El corazón en la sien (por Ángela Ortiz Andrade)
Este texto lo escribí para participar en un concurso. Al final no pude participar con él porque tenía que constar de cien palabras como máximo, así que lo comparto con vosotros. Ojalá os guste, espero vuestros comentarios.
Mauro estaba sentado en la cocina de su piso nuevo. Mientras bebía el café que se había preparado, miraba a su alrededor con satisfacción: “Qué suerte que me llamaran de esa empresa tan importante después de tanto tiempo buscando un trabajo, no me importa haber tenido que venir a vivir hasta aquí, es una buena zona”. Mientras soplaba el café, se examinó desde los zapatos hasta donde le alcanzaba la vista, un poco más abajo del cuello; estaba muy sugestivo con su traje gris de lana fría y los zapatos de piel comodísimos e impecables. Se terminó el café y se dispuso para ir al nuevo trabajo. Tuvo que bajar a oscuras porque la luz de las escaleras no funcionaba y como era bastante aprensivo, no quiso coger el ascensor. Dicen que la noche es más oscura justo antes del amanecer, pero él escogió ese momento para salir porque quería llegar el primero y de este modo se garantizaría evitar cualquier atasco; no se veía nada en absoluto, ya que en la calle tampoco alumbraban las farolas, había un apagón general. El edificio tenía un portal acristalado muy amplio con bastantes metros desde la puerta transparente del edificio hasta los escalones de salida a la calle. Al cruzar por esa zona, Mauro resbaló y cayó al suelo; maldiciendo cogió su móvil para alumbrarse y vio que tenía las manos y la ropa manchadas de rojo; cuando dirigió la luz a su alrededor vio un cadáver tendido en un gran charco de sangre sobre el que había resbalado. El corazón se le instaló en la sien, le entraron náuseas y se quedó petrificado. De su cabeza empezaron a bullir ideas: “El primer día de un trabajo que realmente me gusta y me pasa esto, vaya marrón el que me ha caído. Vale, vamos a pensar: es de noche aún, no hay nadie, la oscuridad me protege; tengo que borrar mis huellas. Me arrepiento de aquella pelea en la discoteca donde me arrestaron el año pasado y me ficharon; la verdad es que no era para tanto, esos dos gilipollas borrachos me aguaron el cumpleaños, qué mala suerte, ¡joder!”. Subió a su casa disparado, con cuidado de no tocar nada. Cogió un cubo con agua y echó en él todos los productos de limpieza que encontró. Bajó y limpió meticulosamente todos los rastros de su caída, luego subió de nuevo y pensó que cuando llegara la policía, se produciría un registro, así que se quitó su flamante traje y los zapatos. Los metió en una bolsa de basura junto con los estropajos y trapos de la limpieza y se duchó de nuevo insistiendo en las uñas, a las que cepilló profusamente. Volvió a bajar con la bolsa metida dentro de su suéter, como si fuera una embarazada. Ahora iba en vaqueros porque el único traje que se había puesto en su vida debía ser destruido inmediatamente. Agarró el pomo del portal alargando la manga del jersey, cubriendo con ella su mano y salió de allí de puntillas como una bailarina hacia su coche. Salió disparado, muchas manzanas más allá, se paró junto a un contenedor de basuras que encontró en una zona de la periferia, allí echó el bulto incriminatorio y sobre él vació un bote de alcohol que había cogido del botiquín del cuarto de baño, le prendió fuego y se fue al trabajo donde llegó in extremis, aún iba con el miedo en el cuerpo. Su jefe, después de darle un repaso de abajo a arriba y viceversa, comenzó a cuestionarse si había sido buena idea contratarlo.
Cuando terminó en la oficina y subió al coche, decidió que no quería regresar a su casa. “La policía estará allí seguro y a mí se me va a notar que oculto algo, se me va a notar, tartamudeo y me pongo rojo cuando miento, además, no sé mantener la mirada. Van a echarme a mí la culpa en cuanto me den las buenas tardes”. Se dirigió a unos grandes almacenes donde compró ropa nueva porque su indumentaria de ese día en el trabajo fue un atrevimiento inadmisible. Optó por hospedarse en un hotel, donde reservó una habitación hasta el sábado. Con los días, las cosas empezaron a ser más positivas. Cuando llegó el sábado, tras desayunar en el buffet, facturó su salida. Esos cinco días, con hotel, trajes y comidas, le salieron por bastante más que el sueldo del mes entero de trabajo.
Llegó de nuevo a su edificio y vio que allí no había rastro de nada. En el ascensor coincidió con dos vecinos, después de presentarse como nuevo inquilino, ninguno refirió el asunto que a él lo atormentaba, algo que le pareció extraño. Entró en el apartamento y respiró hondo, ahora comenzaba a tranquilizarse de verdad. Se desplomó sobre su sillón favorito, se quitó los zapatos y puso la tele. Estaban echando las noticias de la tarde, entonces vio algo que lo llenó de pánico, se quedó lívido y el mando de la tele se le cayó al suelo. Allí en primer plano aparecieron las imágenes tomadas por una cámara de visión nocturna donde un hombre limpiaba una mancha de sangre junto a un cadáver en un portal. Era él, sin duda. El corazón volvió a instalarse en la sien, hinchándole la vena que la cruza. Buscó el mando a distancia para subir el volumen y oír lo que decían pensando: “ya está, esto es el final”. Entonces prestó atención, el locutor dijo: “Y aquí tenemos las imágenes sobre un estudio sociológico llevado a cabo por los estudiantes de la Universidad Complutense que pretendían analizar la reacción de los ciudadanos ante un supuesto caso de accidente en personas de edad avanzada”.
Mauro parpadeó y comenzó a reír a carcajadas nerviosamente. La imagen de su cara aparecía pixelada y nadie lo reconocería. Todo había quedado como una broma macabra que le había salido bastante cara.
Ángela Ortiz Andrade

































Ángela | Sábado, 20 de Julio de 2019 a las 16:26:00 horas
Sr. Lobatón, muchísimas gracias por sus palabras.
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