Fraude III (por Ángela Ortiz Andrade)
Apoyado en la barra del bar del club de tenis, Rafa pensaba en que necesitaba encontrar a una chica que mereciera la pena. Había estado tanteando a alguna, se había enrollado en esos meses con unas cuantas, pero ninguna se ajustaba a sus expectativas. En la otra ciudad de donde salió huyendo, había conocido a varias de las que se había aprovechado. Se servía de su imaginación y de sus mentiras para sacarles dinero y así sufragar su vida de lujo, pero esta vez quería redondear el engaño para conseguir una buena cifra. “Esta vez no van a ser dos mil de una ni mil quinientos de otra, esta vez voy a por todas y voy a pillar al menos diez mil, tengo que buscar a mi víctima perfecta”- ese era su nuevo objetivo.
Apuró su copa y se despidió, al pasar por delante de una de las pistas de tenis vio a una joven que recibía clases particulares; no era demasiado guapa, ese era un punto a su favor (pensaba él mientras la estudiaba). De reojos se fue fijando en otros detalles que de manera automática su mente iba procesando: zapatos y ropa de marca muy cara, al igual que la raqueta; tomaba las lecciones ella sola, por lo que podía pagar las clases que normalmente el resto sufragaba en grupo para abaratar gastos. Escuchó cómo el profesor dio por terminada la clase y se despidieron, ella sacó del bolso el último modelo de Iphone para echarle un vistazo, pero no habló con nadie, la cosa prometía. Rafa se introdujo en su mercedes y la esperó, al cabo del rato la vio salir y subirse a un Maseratti Levante blanco, “¡conduce un coche de 100.000 euros!”, pensó nervioso, incluso se le aceleró el pulso. Comenzó a seguirla discretamente a ver dónde iba, llegó a un chalet de la parte más exclusiva de la ciudad, bajó sola y nadie salió a la puerta para recibirla. Una vez que el portón se cerró tras ella, él regresó al club para seguir indagando. Con la escusa de reservar para un partido, se fijó en el libro donde se apuntaban las citas, clases, etc. Vio que la chica se llamaba Cristina Camalich y que tenía reservada la misma cancha tres días por semana durante ese mes. No hacía falta esforzarse mucho para saber que durante los siguientes días de clase, Rafa reservaría la pista de al lado para jugar con algún conocido.
Regresó muy contento al piso de su abuelo y mientras hacía la cena, iba imaginando todos los pasos que tendría que dar para hacerse notar, no sabía si ella lo había visto ese día, pero a partir de ahora bien que lo iba a hacer.
Al cabo de varias jornadas de clases y partidos, de encuentros “casuales” a la salida del club y de miradas cómplices, él le tendió la mano presentándose –“Roberto García”, ella le correspondió sonriendo y bastante ruborizada, le aceptó una copa en un pub cercano a su casoplón, “no he conocido a ninguna que me la rechace”. No era my charlatana, más bien todo lo contrario, pero ya se encargaba él de desplegar todas sus dotes de hombre perfecto: guapo, elegante, con buen gusto, atento, simpático ¡lo tenía todo!, era irresistible. Después de varias citas, ya sabía que Cristina era soltera, de familia rica, introvertida y que hacía poco que había sufrido una ruptura sentimental que la dejó con la autoestima por los suelos “justo lo que voy buscando, esto parece un regalo”. No tardó mucho en declararle su amor sincero e incondicional y en regalarle las mismas frases manidas de siempre: que si no he conocido a nadie como tú, que no eres como las demás, que me has marcado para siempre, sin ti no le encuentro sentido a la vida, te necesito junto a mí; es decir, las frases del manual del embaucador. El engranaje funcionaba con la exactitud de un reloj suizo. Y lo mejor de todo, Cristina estaba tan embobada, que no se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo en realidad.
Ángela Ortiz Andrade

































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