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Sábado, 23 de Octubre de 2010

Balsa Cirrito


[Img #3810]

DE CÓMO DE UNA COSA SE LLEGA A OTRA

(artículo que no habla de Lorenzo)



       

En mi modesta opinión, el carnaval debería celebrarse en el mes de julio, y no en el de febrero. Si hay algo que envidiamos al carnaval de Río de Janeiro es su famoso desfile por el Sambódromo. Allí, centenares, tal vez miles de rotundas jóvenes brasileñas de carnes apretadas, se contonean casi en la más tierna desnudez desde lo alto de sus carrozas (por algo, la principal aportación de Brasil a la civilización no islámica ha sido el tanga). Aquí, sin embargo, celebramos el carnaval en febrero, y, por mucha vocación que le pongan las bailarinas españolas, las temperaturas – mientras no se confirme del todo el cambio climático – no van a permitir nunca alegrías del estilo carioca. Una pena. Por eso, pido que el carnaval pase al mes de julio. Aunque también podría pedir otra cosa. Podría pedir al mes de febrero que mejorara sus temperaturas en quince o veinte grados. Pero lo más probable es que el mes de febrero no me haga caso. Al menos hasta ahora, ningún mes ha escuchado mis plegarias, ni siquiera agosto, cuando rezo para que dure cincuenta y tantos días. O sea, y para aclararnos, se trata de algo que no está en nuestra mano modificar.

    A este hilo me acojo – bastante endeble – para llegar hasta donde quiero llegar. Aunque también éste debo tomarlo de lejos. Hace tres cuartos de siglo, la esperanza de vida en España era como de treinta y tantos años menos que en la actualidad. Sin embargo, la edad de jubilación se hallaba marcada, al igual que ahora, a los sesenta y cinco. De resultas – y no hay que ser un gran matemático para echar las cuentas - antiguamente el estado pagaba relativamente pocas pensiones. Ahora (y parece una estupidez señalarlo, pero hay que hacerlo), por fortuna, las cosas son muy diferentes. Vivimos mucho más, lo cual, salvo si eres forofo del Cádiz, es excelente; pero todo tiene su coste.

    Los sindicatos andan muy alterados ante los sucesivos anuncios de los gobiernos europeos cuando afirman que hay que avanzar la edad del retiro. En Francia, con el tradicional amor por las revueltas organizadas de nuestros vecinos, están montando un pollo que para qué les cuento. Y ese pollo – no lo duden – se irá extendiendo al resto de Europa.

    Pero se trata de una batalla perdida. Los números mandan. Las cuentas no salen. Ni pueden salir. Y, en todo caso, tampoco se entiende esa ansiedad por jubilarse joven, que no parece una conquista social se mire por donde se mire. Yo diría que muchos de nuestros mayores no quieren dejar de trabajar, sino trabajar menos, en horarios más reducidos.

    Lo que antaño se llamaba la crisis de los cuarenta, según los psicólogos, ha pasado a la historia, y ahora hablan de la crisis de los cincuenta (e, incluso, para muchos, esa fecha se está quedando corta). El poeta Espronceda, en El Diablo Mundo, a mediados del siglo XIX, se refería a la crisis de los treinta, que entonces se consideraba la fecha clave. Muy posiblemente, nuestros hijos trasladarán esa edad crítica a los sesenta años. Quiero decir que el mundo avanza, y los seres humanos con él, y que las perspectivas, como su nombre indica, dependen de la altura del monte desde el que contemplemos el panorama. Bonita frase.

    Al principio pedía que el mes de febrero fuera más caluroso, para que las cabalgatas de carnaval resultaran más sexys; pero, como sabemos se trata de un empeño imposible. Lo mismo ocurre con la jubilación. Nos podemos poner tan chulos como un policía de Marbella, pero el resultado será el mismo: nos jubilaremos con más años. Y, en realidad, deberíamos estar contentos.

    (Por cierto, ¿el rey también se jubila a los sesenta y cinco o su convenio colectivo es diferente?)

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