Diario del año del coronavirus
Viejos bares roteños
por Balsa Cirrito
Yo no debía tener más de seis o siete años. Recuerdo el día. Un día soleado de primavera en el que fui con mi padre, Antonio Balsa, y con su socio, Salvador Sánchez, a un local enorme, la mayor parte a cielo descubierto, en la calle Álvaro Méndez. El suelo, según creo recordar, era de pedruscos unidos por algún tipo de argamasa. En el centro del patio había una enorme balanza, según supe después, para pesar productos agrícolas, al lado de una larguísima y delgada columna de hierro forjado. En fin, supongo que mi padre y Salvador estaban aquel día echándole un ojo a aquella finca, finca que después terminarían por alquilar, y donde acabarían iniciando un establecimiento mítico en los anales roteños: La Parra. Poco tiempo después, los dos socios alquilaron también el local contiguo, e inauguraron un enorme salón recreativo, con futbolines, billares, mesas de ping-pong y máquinas de flipper, amén de alguna excentricidad como un enorme scalextric. Entre los dos lugares pasé algunos años de mi infancia.
Mi padre y Salvador nunca se pusieron detrás de la barra de La Parra, pero adquirieron un considerable sentido gremial. De resultas, como una especie de cónsules de la hostelería, muchas noches iban en misión diplomática a visitar a otros bares roteños, “cortesía de colegas”, decían ellos. Lo bueno es que a menudo nos llevaban al hijo de Salvador, José María, y a mí, a acompañarlos en aquellas importantes gestiones embajadoras. Creo que de aquellos luminosos días – más bien noches – conservo un gran amor a los viejos bares roteños.
Probablemente, el recuerdo me traicione, y mezcle cosas de diferentes épocas, pero aquellos bares me parecían fantásticos. Por supuesto, en muchas cosas hemos mejorado. Aquellos locales, por ejemplo, olían a menudo a fritanga. Y limpiaban el suelo de una manera que aún ahora no termino de entender, esto es, esparciendo serrín por el piso y barriendo después. La humareda – del tabaco y la cocina – era a veces tan densa que José Mari y yo nos teníamos que salir a la puerta a tomar nuestra Coca-Cola o nuestra Fanta…
Pero eran sitios que tenían cosas estupendas. Por ejemplo, la mayoría de ellos disponía de una carta limitada de tapas, probablemente no más de tres o cuatro (a veces menos), y esa cortedad de la oferta permitía el alegre vagabundeo, ya que se acudía a cada bar según sus especialidades. Se iba a un sitio a probar los caracoles, de aroma penetrante, sumergidos en un caldo oscuro y espeso. Más allá presentaban el pollo frito, un pollo frito curruscante y rebozado churrigueresco, como las lágrimas de los cirios de un paso de Semana Santa, y que, por supuesto, hubiera batido en toda regla a todos los Kentucky Fried Chicken del mundo. Si caminábamos dos minutos, nos topábamos con otro bar donde bordaban la sangre encebollada y la sangre con tomate, platos que, por cierto, hace muchos años que no encuentro en lugar alguno. A dos pasos teníamos un establecimiento donde el menudo a la andaluza parecía preparado por los cocineros del cielo. Un poco más allá – creo que era en el bar Correo – los chocos fritos y los chanquetes adquirían caracteres mitológicos…
Me vienen a la cabeza algunos nombres. El Bar Salitas, el bar Correo, el bar Juanito, el Bartolo…; de otros, recuerdo el lugar, pero ya he olvidado el nombre.
Por supuesto, ya no queda ninguno. En algún caso, muy pocos, sigue siendo un bar, aunque con propietarios que nada tienen que ver con los originales. Desde luego, es lógico, han pasado muchos años, y aquellos bares, regentados por hombres que invariablemente vestían camisa blanca y llevaban una tiza tras la oreja, serían ahora inviables. Pero, qué quieren que les diga, a veces, cuando paseo por las calles del centro, los echo de menos. Igual es que voy para viejo.



































incredulo | Viernes, 07 de Enero de 2022 a las 14:13:02 horas
Este articulo me ha hecho recordar el Slalom que hacia en mi juventud con mi pandilla.
En aquel entoces todos los bares tenían dos barrilitos uno con vino fino y otro con vino corriente todos ellos de bodegas locales.
Empezábamos en la venta el matadero (Pepín) Pidiendo un bolito de corriente, continuábamos con la venta el Sardinero, bar el Leñero, bar Los Gallos, Bar el Catalán, Bar el Temprano, Bar Vilela, Bar central, Bar Salitas y allí se rompía la pandilla, mas menos borrachos descontando los que se habían quedado por el camino.
Buenos Recuerdos, quien los cogiera.
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