Ayer supimos que el príncipe Felipe de Edimburgo fallecía a sus 99 años. Esta triste, aunque en absoluto inesperada noticia, pilla a la familia real inglesa pasando, desde luego, la que no es su mejor época. Con el estreno de la tercera temporada de “The Crown”, y tras dos primeras entregas de una serie en la que se dibuja a la actual reina de Inglaterra como un personaje, digamos, “poco amigable”, la trama en la que aparece la venerada Lady Di ha dañado por completo la imagen de la corona anglosajona. Tanto es así, que la propia institución tuvo que pedir a Netflix que recalcara que no se trataba de un documental, sino de una serie de ficción con pinceladas de realidad.

Y es que si bien todas las familias reales se preocupan por la opinión pública (coincidiremos en que a algunas más que a otras parece importarles esto), la británica es especialmente estricta con los protocolos, la imagen de la corona, y las tradiciones. 

Como en todas las familias, siempre hay unos primos más estirados que otros, y en este caso, (cero unidades de sorpresa), a los ingleses les ha tocado ser los “saboríos”. Porque, efectivamente, la familia real española está, no una, sino doblemente emparentada con la familia real británica. Tanto por parte del rey emérito Don Juan Carlos, como por parte de la reina Doña Sofía, lo cual supone que algún pariente común también pudieran tener.

El entramado árbol genealógico de las familias reales europeas confluye en un punto: La reina Victoria y Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha. Este enlace no solo tiene de interesante el hecho de que los reyes europeos, además de consortes, sean primos lejanos, sino también en cómo se introdujo el gen de la hemofilia en todas las casas reales.

Esta enfermedad que portaba la reina Victoria, se cree que por mutación espontánea (es decir, ella no la heredó de nadie), se transmitió a su descendencia, y con ello, a la realeza prusiana, inglesa, rusa y española.

Quién sabe si por suerte o por desgracia, al ser esta una enfermedad que afectaba a gente tan importante, contó con mayor presupuesto para su investigación que cualquier otra enfermedad en la época.

La hemofilia se trata de una enfermedad en la que no funcionan los factores de coagulación y se producen hemorragias. Es una enfermedad ligada al sexo. Esto significa que los hombres están más predispuestos genéticamente a padecerla que las mujeres. Estas, generalmente, son únicamente portadoras de la enfermedad. Esto se debe a que los humanos tenemos en nuestro ADN dos cromosomas sexuales que determinarán nuestro sexo biológico. Si somos mujeres, tendremos dos cromosomas X y X, y si somos hombres, tendremos dos cromosomas X e Y. Esta enfermedad se debe a una mutación (un cambio o fallo en el ADN) del cromosoma X. Si bien las mujeres pueden solventar este “fallo” con su otro cromosoma X, los hombres, al solo disponer de uno, no pueden contrarrestar este error, y con ello, padecer la enfermedad. De este modo, las mujeres portadoras serían aquellas que tuvieran un cromosoma afectado y el otro sano, mientras que no existen los hombres portadores, solo sanos o enfermos. Este mecanismo de la herencia ocurre también en el daltonismo o en la distrofia muscular de Duchenne.

Un último dato curioso sobre la familia real rusa y la hemofilia. El hijo pequeño de los últimos zares, Alexei, padecía esta enfermedad. Sus padres, que tanto ansiaban un varón que sucediera a su padre (tras cuatro hijas) y sobre todo la zarina Aleksándra, que tenía predilección por el pequeño, confiaron la vida del chico a un extravagante y místico curandero, Rasputín. Sin saber aún hoy la ciencia cómo, el que hiciera de médico, mejoró los síntomas del pequeño, con lo que, se dice, sus padres veneraban y se dejaban aconsejar por el que tan sabio creían. Tanto fue el poder que llegó a tener, que prácticamente gobernó una Rusia, ya convulsa, en nombre del zar Nikolái, lo que desembocó en un enorme descontento del pueblo y en la revolución rusa. Aunque esa, es otra historia.