arreglos (dobladillos, remiendos, ajustes de tallaje…) se fue convirtiendo en cosas de mayor envergadura, teniendo que alquilar un local pequeñito para montar allí un coqueto taller de confección de cierto renombre en la ciudad.
Aprovechando que los gemelos empezaron a ir al colegio, Marta tuvo tiempo para crearse un vestuario que estrenaría en sus ansiadas vacaciones. De hecho, manipulaba lo que traía en su maleta como si se tratara del mismísimo santo sudario. Contaba ya con 19 años, al igual que Pili e Irene; Mari Luz tenía un año más que ellas

 

Ángela Ortiz Andrade

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