Fraude (por Ángela Ortiz Andrade)
Se miraba al espejo muy satisfecho, aunque ya estaba muy cerca de los 40, el aspecto de Rafael era impecable. Afortunadamente, se parecía a su madre y heredó de ella un bonito cuerpo y un pelo que muchos de sus coetáneos envidiaban; pero también era verdad que cada día cuidaba al máximo su dieta, su físico y su look; más de una vez lo habían confundido con un modelo famoso que últimamente triunfaba como actor e incluso le pedían algún que otro autógrafo.
Hacía poco que vivía en una gran ciudad, se había trasladado desde otra comunidad autónoma muy alejada de donde ahora iba a residir. Durante varias semanas se había dedicado a indagar cuáles eran los lugares más elitistas de la comarca; se inscribió en dos clubs, uno de tenis y otro de golf con la intención de integrarse en los círculos exclusivos de la urbe.
Terminó de anudarse el jersey que llevaba sobre los hombros y se colocó los mechones que le caían sobre la frente, estaba muy atractivo como de costumbre. Cogió la bolsa de palos de golf y se dispuso a salir, abajo en la calle lo esperaba su flamante coche, lo arrancó y entonces se acordó. -“Me cago en…”
Volvió corriendo sobre sus pasos al piso de donde había salido, -“¡Abuelooo, que se me ha olvidado darte las pastillas!, venga, te las acerco que me tengo que ir.” El abuelo miraba la televisión como si no se hubiera enterado de nada, un alzheimer incipiente lo dejaba ausente de vez en cuando. –“Vengo en un rato”, le dijo al anciano y este le hizo un gesto con su huesuda mano a modo de despedida sin apartar la mirada de la pantalla.
Mientras bajaba por las escaleras de aquel bloque que carecía de ascensor, veía por los vanos de cada planta su precioso vehículo. Resultaba chocante, fuera de lugar, un coche como aquél en medio de una barriada obrera donde las fachadas se ornamentaban con grafitis que decían “Jeray te quiero”, “Chúpamela” o cosas por el estilo y ropa mojada que lagrimeaba suplicando un soplo de aire limpio en los tendederos improvisados de las ventanas, “no puedo aparcarlo aquí, un día de estos me lo destrozan o me lo rallan”.
Desde que la yaya falleció, mes tras mes, su marido comenzó a comportarse de manera extraña. Sus nietas lo acompañaron al médico y le fue detectado un principio de alzheimer; entonces Rafa vio aquello como agua de Mayo, el cielo abierto, una oportunidad perfecta; cuidaría de él a cambio del dinero que sus hermanas pensaban pagar en una residencia, además, podría disponer de un lugar donde cobijarse. En el coche, camino de su partido de golf en el otro mundo, iba pensando en lo bien que se portaba la suerte con él –“quizá sea porque ella también me ve con buenos ojos”.
Al llegar al club había una persona que recogía los datos de los socios que entraban, entre otras gestiones; no era la señorita que lo atendió el día que fue a inscribirse. El recepcionista le dio la bienvenida y le preguntó el motivo de su visita, si era socio, etc. Él le respondió que se había afiliado la semana anterior e iba para jugar un partido concertado días antes, el que lo atendía le preguntó sonriendo amablemente por su nombre y número de socio y Rafa sin pensárselo dos veces respondió: “Roberto García- 569”, el otro buscó y sacó la ficha que coincidía con los datos que le acababa de dar, lo dejó pasar deseándole que tuviera un buen día.
Ángela Ortiz Andrade

































Antonio Lobatón | Sábado, 20 de Julio de 2019 a las 22:59:36 horas
Sabía que era un simple lapsus. No precisaba excusa alguna; sin embargo me has vuelto a levantar una sonrisa con tu ingeniosa respuesta.
Saludos, Antonio.
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