Creo que fue Juan Ramón Jiménez quien afirmó que el primero que comparó las lágrimas con las perlas era un genio y el último que lo repitió un imbécil. Del mismo modo, podríamos decir que los que participaron en la primera marcha del orgullo gay fueron unos valientes (Barcelona 1977; en aquella ocasión la policía cargó contra ellos y los orgullosos recibieron infinidad de palos; bastantes fueron detenidos), pero que los que salen este año son unos… Dejémoslo.
  

Me encantaría que me acusaran de homófobo por decir esto, porque la mayor parte de los homosexuales que conozco no soporta la fiesta del orgullo, pero no caerá esa breva. Desde luego, entre los heterosexuales no me he topado todavía a nadie que que le guste, salvo en los telediarios, que ahí coinciden todos, ya sean telediarios de derecha o de izquierda, si es que hay alguno de estos últimos.
    

Desde luego, reconozco que lo que estoy diciendo tiene un fallo muy gordo, y es que para no gustarle a nadie, la cabalgata del orgullo de Madrid es probablemente el espectáculo más visto en todo el año en la capital de España, pero de este tipo de contradicciones está lleno nuestro bonito país.
    

Hay algo que me sorprende mucho del mundo (y de la vida), y es la gran cantidad de situaciones en las que quienes quieren lograr un objetivo consiguen con su lucha precisamente todo lo contrario de lo que pretendían. Un ejemplo: seguramente lo que empuja con mayor fuerza a los votantes de VOX es el deseo de lograr la unidad de España. Sin embargo, no es preciso ser muy listo para darse cuenta de que precisamente un gobierno de VOX significaría la disolución de nuestro país y la independencia de dos o tres regiones. Del mismo modo, la marcha del orgullo tenía como objetivo normalizar a los gais y hacernos ver al colectivo como personas exactamente iguales al resto. Es evidente que logran lo contrario, puesto que nadie, ni siquiera los que salen en la marcha, se comporta en la realidad como aparecen en  ella.
    

Porque la imagen de los que desfilan en el orgullo es la de individuos marginales, carne de garitos, miembros de tribu con contraseña, exhibicionistas horteras, martirizadores del make up o acólitos de Manolita Chen. Personalmente me molesta - desde el punto de vista estético - esa sexualización pública tan absoluta a las seis de la tarde (o a cualquier hora). Igual parezco muy raro, pero soy de los que consideran que el sexo es una actividad fundamentalmente privada, y que el recato en estos asuntos es síntoma de educación. Por ello, ver a dos tipos - barbados o no - practicando el french kiss con delectación desde lo alto de una carroza me produce una notable incomodidad.
    

El orgullo gay, al menos en España, no reivindica nada (entre otras cosas, porque no se me ocurre qué más puede reclamar ese colectivo). Ahora mismo tiene más del Carnaval de Cádiz, pero sin gracia. O de la semana del día del padre/madre en El Corte Inglés. Y es que el orgullo gay se ha convertido en una excusa para anuncios de televisión, para que las plataformas de series y de cine promocionen películas, para dar un toque enrollado a cualquier negocio. O sea, no vale para nada.
    

Y una última. Ahora parece que las siglas son LGTBIQ+. Según entiendo, todo lo que viene después de la G es muy discutible. En España, por fortuna, prácticamente nadie discrimina a gais o lesbianas, y solo hay que vivir en el país para darse cuenta, pese a lo que algunos irredentos puedan proclamar. Ahora bien, la T de transexualidad y algunas letras posteriores, no sé por qué se presentan como etiquetas progresistas. El movimiento transexual es terriblemente reaccionario, inmovilista, machista y denostable. Así que no me vendan el paquete completo, que no lo compro.