Diario del año del coronavirus
Almudena: el día que quedé como un tonto
por Balsa Cirrito
La semana pasada se celebró un homenaje a la escritora Almudena Grandes que estoy por decir que ha sido el acto cultural más potente que jamás se haya celebrado en Rota. Si miramos la nómina de los que participaron, motivos tenemos para estar satisfechos: Luis García, Felipe, Miguel Ríos, Sabina, el Téllez, Pepa Bueno, Benjamín Prado, Maraña… una lista larga y extremadamente ilustre.
Me gustaría desde aquí -que se suele decir- felicitar a los organizadores del acto, sobre todo a Ángeles Aguilera y a Manuel Martín-Arroyo, porque ver la plaza de la Merced llena como si el Cádiz hubiera ganado la Champions (lo que, sin duda, ocurrirá cualquier día de estos) y estuviéramos celebrándolo, merece la pena.
Por supuesto, no voy a glosar aquí la figura de Almudena Grandes, que es algo que muchos hicieron precisamente en el acto al que me refiero, pero sí quiero contar una pequeña anécdota del día en que la conocí.
En realidad, quizás hubiera coincidido con ella un par de veces con anterioridad, pero mi recuerdo más antiguo es el de una entrevista que yo le realizara en el año, calculo, 94 o 95. Por aquel entonces yo trabajaba en la televisión local, donde era el locutor estrella (por la sencilla razón de que presentaba el 90% de los programas), y trataba de entrevistar a todas las figuras relevantes que pasaban por Rota. Le pregunté a su pareja, Luis García Montero, a quien conocía desde tiempo atrás, si me podía concertar un encuentro. “Sin problema”, dijo Luis.
Almudena me citó en la plaza Barroso, en su casa de verano, una vivienda llena de libros y con un número infinito de habitaciones de techos altísimos, perteneciente al también escritor Pepe Moreno, un marco ciertamente adecuado para rodar una interviú. Y allí nos plantamos Joselito, el cámara, y un servidor de ustedes. Nos recibió Luis: “Almudena os espera en el salón”. Al parecer, se había levantado de la siesta no hacía mucho, y se presentó con un traje ligero y algo descocado. Yo, por supuesto, quería quedar bien. No deseaba parecer un ignorante periodista de pueblo, sino un culto joven de provincias, por lo que me preparé la entrevista a conciencia, con preguntas enrevesadas y tan pedantes como solo yo soy capaz de hacerlas.
Almudena se sentó frente a mí. Joselito el cámara encuadró y realizó la prueba de sonido. Y nada más empezar la entrevista ocurrió aquello que tanto había de desconcertarme aquella tarde. Ya he dicho que la escritora llevaba un vestido muy ligero, creo que del color de la terracota, con un escote de caja abotonado. Para mi intranquilidad, los botones – con esa tendencia a la libertad que tienen todos los botones del mundo – decidieron desabotonarse y abrir el escote como un libro, de modo que Almudena me mostraba, sin que ella se diera cuenta, un frontal de una enorme perspectiva. Tanta perspectiva que se le veía bastante… un pezón. No sé si soy un tipo raro, pero tengo cierta tendencia a dejarme hipnotizar por los pezones. Hay gente que se trastorna con el alcohol o con los canutos. Yo me trastorno con los pezones. El caso es que mis preguntas a la escritora cada vez eran más estúpidas. Yo solo podía pensar en el escote y en el pezón vislumbrado, y mi intención de quedar como erudito literario se iba despeñando, de manera que yo parecía, más que un brillante entrevistador, el bibliotecario de Tele 5. Almudena de joven, dicho sea de paso, era una mujer de espléndida hermosura, como puede comprobar cualquier curioso en la película A contratiempo, donde interviene con un pequeño papel (aquí dejo el enlace de una escena https://www.youtube.com/watch?v=BvEbKxraGzU). La cuestión es que la propia Almudena, en cierto momento, debió darse cuenta de mi turbación, aunque no adivinara el motivo, y a partir de ahí le costó trabajo responderme sin reírse. Cabizbajo, liquidé la entrevista antes de lo previsto. Almudena se puso de pie y, con naturalidad, se abotonó el escote que ¡entonces! se dio cuenta de que llevaba tirando a libertino. Traté de recuperar mi prestigio personal. “He traído un libro tuyo, dije, ¿te importaría dedicármelo?”. “En absoluto”. Yo había metido el libro en el maletín de la cámara. Lo saqué. Era un libro negro, de Tusquets Editores. Se lo di y Almudena lo miró con cara de cachondeo. “Si quieres te lo dedico, pero este no lo he escrito yo, aunque tampoco me hubiera importado”. Sin darme cuenta, yo había cogido una biografía de Groucho Marx de la misma editorial y con la portada muy parecida. “¡Grmumpufu!”, o algo parecido creo que exclamé. Me fui con rapidez, casi sin decir adiós, y no me cabe duda de que quedé como un descerebrado, cosa a la que, aunque uno tenga costumbre, nunca se termina de hacer a la idea. A partir de entonces coincidí con Almudena Grandes muchas veces, y siempre fue muy simpática conmigo, aunque, en cada ocasión que me veía, esbozaba una sonrisa. Y siempre yo me preguntaba: ¿se acordará del día de la entrevista? ¿Se reirá de mí? ¿Creerá que soy un dicharachero carajote?
Confieso que nunca le di demasiados motivos para que pensara otra cosa.
En fin, Almudena Grandes reposa en el Parnaso. Que la paz de los siglos la acompañe.


































Anónimo | Sábado, 20 de Agosto de 2022 a las 12:08:28 horas
Justino "Tomasito" se ve el trauma de no conocer el humor del escritor pero sí sus obras, al hecho de "criticar" algo que parece "impropio". Trata de conocer algo de éste admirable escritor, así lo entenderás algo mejor. Maravillosa anécdota, "típico" de ti Balsa entre otras muchas. Chapó
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