Debo reconocer que no soy muy proclive al tatuaje. Todo lo más aceptaría los aros olímpicos bajo la clavícula si es que has participado en unos juegos y has quedado dignamente entre los ocho mejores. Sería aceptable un tatoo de tu grupo sanguíneo si estás en zona de guerra.  Todo lo demás, para mi gusto, sobra.

En épocas pasadas uno no debía darle la mano a un pistolero zurdo ni jugar al póker con alguien apellidado como un Estado de la Unión ni confiar en mujeres con tatuajes.

Durante muchos años se consideró el tatuaje como algo asociado a lo penitenciario o a los marineros pendencieros y borrachuzos del bar “mete y saca” en Panamá.

Ciertamente los tiempos han cambiado y tatuarse se ha convertido en una tendencia. Se ha puesto de moda rabiosa.

Y tras la introducción, paso a contar:

Aquella mañana volví a entrar en mi casa porque llevaba cinturón y zapatos de color diferente. No podía pasar toda la mañana incómodo ni padecía acromatopsia daltónica.
Corbata con nudo Windsor con cucharilla y blazer azul con golpe de pañuelo. De manual del aristócrata.
Iba llegando a mi oficina y me crucé con un individuo en patinete. Rastas hasta la cadera. Llevaba los brazos tatuados hasta que no quedó ni el más mínimo hueco. Del cuello le nacían unos tentáculos de pulpo o alas de pájaro. Yo que sé.
Me imaginé que el resto del cuerpo sería un mosaico de tatuajes sin ton ni son. No le pedí verlos. Ni ganas.
Iba vestido monocolor. Del color más feo del mundo: Ala de mosca.
De quitarse los pantalones saldrían andando con alta probabilidad y la camiseta le seguiría dando saltos. También llevaba pendientes y argollas en la nariz. En fin, ya se hacen una idea.
Al cruzarnos nos miramos desafiantes. No sé si él, porque no le quité la mirada, pero yo toqué levemente con índice y anular, la parte del muslo derecho buscando la culata de mi revolver.
“Dios hizo a los hombres diferentes y Samuel Colt los hizo iguales”.

Iba subiendo la escalera con pensamientos negativos como el color del agua de la lavadora cuando esa ropa ala-mosca finalmente llegara al centrifugado o si alguien habría tirado de la argolla nasal. Cosas que no se deben pensar y que no son agradables.

Entonces recapacité. Aunque nos separan mundos, aunque Míster Tatuaje está en Sídney y yo en Cádiz, podríamos ser amigos. No se puede juzgar solo por las apariencias. A veces la cubierta no tiene nada que ver con el libro.

Podríamos ser amigos. Podría invitarlo a jugar al ajedrez. A lo mejor es un buen jugador.
Para hacerlo más entretenido nos podríamos apostar que si perdía yo me tatuaría (algo como los aros olímpicos, aunque sin participar en juegos) y si perdía él se haría un corte de pelo tipo Tom Cruise. Ya me estaba sonriendo. Con el paso de los años le contaría como anécdota que lo llamaba Míster Tatuajes y ala de mosca. Seguro que le parecía divertido.

Me pareció buena idea y me acerqué a la ventana casi decidido a llamarlo. Pero no lo ví. ¡Lástima!

Me quedé un rato pensativo pegado al ventanal y apareció a lo lejos con un ritmo cómico y circense, un rastafari, todo de tatuajes hasta el gaznate, pero no era él. Este llevaba un monociclo.

¡Nos vamos a extinguir y no va a ser por el cambio climático!