Quantcast
Redacción
Sábado, 02 de Febrero de 2019

"Calle Padre Capote"

"Historias populares de la villa de Rota", por Prudente Arjona

[Img #107045]En esta sección se ofrecerán fragmentos del libro escrito por el roteño Prudente Arjona, titulado "Historias populares de la villa de Rota", que como su propio nombre indica, refleja buena parte de la historia local.  Aunque el libro está a la venta en papelerías del municipio, el afán del autor nunca fue lucrarse con ello, por eso, permite a Rotaaldia.com compartir algunos de sus capítulos para que el gran público tenga conocimientos de una parte pasada de la villa

 

 

Os dejamos el capítulo.

 

La calle Padre Capote fue conocida siempre por callejón de Pandero, y siendo alcalde el doctor don Antonio Maña Zafra se le dió el nombre que hoy ostenta con motivo de la celebración de las Bodas de Plata sacerdotales del primer director de las Escuelas Salesianas de Nuestra Señora del Rosario, don José Capote Amarillo, al que se había concedido la Cruz de Alfonso X el Sabio, por su labor docente al frente del centro escolar.

 

Recordando cosas antiguas de nuestro pueblo, y como continuación de este breve estudio callejero, queremos contar una serie de sucesos recogidos por don Ignacio Liaño en su librito Viejas Calles Roteñas, del que nos estamos sirviendo para documentar en parte este trabajo de investigación y recopilación de historias de carácter popular, labor que realizamos gracias también a otras plumas importantes de nuestra localidad, como es el caso de nuestro actual cronista local, don José A. Martínez Ramos, don Francisco Ponce Cordones, o don Antonio García de Quirós, entre otros, a los que todos los roteños tenemos que agradecer infinitamente los esfuerzos realizados en sus investigaciones, siempre intentando  la búsqueda de nuevos datos que afiance las verdaderas raíces donde se sustentan la historia real de nuestra bendita tierra roteña.

 

En realidad, en el tiempo a que nos referimos, más de una calle, era media, porque sólo estaba edificada la parte de los números pares, dado que en la otra no había edificaciones de ninguna clase, y al mismo tiempo, más que una calle era callejón, como se le conocía hasta hace muy poco tiempo.

 

La urbanización de esta calle, que se encontraba lindando con el extrarradio noroeste de la población, era completamente nula e inexistente, careciendo de la pavimentación más elemental, ya que cuando llovía un poco aquello se convertía en un barrizal por donde no se podía pasar, y al mismo tiempo el acerado no se conocía, y si a todo ello añadimos que no existía ni una sola farola de gas, ya se podrá suponer quien era el guapo que en noches sin luna se atrevía a pasar por allí. Por lo tanto, el viejo callejón de Pandero podía considerarse como un trocito de pueblo olvidado de toda clase de asistencia y cuidados municipales.

 

En el año 1914 una comparsa de las varias que salían en nuestros carnavales, y que sacó el carpintero José Luis Rivera Acosta, cantaba esta coplilla:

 

Los señores concejales del Ilustre Ayuntamiento

no se ocupan de los males que traen su comportamiento

abandonan sin cuidar calles, plazas y lugares

dejando a la pobre gente que vivan como animales.

Un ejemplo muy concreto de cuanto ahora decimos

es la calle de Pandero. Que lo digan los vecinos;

que para entrar en sus casas, contratan a Marcelino.

 

Hemos de aclarar que este Marcelino era un marinero del muelle que se encargaba de desembarcar con su lanchón a los cosarios que venían de Cádiz en el barco de la hora.

 

No obstante, un amplio edificio de esta calle fue adquirido en 1903 por la sociedad Eléctrica Roteña, que se constituyó para dotar a Rota de alumbrado eléctrico, y allí se establecieron, no solamente el local social de dicha entidad, sino también las oficinas, y lo que era más importante, el motor con la dinamo pertinente que suministraba fluido eléctrico a nuestro pueblo, desde las 7 de la tarde hasta las 11 de la  noche en invierno, y desde las ocho y media a la una de la madrugada en verano. Añadir que el motor en cuestión pertenecía a un viejo barco, por lo cual, cuando se averiaba, llamaban al maquinista naval y posterior Patrón Mayor de la Cofradía de Pescadores de El Puerto de Santa María, el roteño, don Manuel Montes, Andica.

 

La aparición de esta nueva industria contribuyó a que se agravase en gran parte el problema urbanístico de la pavimentación de la calle, pues el continuo trasiego de carros con material para la Fábrica de la Luz, como desde entonces se le llamó, y el ir y venir de los vecinos que tenían que solicitar y firmar los correspondientes contratos para el suministro de energía eléctrica llegaron a hacer  la calle verdaderamente intransitable.

 

A todo ello se unía un par de chabolas de lata y madera vieja establecidas al final de la calle, donde vivía y trabajaba Manolo Flores, el Negro, viejo achacoso y muy buena persona, que con sus hijos y su modestísima fragua se dedicaba a hacer clavos y alcayatas gitanas, y que posteriormente y años después sería sustituido en dicho trabajo por el mago del cante flamenco, Agujeta el Viejo.

 

Por consiguiente, era tal el estado de la calle que en unas elecciones municipales celebrada en los años veinte o veintiuno, en que se presentaba para alcaldes don Manuel Ruiz-Mateos Brunengo y don Perfecto Ruiz-Lacanal e Ignesón, se encontró en la urna a la hora del escrutinio una candidatura que decía:

 

Ni Manolo, ni Perfecto / tendrán un voto certero.

Nosotros sólo votamos / al que arregle el callejón de Pandero.

 

Posteriormente se supo que el autor de esta singular candidatura había sido el joven Ricardo Almisas Vidal, conocido por Ico, que era administrativo de la Eléctrica Roteña.

 

Más adelante, y sin intervención municipal, se arregló un buen trozo de la pavimentación gracias al coronel de Carabineros retirado, don José Cebrián Iniesta, que tenía su domicilio en la calle San Rafael, pero que por la parte posterior tenía los jardines y patios interiores de su finca, además de una pequeña bodeguita con entrada para vehículos de tracción animal por la calle Pandero, junto a lo que es hoy Centro de Caza y Pesca, propiedad de sus herederos.

 

Hoy la antigua calle Pandero no es ni sombra del viejo callejón; sus nuevos edificios, la moderna pavimentación, el buen alumbrado y el tráfico de vehículos le dan una vitalidad completamente distinta, aunque bien es cierto que todavía existen algunas casas que son testigos permanentes de su pasado.

 

Con todo, el caso más excepcional, original, extraordinario e insólito de esta calle fue, tal vez, la instalación en ella de una escuela para aprender a andar, en la que el aula era la propia calle, donde se enseñaba a andar, no a minusválidos o personas que tuviesen algún defecto traumatológico, sino a jóvenes fuertes y robustos que, como se decía entonces, tenían andares muy bastos. Las clases de tan original centro de enseñanza se daban al aire libre cuando hacía buen tiempo, y si era en época lluviosa se utilizaba también la inmediata plazoleta de Barba, formada por la intersección de esta calle con la de San Rafael, que disponía de mejor pavimentación y en donde Manuel, el Herrador tenía su negocio.

 

El que dirigía estas curiosísimas clases de su invención e iniciativa era el agricultor Manuel Cordero García, más conocido por Manuel, el Marchoso, que tenía su domicilio en la calle Pedro de la O, número 1, el cual ejercía en esta labor docente dos veces por semana, solamente por las noches de luna pues, como hemos indicado, por entonces no había alumbrado eléctrico y el de gas era bastante escaso. Añadimos aquí, que a partir de la puesta en marcha de la empresa encargada del suministro eléctrico este callejón de Pandero fue rebautizado como Callejón de las Luces.

 

Siguiendo con las originales clases para aprender a andar, se impartían a los adolescentes y jóvenes camperitos al precio de una perra gorda, o sea, diez céntimos de peseta. En su transcurso el señor Manuel Cordero, ya mayor, de buen tipo y lento hablar, les enseñaba sus normas para andar con buenas hechuras, elegancia y postín, indicándoles cómo debían arquear los brazos, marchar derechos y altivos, llevando con cierta gracia el sombrero, que entonces se conocía con el nombre de mascota y cuyo uso era general en la gente del campo. Esta originalísima modalidad de enseñanza callejera duró varios años, hasta que el Marchoso cayó enfermo y desaparecieron por completo las clases sin que nadie le sustituyera.

 

Toda esa zona del extrarradio de la población pertenecía al pago de Pandero, constituyendo la ya mencionada Bodega Ravina un importante centro comercial y agrícola, pasando posteriormente a ser casa de vecinos y, últimamente y hasta su demolición, talleres, como la carpintería propiedad del industrial roteño y extraordinario profesional Félix Linares, Pedrusco, y asimismo el famoso Bodegón del Trompero, donde se fundó la primera peña carnavalesca familiar de su mismo nombre, que desapareció a los pocos años de vida. Algunos de estos negocios permanecieron activos hasta que esta finca fue convertida en un anacrónico edificio moderno.

 

Además de la Fábrica de la Luz, hubo en esta calle un importante taller de cerrajería, herrería y reparación de maquinaria agrícola, que estaba a cargo de un gran profesional, de cuya nobleza y humanidad tuvimos la suerte de disfrutar hasta hace pocos años en que nos dió su último adiós, como fue don Antonio Domínguez, Paulita, hombre afable y profesional, siempre dispuesto a ayudar a cualquiera que lo necesitara. Persona muy querida entre sus antiguos clientes del gremio de la agricultura y ganadería, pues a su profesionalidad había que sumarle su honradez y seriedad, y el hecho de que hiciese siempre honor a su palabra, rasgo que, por desgracia, se ha ido extinguiendo poco a poco.

 

Entre la Fábrica de la Luz y el taller de Paulita se encontraba la carpintería de Pepe Arjona, extraordinario carpintero ebanista, que a lo largo del tiempo montó un establecimiento para la venta de muebles, electrodomésticos, etc., cuyo negocio, engrandecido por sus hijos, dispone hoy de unas magníficas instalaciones a la entrada de nuestra población bajo el nombre de Muebles Arjona.

 

La palabra Pandero me evoca otros recuerdos, como por ejemplo aquella revista literaria del mismo nombre que con tanto sacrificio sacaban adelante algunos jóvenes literatos en los años 1976, 77 y 78, como, por ejemplo, Jesús Gallego, Leopoldo Almisas, José Luis Sánchez Romero, Joselu, Emilio Sanchez, Pelote, Julio de la Herranz, y una chica llamada Ángela, de la que lamentablemente no recordamos los apellidos. Por cierto que había entre ellos algunos que se han hecho luego escritores importantes, como es el caso del jerezano Francisco Bejarano y, cómo no, nuestro segundo Premio Nacional de Literatura, Felipe Benítez Reyes. El primero fue don Ángel García López, ambos orgullo local de las letras roteñas.

 

Por otra parte, la palabra Pandero me trae la remembranza también de aquellas cometas fabricadas por mi padre con varillas de caña, papel de los corrucos de Cositas Buenas, y engrudo hecho con agua, harina y clara de huevo, a las que llamábamos cometas, pandorgas o panderos, artilugios que volaban maravillosamente sujetos a una línea liada en un rollo de hilo carta comprado en Casa Eusebio, y que se contrapesaba con una cola formada con jirones de trapos viejos multicolores…

 

Ya en ocasiones hemos mencionado a la familia de Antonio Maximino Antón, que vivía en la calle Higuereta, en lo que hoy es Bar Sandra, cuya familia se dedicaba a hacer panderos para vendérselos a los veraneantes, así como cañas para pescar, collares de conchitas, barquitos de corcho, etc.

 

Aún conservamos entre nuestros recuerdos de esta calle Padre Capote, Callejón de las Luces o Callejón de Pandero, un par de anécdotas de las que fui protagonista junto con mi amigo Manolo Domínguez, Chiquitata, hijo de sus inmortales padres, Emilio, el de los Grifos, y su esposa, Mercedes, la de los Grifos, la reina del Carnaval Local, y que fueron sucesos corrientes que ocurrían a diario entre los niños de aquella época, a las que se les llamaba diabluras.

 

Resulta que hace cerca de sesenta años, siendo ambos chavalines de unos diez años, andábamos mi amigo Manolo Chiquitata y yo buscando latas y ollas viejas por los hoyos que habían dejado abiertos al sacar las raíces de los eucaliptos llamados de Girnarde, existentes en Pandero, hoy calle Inmaculada Concepción, para construir el grupo escolar San José de Calasanz, que nosotros íbamos acopiando selectivamente de entre la mucha basura acumulada, con el objeto de arrastrarlas aquella misma noche, víspera de San Juan, por las calles de Rota unidas con alambre, y saltar las hogueras una vez quemados los Juanillos, como era diversión usual de esa noche entre los niños del pueblo.

 

Lo cierto es que era temprano, y nos adelantamos antes de que abriera la carpintería de mi primo Pepe Arjona que, como dije anteriormente, disponía de su taller en la calle Padre Capote, donde ambos éramos aprendices, y se dio el caso de que en ese preciso momento un gorrión se posó en unos cables situados en varios postes sobre la finca donde el viejo Belica tenía su explotación lechera, sita frente al citado colegio San José de Calasanz y negocio de muebles y electrodomésticos LAYMAR.

 

El Chiquitata, que era una personaje diestro, al igual que el resto de sus hermanos Emilín, Enrique y Pepe, en el uso del tirao´ o tirachinas, y que ejercitaban su puntería tirándole a las gaviotas y ratas desde la muralla del derribo, se sacó de bolsillo un chino peluo y disparó aquel improvisado proyectil errando el tiro. Tras el disparo fallido continuamos con nuestra recogida de latones de pimiento molido, jarras viejas y cacharros metálicos, cuando de repente apareció el vaquero Belica con un rastrillo en la mano de forma amenazante, encarándose con nosotros y acusándonos de haberle roto el techo de su vaqueriza, gritando ¡¡¡Sinvergüenzas, me habéis partío una uralita!!!

 

Imaginaros la que se lió en ese momento, pues Belica, hombre muy temperamental, se dirigió al Chiquitata, que era al que tenía más cerca, y éste, al que no le dio tiempo a incorporarse, echó a correr a cuatro patas como un perdigón por delante del vaquero y por encima de la basura y los boquetes de las raíces de los eucaliptos, hasta que enfiló el Callejón de las Luces a más de mil por hora perseguido por Belica totalmente encorajinado y dispuesto a darle el susto con el rastrillo..

 

Ante los gritos de Belica y los de Manolillo, que no paraba de decir: ¡Ay, omaita de mi arma!, apareció como por arte de magia su primo Sardiguera, hijo de Josefa la Panaera, y ayudante de uno de los camiones de los Hermanos Márquez, que se encontraba en ese momento descargando tablones de maderas en un almacén de José María de los Santos, junto al taller de herrería de Paulita, precisamente cuñado del Chiquitata, el cual, al percatarse de la situación y de la cara desesperada de su primo Chiquitata, que venía perseguido por un señor con una herramienta en la mano con gestos amenazantes, dio un salto del camión y corrió hacia él con los brazos abiertos increpando a Belica: ¡¡¡Qué está pasando aquí!!!...

 

Inmediatamente el viejo Belica, cambió su agresiva manera ante la actitud beligerante de Sardiguera, y vociferó, justificándose, que le habíamos partío una chapa de la estancia.

 

Viendo el vaquero que el Chiquitata se encontraba a salvo, se volvió hacia mí, que corría tras el perseguido y perseguidor, y tomándome por un brazo y levantando con el otro el rastrillo, me exigió que le delatara el nombre del rompedor de uralitas para denunciarlo, y yo, con la voz apagada y la lengua como un zapato, le respondí temblando y medio muerto de miedo: Manolo el de los Grifos, al tiempo que una caudalosa meada calaba mis recién estrenados pantalones y resbalaba cálidamente piernas abajo, depositándose finalmente sobre mis sandalias de goma roja, mientras que el vaquero se retiraba victorioso por haber conseguido su trofeo: el nombre del vándalo-disparador-de-chinos-peluos-con-tiradores-de-goma-rompe-chapas-de-uralita, que entregaría en el cuartillo (cuartelillo) para denunciarlo ante don Diego, el comandante de los municipales.

 

El Chiquitata, por su parte, con la cara más blanca que la leche, era atendido por las vecinas en el patio descubierto de la casa de la carpintería, que le ofrecían tazas de tila caliente, pero dado el estado de nervios y excitación de Manolillo, la infusión no le hacía efecto alguno, ya que no paraba de mirar hacia la casa-puerta,  tiritando de miedo de que apareciera de nuevo Belica con el rastrillo en la mano.

 

Yo, por mi parte, contemplaba avergonzado la escena desde una esquina del patio, sintiéndome culpable de haber delatado y traicionado a mi compañero, al tiempo que temía que se pusiera enfermo después de haber padecido semejante trauma.

 

No obstante, la penitencia me vino después, cuando hube de dar explicaciones a mi madre del estado de mis pantalones, unos pantalones nuevos que ella me había terminado las noches anteriores sacado de unos viejos de papá.

 

Ni a Manolo, el Chiquitata, ni a mí nos quedaron ganas ni fuerzas de arrastrar ese año por las calles de Rota los latones mojosos en aquella víspera de San Juan, que no olvidaríamos jamás. No obstante, puedo decir totalmente convencido que, aunque en aquella ocasión no hicimos ruido con nuestra ristra de chatarras, esa víspera de San Juan, fue para nosotros la más soná de todas.

Al bueno de Belica hemos de agradecerle, a pesar de los años transcurridos, su generosidad, ya que no reclamó a nuestros padres  semejante estropicio, quedándose con su uralita partía y no denunciando a los municipales nuestra travesura, pues tal vez entendió que tras la experiencia adquirida en el incidente, ya no partiríamos más uralitas ajenas. 

 

Respecto a la otra aventura, resulta que Manolo, el Chiquitata, y yo  estábamos trabajando de aprendices en la carpintería de mi primo Pepe Arjona, como ya adelanté, donde, como aprendices, además de calentar la cola de conejo, que por cierto apestaba pa´ tos sus castas, barrer las virutas de la carpintería, hacer taruguillos para la unión de los marcos, arranchar los retales de las maderas sobrantes, comprar la merienda para los oficiales (aceitunas con pan), etc., éramos también los encargados de llevar a las obras las puertas, bastidores, ventanales, etc., pues en aquellos tiempos el transporte se realizaba a través de borricos o carros, y aunque existían camiones, no se utilizaban nada más que cuando era necesario; lo demás se transportaba a mano, que era mucho más barato, sobre todo si se disponía de peones y aprendices.

 

Antes tengo que contar que mi amigo Chiquitata y yo compartíamos, junto con otros compañeros, el colegio de don Eduardo Lobillo, y nuestras andanzas por la tarde en el Picobarro, la Piedra de los Calaores, los barrancos y, como no, el taller de carpintería, puesto que en aquellos tiempos no había eso de clases de inglés, kárate, cibernética, y tantas otras cosas que hoy mantienen agobiados a los chavales, y durante nuestra niñez y adolescencia era todo más simple, puesto que los niños jugaban, se relacionaban, hacían pandillas, creaban sus propios juguetes y no perdían el tiempo en los recreos con maquinitas come-cocos en un rincón del patio, ni con la televisión, ni con consolas y juegos de ordenador. La merienda se limitaba a un sano hoyo de pan con aceite y azúcar y, ¡andando, que es gerundio!, y por supuesto nada de la pastelería industrial de hoy, con más grasa que el eje del carro de José, el de la Camarona.

 

Siguiendo con la historia que nos ocupa, explico que cuando finalizaba la feria de primavera, que se celebraba en el espacio que hoy ocupan los colegios Pedro Antonio de Alarcón y Luis Ponce de León y llegaba hasta la estación de autobuses, que entonces era del ferrocarril, el Ayuntamiento daba por finalizada la feria con una traca que instalaba sobre los postes de alumbrado que se hallaban colgados flanqueando la calle principal de la feria. Dicha traca estaba compuesta por petardos independientes e interconectados con una rudimentaria mecha, que no siempre explotaban por lo elemental del sistema de encendido; por ello, nosotros andábamos aliquindoy para, una vez que se comenzaba a desmontar la feria, remover la chamusquina y recuperar aquellos petardos gratis, cuyas espoletas no habían detonado.

 

Así que en aquella ocasión, tanto el Chiquitata como yo, con los bolsillos llenos de petardos, estábamos nerviosos tratando de encontrar la manera de explosionarlos, y aquella tarde nos dieron la oportunidad en el taller de carpintería al mandarnos acarrear sendos bastidores a una obra de la empresa Reales y Lucero, así que cogimos callejón abajo, y antes de llegar a la plazoleta de la herrería nos encontramos en un pequeño rincón que hacía dicha calle, con un rejá de ladrillos gafa de una obra que estaban realizando en ese lugar, y se nos ocurrió dejar los marcos a un lado y meter en los agujeros de los ladrillos unos pocos petardos, pero como éstos carecían de mecha, tras los petardos colocamos papeles de estraza a los que seguidamente le prendimos fuego.

 

Esperábamos impacientes la inevitable explosión, pero ésta no se producía, pues al parecer el fuego se había apagado, por lo que Manolillo decidió soplar para que se reactivara las llamas, pero en realidad el fuego no se había apagado, y cuando el Chiquitata acercó la cara para soplar, la carga explosiva se hizo notar con una intensidad atronadora.

 

Como se pueden los lectores imaginar, como resultado del tremendo traquío a bocajarro sobre la cara del Chiquitata, ésta se encontraba totalmente chamuscá de pólvora y más negra que un tizón, y aparte de esto, como se quedó ennortao´ y grogui por la explosión, no sabía que le había pasado, ni qué hacer, tal que parecía un zombi totalmente atronao´, con la mirada perdida, los brazos colgando y la cara desencajada, cosa que llegó a preocuparme porque pensaba que podría haberse quedado sonao´pa´ los restos….

 

En esto miré a la plazoleta y vi como una multitud de personas escandalizadas que habían salido de sus casas y negocios a la plazoleta hacían los más diversos comentarios, tales como que habíamos explotado una botella de carburo, que podría haber sido un latón de gasolina, un proyectil, una bomba de mano, etc. Lo cierto es que el municipal Gilao, que se encontraba en los alrededores, salió despavorido, y como todo el mundo apuntaba hacia nosotros, hube de darle varios zamarreones al Chiquitata para que comenzara a correr hacia arriba, pues la gente, con el municipal al frente, se estaba acercando para saber los motivos de aquella tremenda explosión.

 

Eso fue un número, ya que los dos, asidos a los bastidores de las puertas, subimos calle arriba hacia Pandero a toa leche hasta perder de vista al gentío. Pero había entre estas personas una que nos reconoció, ya que estaba casualmente en el bar El Golpe, de Antonio Fénix,  cuando identificó al cuerpo del delito y a sus causantes, y que se quitó de enmedio, temiendo que alguien dijera que uno de los terroristas era su hijo.

 

Manolillo corría porque yo lo empujaba gritándole constantemente: ¡Corre Manolo, cojones, que nos van a trincá! ¡Corre por tus muertos!, hasta que ya no pudímos más y nos paramos un momento a descansar. Manolillo, por su parte, me seguía como un autómata, sin poder hablar, hasta que poco a poco le desapareció el zumbido de los oídos y se fue dando cuenta de la situación. Dimos un gran rodeo por Buenavista, y luego bajamos por la calle Progreso, entrando por una finca que trascalaba, y que se llamaba Casa Angelita; de allí salimos a Argüelles y seguimos por Ramón de Carranza hasta Isaac Peral, pero para colmo de males nos dimos de frente con mi padre, que salía del bar de Antonio, el Leñero, que luego fue conocido por anca´Chaleco, que nada más vernos nos increpó, diciéndonos: ¿Qué es lo que habéis hecho? ¿De dónde habéis sacado la botella de carburo, ¡Eh!? Yo creí morirme. ¡Lo que nos faltaba: ¡Mi padre lo sabía todo y yo me sentía en pecado mortal!, porque mi padre era de los de antes, o sea, de los que había que temer. Mi padre prosiguió, con cara de mala leche: ¡Esta noche hablaremos… ahora a seguir con vuestro trabajo…!

 

El Chiquitata sólo acertaba a decir: No es listo ni na´ tu padre,  seguro que lo ha adivinao´ por la cara que llevamos…

 

Aquella noche, en el silencio del Molino, la bofetada que me dio mi padre tras el largo y minucioso interrogatorio al que me sometió hizo más estruendo que el petardazo del Callejón de las Luces. Y fue que yo, además de luces, vi estrellas de todos los colores…

 

Adelantar, que los petardos dieron para más,  ya os contaré oportunamente un par de atentados petarderos...

 

 

 

 

Comentarios Comentar esta noticia
Comentar esta noticia

Normas de participación

Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.

Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.

La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad

Normas de Participación

Política de privacidad

Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.6

Todavía no hay comentarios

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.