1955 (por Ángela Ortiz Andrade)
Aquella tarde de sábado a Martín le había llenado su madre el barreño de cinc para que se lavara de cuerpo entero, cabeza incluida; se negaba a que lo lavara ella, porque ya iba teniendo esa edad en la que los cambios físicos comenzaban a hacerse evidentes, aunque a decir verdad, que le lavara el pelo le encantaba. Pero no, ya había decidido que de su higiene se iba a encargar por sí mismo. Normalmente era el domingo por la mañana el indicado para esos menesteres, sin embargo esta tarde había que acicalarse porque salía la procesión. Salió del retrete y cruzó el pasillo hacia el dormitorio principal donde tenía preparada la ropa de los domingos. Una vez vestido, se miró en el espejo raído que había sobre la cómoda y se peinó con el mismo peine que usaba su padre, también usó su colonia, las vigas del techo no parecían rectas cuando las miraba desde ahí; retiró la cortina que tapaba la puerta del cuarto y salió al patio de la casa de vecinos gritándole a su madre que iba a buscar a Tomás, que vivía al otro lado de la misma casa, en unas cuantas habitaciones repartidas por el otro extremo de la misma.
Lo mejor que tenían las “casas que trascalan” era que podías estar en dos calles diferentes en un minuto, entrabas por un lado y te encontrabas uno o varios pasillos irregulares a techo descubierto, con numerosas habitaciones repartidas por diferentes zonas que hacían las veces de salas y dormitorios, normalmente las puertas estaban abiertas y se les proporcionaba intimidad con cortinas que se desplazaban con la mano para pasar; a cada familia le correspondía unas cuantas en donde se desarrollaba la vida cotidiana. Siempre, siempre había plantas que adornaban y refrescaban todo el recorrido que llevaba al lado opuesto, en otra calle.
Cuando Martín llegó al otro extremo del pasillo Tomás estaba apoyado en el dintel del portón abierto que daba paso a la calle, muy concurrida porque ya era la hora y para una vez que había algo extraordinario en el pueblo, nadie se lo quería perder. Todo el mundo llevaba ropa de domingo y las mujeres se cubrían el pelo con una mantilla de encaje negro.
Los dos salieron a paso ligero y uno le enseñó al otro unas monedas:
-¿Y eso?
-He estado ayudando a descargar los sacos de harina de la panadería y me han pagado por ello, mañana repito. Vamos a tomarnos algo por ahí, yo invito.
Se sentaron en el bar de la plaza y pidieron dos cervezas que a Martín le supo a rayos y unos boquerones en vinagre, eso sí, con muchos picos.
-Quillo, ¿te dijo tu madre algo anoche?
-¿Qué si me dijo algo? Cuando me vio llegar cogió la zapatilla y me estuvo dando con ella hasta que me encerré en el retrete, que es el único sitio que tiene pestillo. No salí hasta la madrugada, cuando ya no la escuché más. ¡Qué fuerza tiene esa mujer, por Dios!
-¿Nos tomamos otra?, está muy fresquita.
-Pídetela tú, yo me voy a tomar una Revoltosa.
Concentrados en sus bebidas quedaron en silencio, empezaba a anochecer, los pájaros hacían un ruido ensordecedor en los árboles de la plaza, pero allí sentados, ambos disfrutaban de una paz efímera que ninguno de ellos deseaba que acabase.
Ángela Ortiz Andrade

































El okupa de cuelgamuros | Lunes, 17 de Septiembre de 2018 a las 19:49:07 horas
Gracias doña Angela, reitero mis elogios sinceros y la felicito por poseer algo que otros ni tienen, ni nunca tendran, sentido del humor. Disculpeme si la satira sonó a descortesia, nada más lejos de mi intención, lo que siento por ud es admiración. Y esa admiración ha crecido al ver que además de sentido del humor tiene ud humildad y saber estar. Gracias señora.
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