Antonio Franco
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SOMOS PRIMAVERA
La primavera se instaló en nuestra vidas hace ya algunas semanas. Llegó con sus alergias, sus cambios de humor (quiero decir de tiempos), su gama de colores variados, sus días alargados y sus placenteras noches. Los campos se han llenado de capullos abiertos, mostrando sus semblantes sin tapujos. No se puede decir lo mismo de las ciudades, donde los capullos (iba a escribir también capullas, pero no se si existe el femenino capullil), permanecen todo el año entre nosotros.
La roja amapola, en cuyo rostro la fragilidad y la debilidad se hace real, es flor de un día, de mírame y no me toques. Intenta hacerse un hueco entre gramíneas silvestres y cereales transgénicos. Es todo un ejemplo de lucha por la supervivencia entre tanto monocolor. Cada primavera pierde su particular batalla, pero vuelve a renacer, pese a su fragilidad, pese a su debilidad, para mostrar, orgullosa, su rojo resplandor. En la inspiración de los poetas le gana al trigo, eso sí.
Por doquier encontramos cardos borriqueros que desplazan con sus espinas al amarillento jaramago y a las presumidas margaritas. El campo en primavera es la sociedad hecha poesía. La sociedad, plagada de cardos borriqueros que, quizás soñaron con ser rosas rojas, y se dan cuenta de que no se sienten queridos. Pero no crean, a pesar de su aspecto espinoso, los cardos borriqueros saben lucir unas hermosas flores que, llegado el caso, pueden lucir en floreros de los más sofisticados comedores.
Las orquídeas presumen de colores. Se visten según la ocasión y destacan, sobre todo, las de pétalos violáceos. Defienden su territorio de las cintias que llegaron más tarde (quiero decir que sus flores son más tardías). Y si éstas, las cintias, muestran colores de tonos más claros, las orquídeas también lo hacen. No son flores de agarrarse a un color. Aspiran a convertirse en las dueñas de toda esta pradera que nos muestra la primavera recién estrenada.
Pero si hay una planta que destaque por su dureza y su adaptación a situaciones más adversas, esta es, sin duda, el jaramago. Con sus amarillentas flores espigadas, lo mismo crece en suelo pedregoso que en suelos arcillosos y arenas más porosas. Se adaptan a cualquier estado, por difícil que éste parezca. Ni las crisis, ni la escasez, ni la adversidad... acaban con su presencia. Destacan por encima de todos, y lo que es más importante, son mayoría. Pero van a lo suyo. No presumen de colores como las orquídeas y las cintias, ni de las pinceladas de color de las amapolas. Hasta los cardos borriqueros se rinden ante su constante adaptación y supervivencia.
No podemos olvidarnos de las flores espigadas de la lavanda. Por su color se pueden confundir con las de las orquídeas violáceas, pero, si las analizamos bien, son totalmente distinguibles. Las lavandas no sólo están ahí para figurar, sino para conseguir unos objetivos tangibles.
Y, cómo olvidarnos en nuestro entorno de las blancas florecillas de las retamas. A pesar de su aspecto, las retamas cumplen fielmente una misión en esta sociedad, quiero decir en la naturaleza. Nadie sobra en este equilibrio social, digo natural.
Podríamos continuar con otras especies, pero las mencionadas pueden describir perfectamente todo este paisaje en que estamos inmersos. Somos Primavera, hijos de la Primavera.
Salud.












adolcros | Sábado, 11 de Abril de 2015 a las 20:32:12 horas
Hoy, y sin que sirva de precedente, te felicito.
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