Taxi III (por Ángela Ortiz Andrade)
En ese momento, las náuseas la hicieron vomitar. Decidió llenar la bañera para darse un baño y tranquilizarse.
Mientras estaba en el baño, hizo memoria de su pasado:
A sus 18 años y con el Bachillerato terminado, era una chica monísima, buena y sencilla. Pelo castaño, muy esbelta, labios carnosos y ojos inmensos y negros como el abismo. Aprovechó su físico para dedicarse a ser azafata de congresos. Le iba bien y trabajaba bastante. En uno se esos congresos conoció a un joven médico con la carrera recién estrenada, ambos se enamoraron y vivieron muchos meses muy felices, congenió con su grupo de amigos, todos tan despreocupados, que su principal problema era dónde viajarían el próximo puente. Ella seguía con su trabajo y se esforzaba para no desentonar. Se compró ropa cara, un coche bonito y todo lo que una chica de esa edad podía necesitar para encajar en su nuevo círculo.
Un día su suegro, dueño de una cadena de hoteles, descubrió que la madre de Eva era una de sus empleadas en las lavanderías. Después de hacerse pública la ocupación de su madre, su novio se avergonzaba de ella y sus “amigos” comenzaron a mirarla por encima del hombro. Eva dejó de ser digna de un grupo tan exclusivo y le dieron la espalda; lo más grave era que ella llegó a creer de verdad que no estaba a la altura, se sentía un fraude. Tardó mucho tiempo en darse cuenta que eran los otros los que no merecían la pena.
Entonces su mente cambió. Dejó de creer en el amor y se convirtió en una mujer fría y materialista. Comenzó a aprovechar su físico para triunfar por encima de los sentimientos y de lo “moralmente correcto”.
Se dedicó a compaginar estudios y trabajo, aprendió idiomas, se especializó en asuntos que la ayudarían a desenvolverse en la alta sociedad y se esforzó por estar aún más bella y elegante. Durante el trabajo, un señor con mucho dinero y aún más ganas de alardear de ello, le propuso acompañarlo a la cena que se celebraría esa misma noche. Eva aceptó sin pestañear y a partir de ese momento, cambió el uniforme de azafata por los vestidos caros y una nueva forma de vivir (muy lujosa, por cierto). Esa niña mona e inocente había dado paso a una mujer sofisticada, segura de sí misma e implacable que se dedicaba a ser la compañera de señores que se podían permitir pagar su tarifa.
En una fiesta de fin de año a la que fue invitada en el Gstaad Palace, un hotel gran lujo en los Alpes, conoció a su inocente novio. Lo observó, averiguó todo lo que se podía saber sobre él (estado civil, ocupación, cuenta corriente, posesiones…), era el hombre perfecto para ella. Y fue a por él descaradamente, sin contemplaciones. Delante suyo acababa de presentarse el plan de jubilación a su medida.
Ángela Ortiz Andrade

































Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.119