"Efluvios del recuerdo"
"Historias populares de la villa de Rota", por Prudente Arjona
En esta sección se ofrecerán fragmentos del libro escrito por el roteño Prudente Arjona, titulado "Historias populares de la villa de Rota", que como su propio nombre indica, refleja buena parte de la historia local. Aunque el libro está a la venta en papelerías del municipio, el afán del autor nunca fue lucrarse con ello, por eso, permite a Rotaaldia.com compartir algunos de sus capítulos para que el gran público tenga conocimientos de una parte pasada de la villa.
Os dejamos con el capítulo.
(Dedicado a mi Madre, quien con tanto cariño preparaba la Navidad cada año, no sin muchos sacrificios)
Hay historias, anécdotas, circunstancias, casos y cosas que he vivido a lo largo de mi existencia, las han vivido otras personas y me las han contado, o son simplemente recuerdos de un pasado no muy lejano que refleja, de cualquier manera, la forma de vivir de una Rota que amo con el corazón y que ha cambiado como de la noche al día. Esa remembranza a manera de historias personales, relatos ayudados por la imaginación, me gustaría plasmarlos también en este libro para el conocimiento de mis convecinos contemporáneos y para aquellos que puedan venir después.
Anécdotas e historias relacionadas con Rota y el mar, casas singulares, como las que trascalan, y episodios interesantes de nuestra historia. Todos ellos tienen cabida en estos recuerdos de historias populares, y que por ello estoy seguro servirán en algunos casos para recordar hechos vividos por los lectores, como una prolongación de todo lo vertido hasta aquí, o al menos pretendo que pueda servir para arrancarles una sonrisa nostálgica. Comencemos, por tanto, recordando la Navidad que yo viví...
LA NAVIDAD
Parece que no pasa el tiempo; sin embargo, a veces nos paramos a pensar en cosas sucedidas que nos parecen recientes, pero analizando los hechos comprobamos que se pierden en la distancia. Cuando escuchaba a mis mayores hablar de acontecimientos acaecidos hacía treinta, cuarenta o cincuenta años atrás, me parecía estar escuchando a personas centenarias, e incluso milenarias. Yo podría entonces asegurar que acumularía aquellos paquetes de años almacenados como legajos en el recuerdo, pues la juventud que disfrutaba en ese momento era totalmente refractaria al paso del tiempo.
¡Pobre de mí! Mirando escaparates, cambiando de ropa de verano a la de otoño, comiendo castañas tostadas cada invierno, uno tras otro. Los años se me han ido desgranando a mi paso hasta darme cuenta que me encuentro al otro lado del camino y ocupando el lugar de aquellos que contaban historias hacia cincuenta años y más. Por eso, en estas fiestas tan señaladas quizás se despierten con más intensidad los recuerdos, las nostalgias, la ausencia de los que se nos fueron y la manera que en cada uno de los periplos vividos en estas fechas resultaron diferentes a lo que se vive hoy.
No hace mucho escribí un artículo relacionado con los olores del recuerdo, y hoy quiero de nuevo volver a aquellos aromas que recurren a nuestra remembranza y nos trasladan a nuestra niñez, pues en ese tiempo en que la escasez se hacía dueña de los hogares, en que las navidades se ausentaba a ratos, pues no faltaban, ni los pestiños, ni los buñuelos, ni los roscos, ni una copita de anís o brandy... Pasear por las calles entre las nubes perfumadas del aceite balsámico procedentes de las negras sartenes y peroles calentados en los anafes de barro, alimentados con carbón o leña, y que freían masa aromatizada con ese grano dulce procedente de la planta umbelífera bautizada por los árabes con el nombre de habbat Ilalawah (grano del dulzor) y que familiarmente conocemos como matalahúga o anís, cuyo aroma embriagaba el ambiente almizcleño de las cocinas vecinales, los patios y las calles, nos zambullían de plano en la Navidad.
La masa, fabricada de harina y levadura al igual que hoy, llevaba diferentes componentes, como huevo, azúcar, raspadura de limón o naranja, etc., etc., de acuerdo a la infinidad de recetas ancestrales trasmitidas de madres a hijas, que con reminiscencias arabescas conservan aún hoy toda su exquisitez para el paladar. Las manos trabajadas, de dedos sarmentosos, hartas de restregar la ropa en los enormes lebrillos con jabón El Lagarto de nuestras madres y tías, acariciaban una y otra vez la pastosa mezcla, a la que los chiquillos peñiscábamos para moldear nuestras propias confituras, no sin llevarnos algún sopapo de los mayores.
Como decía anteriormente, y los mayores recordarán también, la Navidad se hacía presente, no a través de la plástica callejera de hoy, en que la gente portan bolsas y paquetes bajo guirnaldas y bombillas de colores, mientras que los altavoces emiten música navideña de niños escandalosos cantando villancicos ininteligibles. Entonces la Navidad se hacía patente por los olores que emanaban de los hogares: aquellos pollos guisados con vino y almendras, el adobo de las morenas, las chovas y ortiguillas fritas o el perfume del lentisco de los belenes... Los olores de la Navidad de entonces eran efluvios divinos, el espíritu navideño se masticaba en cada rincón del pueblo y, sobre todo, por las noches, cuando decenas de zambombas en los amplios patios de vecinos agrupaban a la gente cantando aquellos antiquísimos villancicos extraídos de romances castellanos de olvidados tiempos.
Los olores y los sonidos caminan juntos con la época, emitiendo, produciendo y esparciendo en la atmósfera del pueblo los diferentes aromas propios de cada periplo que han quedado grabados en nuestro recuerdo.
Por supuesto, el olor a hamburguesas, pizzas y perritos calientes ha suplantado y eliminado aquellas fragancias bienolientes de los potajes, las berzas o los menudos cocinados en anafes de barro con carbón o leña, mientras que por las noches la pestilencia de los gases producidos por motocicletas que se acompañan de atronadores ruidos nos hacen añorar hoy el recuerdo de la paz de aquellas noches, aromatizadas por olores a leña quemada de los hornos de pan en una mezcla de la fragancia desprendida de retamas y otros arbustos previamente secados al sol.
Además de esos olores, la villa estaba rodeada de campo que la envolvía, embriagaba y aromatizaba con sus particulares exhalaciones del rocío mañanero sobre la tierra mojada, junto con otros inconfundibles perfumes procedentes de las bodegas que estaban fabricando el arrope, la descarga del trigo en el granero, las esencias de las hortalizas en el Palenque y la plaza de abastos, el vaho flotante de la venta del pescado en la surtía del muelle, la fábrica de conservas, la brisa yodada de Los Corrales procedente de las emanaciones de las algas, erizos y ortiguillas con sabor a mar…
Aunque hoy a muchos les resultarían insoportables, la buena gente de Rota convivía también con aquel odorífico ambiente que desprendía particulares emanaciones de los estiércoles por las calles y cuadras existentes en las propias casas vecinales y de las vaquerizas, jarrías de asnos, piaras de cabras, cerdos, etc., que nos mantenía en una sólida atmósfera compartida por todos y que nos resultaban familiares, ya que formaban parte de nuestra vida diaria y no nos molestaba, como a cualquier vecino ubicado en un pueblo humilde dedicado al campo y a la pesca.
A veces nos llegan a los que hemos vivido esas experiencias sensaciones de aromas, sonidos, tañidos de campanas, atardeceres, texturas, cielos estrellados, noches de lluvia, sabores y matices que agitan nuestra remembranza, transportándonos a épocas pasadas como si viajásemos en la máquina del tiempo.
Los jóvenes nos recriminan nuestro desconocimiento ante los avances tecnológicos, aunque hacemos lo imposible para aprender y ponernos al día. Estoy convencido que los jóvenes de hoy no podrían entender esas experiencias narradas, que no vivieron, ni olieron, comieron, palparon, ni vieron y, sobre todo, tampoco disfrutaron ni padecieron.





































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