1955 (IV) (por Ángela Ortiz Andrade)
Desde que llegó a la casa, Clara no pasó desapercibida y despertaba en sus vecinos sensaciones muy diversas. Para las más jóvenes, era una mujer culta, moderna y atractiva, les provocaba admiración; para las más viejas, era el misma estampa de una fresca irresponsable y casquivana. Lo peor de todo era que tenía una hija y nadie sabía nada acerca de su padre, ¿sería viuda?, ¿habría tenido la malísima suerte de que su marido la hubiera abandonado con esa criaturita?, ¿quién cuidaba de ellas?. Su reputación estaba en entredicho, sobre todo cuando la veían en pantalones y lo más grave, no iba a misa, ¡¡ qué barbaridad !!
La verdad es que Clara nació en Madrid y tuvo la suerte de poder estudiar Filosofía y Letras en su Universidad. Fue todo un orgullo para su padre, hasta que comenzó a formar parte de una compañía de teatro itinerante que se dedicaba a llevar la cultura por toda España. Descubrió una nueva dimensión que la enriqueció y la hizo crecer como persona. Pero la compañía comenzó a tener problemas con la censura y cada vez era más difícil representar sus obras de teatro, cuando estalló la Guerra Civil, Clara y dos compañeros escaparon a Nueva York, allí tenían constancia de que existía el Teatro Campoamor, donde se hacían representaciones en castellano. Clara trabajó, se enamoró, parió a su hija y vivió allí durante más de quince años, pero llegó un día en que se cansó. Se cansó de su pareja, de su trabajo, del ruido, de las prisas… Comenzó a añorar un hogar tranquilo, en donde se podían masticar los instantes despacio para poder saborearlos; sintió la necesidad de cambiar el gris por el azul. Y sin pensarlo dos veces, se despidió de su compañero y de la gran urbe, decidió que vendría a vivir a un pueblecito en el que hacía mucho tiempo, durante unos días de teatro y playa, fue muy feliz.
Cada tarde después del café, Clara y Rosa se reunían para estudiar. Resultó que la alumna de Clara era una mujer muy aplicada y en poco tiempo leía y escribía con soltura. Por las noches, devoraba todos los libros que le pasaba Elisa, también se interesó por las revistas que su amiga recibía por correo desde el extranjero y no dejaba de ojear, pero estaban en inglés, así que poco a poco fue aprendiendo también algunas palabras en ese idioma. Rosa era una mujer feliz, llena de ilusiones y perspectivas, nada que ver con la vieja del delantal y el roete. Ahora se confeccionaba la ropa que veía en las revistas y se ocupaba de su aspecto. A consecuencia de este éxito revolucionario, un día apareció en la puerta de la sala donde Clara impartía sus clases una vecina que tímidamente preguntó si ella podría también aprender como Rosa. Luego vino otra, luego otras dos… El grupo se vio obligado a cambiar a un lugar más amplio, así que terminaron todas en donde el pozo y los lebrillos. Ni que decir tiene que las más viejas miraban aquello como obra del diablo y procuraban alejarse susurrando palabras que solamente ellas podían escuchar.
Los maridos de las alumnas se tomaron de forma muy dispar la nueva faceta de sus esposas: algunos lo vieron como algo divertido que no iba a prosperar porque no las creían capaces de aprender nada que no fuera las tareas relacionadas con la casa y la familia, otros prohibieron fulminantemente a sus mujeres que perdieran el tiempo con algo que, según ellos, no las iba a llevar a ninguna parte.
No sabían que cada una de ellas estaba dispuesta a cambiar sus vidas por encima de todos y de todo. Habría que empezar por buscar la complicidad de los hijos, cosa que al principio fue harto difícil.
Ángela Ortiz Andrade

































Rebelderota | Martes, 16 de Octubre de 2018 a las 19:53:46 horas
Por lo visto Clara no era muy republicana porque huyo a primeros dela guerra civil siendo Madrid de los rojelios. Los dela desmemoria histerica se van a cabrear
Accede para votar (0) (0) Accede para responder