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Redacción
Jueves, 29 de Agosto de 2019

Un trabajo aburrido IV (por Ángela Ortiz Andrade)

Una de las tardes en las que fui a buscar a la Doña, me la encontré sentada en su salón favorito, ese del gran ventanal desde el que se veía el patio abarrotado de plantas. Ya se había arreglado para salir, elegante y distinguida como siempre; pero me sorprendió escucharla hablando al teléfono en un perfecto y fluido francés.

 

“¿Pero esta mujer sabe hablar francés? Anonadada me hallo”. Me hizo señas con la mano libre para que esperara en el sillón que quedaba libre. No entendía ni una palabra, pero la Señora estaba feliz; cuando escuché el “au revoir”, mi jefa colgó el teléfono y me miró diciendo –“¿nos vamos?”. Y de nuevo volvieron a rondarme en la cabeza un montón de preguntas que Doña Concha parecía adivinar. Esta vez nos dirigimos al garaje que tenía a pocos metros de la puerta de su casa, dentro nos aguardaba un flamante Mercedes que yo misma conducía cuando a ella le apetecía salir de la ciudad. Aquella tarde fuimos al Puerto de Santa María porque había quedado con unas amigas.


Durante el trayecto comenzó a contarme:
-“¡Despierta niña!”. Me decía Paquita golpeándome suavemente el hombro mientras sujetaba su capazo aún vacío. -“Vengo corriendo porque me he enterado al llegar a la pescadería que están buscando cocineros para el Hotel Atlántico; es tu oportunidad, chiquilla”. Corriendo me levanté, me preparé y fui todo lo deprisa que pude hasta el hotel. Pregunté por lo del trabajo en recepción y me indicaron dónde estaba la cocina. Cuando llegué había varias personas que también optaban por el puesto. El jefe de cocina nos mandó a todos a hacer varias elaboraciones. Después de un buen rato, me dijeron que al día siguiente a primera hora me tendría que presenta en la lavandería para recoger mi uniforme, el puesto era mío.


Paquita me cuidó como si fuera mi propia madre; durante el tiempo que estuve con ella recuperándome, me encargué de ayudar en casa y por supuesto, de preparar la comida de cada día, me gustaba mucho hacerlo. Ella decía que mis manos eran mágicas y por lo visto, así lo creyeron también en el hotel, porque al poco tiempo de trabajar allí me ampliaron el contrato. Me independicé en cuanto tuve ahorrado el dinero necesario para buscar un pisito y equiparlo debidamente, le prometí a mi “ángel de la guarda” que siempre me tendría para lo que le hiciera falta, aunque ella era tan humilde que nunca pedía nada y cualquier cosa, por muy simple que fuera, le parecía excesivo.


Ahora era la dueña de mi vida. La cocina del hotel se convirtió en mi hábitat; amaba mi lugar de trabajo y allí me desarrollé profesionalmente. Como todos los cocineros, nos apresurábamos en preparar con esmero los platos demandados, pero nosotros siempre comíamos mal y a deshoras, sentados encima de cualquier cosa que nos sirviera de soporte, una mano sujetando el plato y la otra la cuchara, con la espalda encorvada, saboreábamos la tranquilidad del momento, ese en el que reinaba nuestro silencio.


Una noche, cuando me dirigía a cambiarme después de preparar un banquete de boda, al pasar cerca de una de las habitaciones, vi de refilón que salía agua por debajo de la puerta. Llamé y no oí nada al otro lado, moví el pomo varias veces, pero la puerta no se abría, así que le di una patada con todas mis fuerzas. Dentro de la bañera había un señor de edad avanzada desnudo e inconsciente, el grifo continuaba expulsando agua, lo cerré de inmediato y abrí el tapón. Metí mis brazos por debajo de sus axilas para incorporarlo y comencé a gritar para pedir socorro. Con la música del salón de celebraciones nadie oyó nada, así que me las ingenié para sacarlo y reanimarlo. El pobre hombre despertó totalmente desorientado, lo cubrí con toallas y marqué el teléfono de recepción.

 

Una ambulancia no tardó en llegar, acompañé al señor hasta el hospital y estuve con él el resto de la noche. No tenía hijos ni nadie a quien llamar, así que cada día que salía de trabajar me pasaba para hacerle compañía los días que estuvo ingresado. No sé por qué, o tal vez sí, pero al verlo solo y herido, me vi a mí misma una mañana en la que gracias a un alma caritativa, pude salir adelante. Ella fue la causa que me obligaba moralmente a ayudar a esta persona.

 

Cuando le dieron el alta, regresó al hotel y durante las dos semanas que estuvo ultimando el trabajo para el que había venido, le hice compañía y entablamos una relación muy cordial. Después de regresar a su país, me envió un billete de avión y la propuesta para que trabajara como cocinera en su casa; el anciano señor Favre era de París.

 

Ni me lo pensé dos veces, me despedí de todos y de todo y comencé una nueva vida en la capital francesa. Durante unos cuantos años fui cocinera y también cuidadora, consejera y amiga del señor Favre, aprendí mucho a su lado.


Una mañana mi jefe no se levantó de su cama, había fallecido mientras dormía; al cabo de unos días me llamó su abogado diciéndome que era yo su principal heredera. Me acababa de convertir en una mujer muy rica. Ya no había nada que me atara a Francia, sentía mucha nostalgia de mi tierra y de mi gente, así que regresé a casa.


Lo primero que hice cuando llegué, fue comprar el cortijo de mi infancia y se lo cedí a todas las familias que allí trabajaban, descendientes de las buenas personas que nos sacaron adelante a mi hermano y a mí”.

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