Gabriel Oliva Navas
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NIÑOS SIN POSTILLAS
Antes, libres de consolas y móviles, los niños jugaban de verdad. Desprendidos de la esclavitud tecnológica a la que los adultos de ahora rendimos pleitesía, y que con negligencia asumida forzamos la alineación de todos nuestros hijos frente a pantallas multicolores sin alma.
Cualquiera que supere la treintena de edad, recordará con cierta melancolía, cómo no hacía falta enviar un whatsapp para quedar con tus amigos; en realidad no hacía falta quedar. Bajabas a la calle y allí te los encontrabas a todos.
Aprendimos los juegos populares y tradicionales de la época a través de la mejor herencia posible, que no es otra que la que se recibe a través de la observación y el mimetismo respetuoso del que te superaba en edad. Juegos en los que desarrollábamos numerosas habilidades psicomotrices y sociales, donde potenciábamos, de forma inconsciente, las diferentes inteligencias que se intentan calzar, hoy en día, artificialmente en los colegios progres con cierta inquietud por modificar sustancialmente el sistema tradicional educativo.
Estos juegos populares poseían unas características comunes donde la inteligencia física-cinestésica, la inteligencia espacial, la inteligencia inter e intrapersonal se ponían de manifiesto interrelacionándose entre ellas en plena armonía sin ninguna imposición externa y estructurada impuesta por la batuta del adulto. En el momento en el que se iniciaba el juego -el que fuera- comenzaban a desarrollarse habilidades como la velocidad, la fuerza, la coordinación, el equilibrio o las propioceptivas y táctiles; otras de visión espacial y percepción del entorno. Incluso del tipo emocional, capaces de mejorar nuestra empatía con el compañero de batalla o de hacer un acto de autoinstrospección optimizando nuestra capacidad de autodisciplina, comprensión y amor propio.
Se llamaban Guardi Guardi, Policías y Ladrones, Paso Caña, La Botella, Un Dos Tres Pollito Inglés, Salto de la Bomba, Pilla Pilla, El Escondite e infinitas versiones de los mismos. Y el escenario: La Calle.
Desafortunadamente, nuestros hijos no catarán esas experiencias que forjaron nuestra infancia -y en realidad nuestra personalidad- a fuego. Lo harán en el colegio en apenas dos horas semanales -y si el profesor de turno aún mantiene su vocación- o a través de las numerosas actividades extraescolares que colapsan la agenda de nuestros hijos. Hoy tienen, entre otras muchas, clases de psicomotricidad, actividad física dirigida contra la obesidad infantil, actividades predeportivas estructuradas hasta el más mínimo detalle según edad y características del grupo. Y además -si hace frío o llueve- otras tecnológicas como las plataformas de realidad virtual.
Todas ellas, bien dirigidas por profesionales cualificados -eso se le presupone al menos- blindando su seguridad e integridad física por encima de todo -ni el más mínimo rasguño, no vaya a ser que tengamos pitote con el padre ávido de sacar a relucir su paternalismo superprotector- y bajo la mirada inquisitoria de los mismos, que más bien parecen secretarios al servicio de sus hijos, ajustando sus agendas sin que se le escapen puntada.
Los niños que practican alguna actividad deportiva hoy en día, quizás corran mejor, naden mejor, salten mejor, jueguen al fútbol mejor, estén más seguros: pero no tienen postillas. Hubo una generación, que para bien o para mal, aprendimos todo esto en la calle. Donde las heridas eran como condecoraciones bélicas y se lucían orgullosas, donde se aprendía de forma autodidacta por ensayo y error, a veces jugándote el tipo. Donde te caías y aplicabas saliva como antiséptico en la herida y seguías sin rechistar. Donde esperabas al día siguiente para que se formara costra y arrancártela de cuajo con gusto. Donde sabías que detrás de cada postilla había tardes y tardes de juegos, aventuras, miedos, risas y llantos, alegrías y decepciones: había VIDA.
Hoy, como decía, el escenario es bastante diferente. Según un estudio de hace casi una década (por lo que el panorama actual se presume aún peor) realizado por Skip -si yo fuera un alto directivo de una empresa de detergentes también me preocuparía mucho si los niños juegan o no en la calle-, afirma que el 49% de los niños españoles de entre 5 y 12 años (más de 2 millones de niños españoles) pasa menos de una hora al día al aire libre. De este 49%, un 11% juega menos de media hora diaria fuera de casa y un 5% no lo hace nunca. Los motivos que se desprenden de este estudio para esta falta de juegos al aire libre son, en este orden: la escasez de tiempo de los padres, el clima y la preferencia de los propios niños por jugar dentro de sus casas, en menor medida. Argumentando este último motivo, encontramos otro estudio realizado por la Children´s World Report en 2015, donde los niños españoles creen que existen pocos espacios para el juego al aire libre cerca del lugar donde viven.
Como dato lapidario, nos encontramos con que el 84% de los encuestados afirma estar preocupados por el elevado impacto de la tecnología en el juego de sus hijos. Admiten que sus hijos se niegan a jugar si no hay algún tipo de tecnología de por medio, y el 81% afirma que los niños prefieren jugar a deportes virtuales en una pantalla que practicar deporte de verdad fuera de casa (Fuente: Europress). Al hilo de estos datos y en contraposición, la Academia Americana de Pediatría recomienda a los profesionales sanitarios que promuevan hábitos de vida saludable, como animar a que los niños jueguen fuera de casa, puesto que consideran que es saludable para su desarrollo motor, su visión, el aspecto cognitivo, los niveles de vitamina D, y la salud mental (Fuente: ABC). Y además previene de la obesidad infantil. Sí, de la obesidad, una pandemia -ya no tan silenciosa- que está afectando a la población mundial.
En definitiva, nuestros hijos ya no juegan en la calle, bien sea porque hay pocos espacios destinados a ello, por una ineficiente conciliación familiar, por el proteccionismo exacerbado de los padres, por el individualismo que generan las nuevas tecnologías o por la propia evolución del ser humano que nos hacen menos sociables cada vez. No podemos obviar este hecho y privarles a nuestros hijos de la posibilidad de desarrollar sus habilidades de una manera menos artificial y mecánica. Debemos, toda la comunidad educativa (padres, maestros, docentes en general, profesionales sanitarios…) intervenir con todos los recursos que estén a nuestro alcance para revertir esta situación. Debemos permitir que nuestros hijos crezcan en las calles. Debemos confiar en la otra educación, la que se genera fuera de los muros de la enseñanza clásica. Debemos dejar que se caigan, y debemos dejar que se levanten solos.
Para Francesco Tonucci (pensador, psicopedagogo y dibujante italiano defensor acérrimo de la infancia y de la “Ciudad de los niños”), jugar libremente significa salir de casa: jugar en la calle sin vigilancia del adulto, encontrarse con amigos, decidir un juego entre todos, dedicarle un tiempo libremente y vivirlo con ilusión o desilusión. Ambos sentimientos forman parte del juego.
Sólo así, tendremos niños verdaderamente sanos -quizás con postillas- pero felices.












José Antonio | Viernes, 30 de Septiembre de 2016 a las 19:48:33 horas
¡Un gran artículo! Mi más sincera enhorabuena. No sólamente estoy completamente de acuerdo con lo que en él se expresa, sino que en 'engloria' la calidad de su redacción, en estos tiempos tan faltos de estilo (e incluso de información acertada). ¡Bien, Gabriel!
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