Anecdotario aspirínico (y 2)
(Continuación). Y tras la ironía aspirínica del escritor mexicano Carlos Monsiváis (1938-2010) de la semana pasada, le expongo hoy algunos nexos entre ese arte de la expresión escrita o hablada que es la literatura y este medicamento que, por su extraordinario poder salutífero, ha sido halagado con expresiones tan tajantes como: “la píldora universal”, “la droga milagrosa” e inclusive “una parte de nuestro patrimonio cultural”, que no se lo dicen a cualquiera y es por donde va la opinable deriva roteña de hoy.
Aspirina y literatura. Con anterioridad al reconocimiento orteguiano y la aceptación académica del término, Frank Kafka (1883-1924), a comienzos de los años veinte, se declaraba entusiasta defensor de su acción benéfica, aunque no se sabe -dicen las malas lenguas- si las ingería también para aliviar sus dolores existenciales. Por cierto, ya que hablamos del bohemio escritor austríaco que escribía en alemán, tengo una duda existencial, a ver si la comparten: Si la aspirina sirve para tantas dolencias, una vez ingerida, ¿cómo sabe ella qué parte del cuerpo es la que le duele a cada uno? Qué misterio tan insondable, espero su respuesta. Y con el autor de ‘La metamorfosis, 1912’, otro gran escritor que también en su correspondencia aludía a los favores del comprimido, afirmando que no podía prescindir de él y considerándolo una especie de panacea a la hora de aliviar los dolores, bajar la fiebre y reducir las inflamaciones. Me refiero al alemán Tomas Mann (1875-1955), que gracias a su novela ‘Los Buddenbrook, 1901’ recibió el Premio Nobel de Literatura en 1929. Desde entonces, se cuentan por centenares las citas literarias o periodísticas en las que la aspirina aparece utilizada, con toda normalidad literaria, como un sustantivo propio o común. Empezando por Camilo José Cela (1916-2002), escritor español ganador del Premio Nobel de Literatura en 1989 quien, en su novela ‘La colmena, 1951’, escribe: “Martín ha tenido que hacer un esfuerzo tremendo, le duele un poco la cabeza, pero no se atreve a pedir una aspirina”. O la salmantina Carmen Martín Gaite (1925-2000), que en su obra ‘El balneario, 1955’ nos relata: “[...] una de esas bandejitas que sirven para dejar los pendientes, los automáticos desprendidos y alguna aspirina”.
Aspirina y más literatura. Y como no, Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), quien en su conocida obra ‘Los gozos y las sombras, 1957-1962’, escribe: “De prisa, don Baldomero, Aldán está febril”. “Pues tendrá que aguantarse o tomar una aspirina, que otro remedio no hay”. Por su parte, en la novela ‘Rayuela, 1963’ el argentino Julio Cortázar (1914-1984), haciendo alusión a “lo que han inventado otros para calmar otras cosas”, pone en boca de La Maga: “Aquí todo le duele, hasta las aspirinas le duelen. De verdad, anoche le hice tomar una aspirina porque tenía dolor de muelas. La agarró y se puso a mirarla, le costaba muchísimo decidirse a tragarla (...)”. Y el peruano Mario Vargas Llosa (1936), en su relato novelado ‘La ciudad y los perros, 1963’ escribe: “Podría jurarle me estoy muriendo de dolor de estómago, quisiera una aspirina o algo, mi madre está gravísima, han matado a la vicuña, podría suplicarle...”. Sin dejar atrás al británico Graham Greene (1904-1991) y su insana fidelidad al suicidio, que en su autobiográfica ‘Una especie de vida, 1971’ nos la refiere como uno de los métodos que eligió para matarse sin éxito: “veinte aspirinas y un baño en la piscina del colegio que dirigía su padre…”. O el colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), Premio Nobel de Literatura en 1982 quien en ‘Crónica de una muerte anunciada, 1981’ nos describe: “La había despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquín del baño”.
Aspirina y más, y más, literatura. A comienzos de la última década del siglo pasado, el mejicano Carlos Fuentes (1928-2012) en ‘Apolo y las putas, 1991-92’ nos cuenta: “Sin duda me esforcé demasiado; la cabeza me dolía, sentí que necesitaba un baño, una aspirina y una cama…”. En Uruguay, Mario Benedetti (1920-2009), en ‘La borra del café, 1992’ relata: “Le dio una aspirina, y ella, resignada por fin a lo inevitable, se mejoró en veinticuatro horas”. Y el español Juan Marsé (1933-2020) narra en ‘El Embrujo de Shanghai, 1993’: “Besó la frente de su hija, cogió el bolso y antes de irse se tomó dos aspirinas y un vaso de gaseosa. –Desde que no bebo, me duele la cabeza –dijo-”. Bien, dejo aquí esta saga acerca de la Aspirina cuando a punto está que este año pandémico acabe, y porque cuando la inicié lo hice sin ánimo de ser exhaustivo, intención de ser excluyente ni propósito alguno de agotar el tema, aunque convencido estoy que usted, atento y avisado lector, puede aportar a esta ‘Opinión’ algún que otro infaltable artista sea escritor, cineasta o músico, eso sí, con un nexo aspirínico mínimamente reseñable. Por cierto, aprovechando el tirón mediático del fármaco, el reformista papa Francisco (1936) manifestaba a pocos meses de ser octogenario: “La oración no es una aspirina o un negocio…”. Sirva de despedida la aseveración entre religiosa, farmacéutica y mercantil del papa con estudios de técnico químico.
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FUENTE: Enroque de ciencia












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