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Sábado, 21 de Abril de 2018

Balsa Cirrito

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TERMINATOR AL PODER

 

 

 

 


Hace algún tiempo, en estas mismas páginas, un lector me llamó en toda mi cara digital neoludita. Tal y como lo oyen. Neoludita... ¡Habrase visto desvergüenza! Ludita tenía yo una vaga idea de lo que era, pero con el prefijo neo no estaba muy seguro de por dónde andábamos, así que, mientras buscaba cuál era el significado, iba acordándome de algunos ancestros ajenos. Al final no fue cosa tan grave. Los luditas - a estos sí los conocía - eran unos flipados en Inglaterra que, a principios del siglo XIX, rompían los telares mecánicos y otras máquinas porque pensaban que destruían el empleo. Los neoluditas, según descubrí, son contemporáneos nuestros, del siglo XXI, y se oponen a los avances tecnológicos por entender que tienen un impacto negativo sobre las personas y sobre el medio ambiente. Pues yo voy más lejos. Tengo propensión a creer que, además de eso, la tecnología tiene cierta capacidad para gilipollificar a la gente o para hacer que nos creamos más gilipollas de lo que realmente somos, que ya es bastante.


Hace dos navidades mis hijos me regalaron un reloj con pulsómetro, contador de calorías, controlador del ritmo cardiaco y algunas cosas más que no he logrado aún descubrir. Traté de entender el manejo del reloj leyendo el manual, pero, digámoslo sin ambages, un mojón pa mi. Creo que soy capaz de descifrar textos de difícil comprensión, incluso en materias alejadas de las que habitualmente frecuento, pero el manual estaba escrito en una jerga mal traducida de algo que probablemente ya fuera incomprensible en su idioma original. En un par de ocasiones he acudido a la cadena de productos deportivos donde mis hijos adquirieron el aparato para que me explicaran el funcionamiento del dispositivo, cada vez por un dependiente distinto de la sección correspondiente. Y ni yo ni prácticamente ellos logramos entender el aparato. De resultas, me he quedado sin saber cuántas calorías gasto cuando salgo con la bici.
    

Cuento todo esto porque es un síntoma de un grave problema: estamos absolutamente indefensos ante la tecnología. Es la auténtica dictadora de nuestro tiempo. Y como la inmensa mayoría somos incapaces de seguir el vertiginoso ritmo de las novedades, pensamos que no somos muy espabilados. Además, con el increíble añadido de que, a menudo, los aparatos electrónicos carecen de manual de funcionamiento, por lo que se supone que debemos conocer su manejo por ósmosis o por fecundación aérea. El poder de la tecnología es absoluto, y nuestra dependencia casi ridícula. Nos ordena, nos dirige, nos controla. Y, de camino, infantiliza la sociedad, ya que, habitualmente, a mayor edad, menos pericia tecnológica, de suerte que los únicos que parecen molestarse en seguir el rebufo técnico son los muy jóvenes, quienes, a su vez, también terminan cansándose relativamente pronto de ser esclavos de la última app, de suerte que el mundo parece dirigido por y para niños de quince años.
    

Hace un par de semanas vi una serie de TV, que, aunque era de Netflix, me pareció bastante buena. Se trataba de Unabomber, y contaba la historia del famoso terrorista que en los años 90 atentó con paquetes bomba contra compañías aéreas y departamentos universitarios en EEUU. Interesado por el tema, busqué en internet el largo manifiesto que en su tiempo Unabomber enviara a los periódicos, y que era un ataque radical a la tecnología moderna. Para mi sorpresa, el texto no resultaba ser una serie de delirios de chalado, sino un análisis bastante agudo de muchos de los males de nuestra era; bien entendido que Ted Kaczynsky (o sea, el tipo a quien llamaban Unabomber) estaba zumbado, y se fue a vivir a una cabaña apartada en el bosque, decisión bastante radical, desde luego, pero, si atendemos al texto, las razones que daba para ello, vive Dios, eran sorprendentemente sólidas.
    

Al final de la serie hay una escena que creo que simboliza bastante bien la gilipollificación a la que nos hemos acostumbrado. Son las cinco de la mañana. El policía que ha atrapado a Unabomber vuelve a su casa en su coche. Las carreteras están vacías. No circula nadie. El policía se detiene ante un semáforo en rojo. Mira hacia un lado y mira hacia otro. La visibilidad es excelente, y no se observan luces ni a izquierda ni a derecha. El madero sabe que no vienen coches, pero se queda parado porque se lo ordena el semáforo. Da igual la lógica. Es la máquina quien manda.
    

Alguna vez he mencionado que para evitar la corrupción y los fallos humanos, deberíamos ser gobernados por robots o por computadoras. ¡Inocente de mí! Terminator ya nos domina. Desde hace tiempo.

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  • Pues ssi

    Pues ssi | Viernes, 27 de Abril de 2018 a las 16:17:55 horas

    La corrupción llega hasta al carnaval así que...
    En la edad de piedra había más humanidad...

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  • Justino

    Justino "Tomasito" | Sábado, 21 de Abril de 2018 a las 14:19:46 horas

    No estoy muy de acuerdo con su artículo por varias razones.Por poner algunos simples ejemplos,la diabetes clase I,la más agresiva y peligrosa,gracias a estas nuevas tecnologías pronto será superada en beneficio de cientos de millones de personas en todo el mundo.Y qué decir de las actuales técnicas quirurgicas apoyadas en tecnologías modernas y que tantas vidas están salvando...el tráfico rodado ahorra también muchas vidas porque los vehículos en la actualidad son otra historia...a veces no nos damos cuenta de los grandes beneficios que la tecnología produce en la vida cotidiana de las personas...ya sabemos que nada es perfecto pero particularmente me quedo a vivir en el siglo XXI que en el XVIII,aunque respeto a quien le gustaría trasladarse incluso hasta la edad de piedra...

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