SUPERÁVIT DE JEFES, DÉFICIT DE INDIOS




Hace cosa de un año conocíamos un dato que causaba estupor: el número de políticos españoles cuadriplicaba el de Alemania. La información fue repetida en numerosos artículos, comentarios y tertulias. No estoy seguro de si se trataba de una cifra cierta; después de todo, en la era de internet la investigación de primera mano ha menguado mucho, y la filosofía del cortar y pegar suele traer consigo que una información llamativa se repita hasta el infinito sin que nadie se moleste en comprobar si es correcta o no. En todo caso, no vi que nadie la negara.

El dato exacto afirmaba que en nuestro país teníamos unos cuatrocientos mil (400.000) políticos viviendo a costa del erario público, mientras que en Alemania no llegaban a los cien mil (100.000). Atendiendo a la diferencia de población entre los dos países, si en España se siguieran las pautas germánicas, deberíamos tener en torno a los cincuenta mil políticos paniaguados. Los números son sencillos: nos sobran como trescientos cincuenta mil. Habida cuenta que los sueldos de los políticos españoles oscilan entre altos y muy altos, tendríamos que, siendo prudentes, el gasto de estos políticos que nos sobran equivaldría al de unos ochocientos o novecientos mil funcionarios. Ahí es nada.

Y digo esto, porque no tengo la sensación de que el panorama haya cambiado desde que conocíamos aquella desagradable información. Nuestro país es único a la hora de engullir basura y   metabolizarla como si fueran solomillos. Montamos un escándalo durante un corto periodo de tiempo, y luego todo sigue igual. Se realizan públicas denuncias de situaciones manifiestamente anómalas, y tras un lavado de cara, a menudo poco profundo, se sigue alegremente con la anomalía, agravándola si se puede. La filosofía del político español resulta muy parecida a la de los dirigentes africanos de la época postcolonial: aguantar lo que les echen durante el mayor tiempo posible; mientras tanto, se va uno haciendo con un bonito patrimonio.

En Rota, pongamos por ejemplo, tenemos un ayuntamiento con veintiún concejales. Como quiera que catorce son del equipo de gobierno (entre ellos dos alcaldes, que para eso también somos chulos), nos sale que tenemos catorce grandes jefes en el consistorio. ¿De verdad hacen falta tantos? ¿Catorce tipos (y tipas) para dirigir un cotarro que en realidad podíamos llamar cotarrín? ¿No son demasiados generales para el ejército? La prueba de lo que digo se encuentra en este periódico. Observen como en cualquier acto oficial, por insignificante o nimio que sea, siempre se ven como ocho o diez o doce concejales del equipo de gobierno para salir en la foto. Es evidente, que si tuvieran algún trabajo que hacer no dispondrían de tiempo para retratarse tan a menudo, pero como probablemente no tengan funciones suficientes para llenar su horario laboral, se ponen delante de las cámaras para que por lo menos parezca que hacen algo.

Y con esto no critico directamente a los concejales, que, al fin y al cabo, sólo son un engranaje más del sistema.  Entre los ediles hay alguno que es eficiente (digamos Paco Laynez y otro más, cuyo nombre no cito para dar morbo); una mayoría de concejales que no son ni chicha ni limoná; y un par de ellos que no sirve para gran cosa, lo cual podría ser una muestra bastante representativa de un ayuntamiento español. En todo caso, ellos, ciertamente, ni quitan ni ponen leyes. Sólo son unos mandados.

(Y como en Rota, en mil sitios.)

Lo que me preocupa, lo que me deja perplejo, lo que me descorazona es que si en una situación como la presente, cuya gravedad no hace falta subrayar, no logramos cambiar las cosas,  qué habrá que aguardar que ocurra para que actuemos en consecuencia. ¿Que nos invadan los extraterrestres? ¿No basta entonces con que nos invada la pobreza?