¡Ay Manuel! (por Luis Cabaneiro Santomé)
Ya de niño derivaba su rumbo aconsejado por un padre descentrado que lo enderezaba a veces con la derecha a veces con la izquierda y que un día, cansado de no obtener resultados, adoptó la callada por respuesta, hasta que partió la mesa de un golpe endiablado que de no errar hubiera matado al zagal y, ante el riesgo a ir preso renunció al enderezamiento de Manuel y marchó a Cuba, no sin antes aleccionarlo con un sabio consejo: "circula hijo mío siempre por el arcén para no entorpecer el tráfico".
Se calmó su vida durante la juventud gracias al amor de una ardiente mujer que al descubrir el poder de arrastre de su exótica belleza cambió su querer por el de madame Lucille, empresaria de éxito en Marbella que no le prometió amor pero sí placer, dinero y colocar a Manuel de portero en la Sirenita Valiente, a lo que este se opuso en todo momento. Pronto hubo de buscar la autoestima perdida por el camino ante el riesgo a perder la vida por una desgracia y fue a encontrarla en un trabajo duro y mal pagado, pero, al menos con sustento y cobijo comenzaba su ego a progresar, hasta que en mala hora cerró la empresa y se fue al paro y el ego al carajo pues pasó allí tanto tiempo que nunca más volvió a cotizar como autónomo ni asalariado, solo como condenado a una pensión de manutención cuando descubrió su señora que triunfaba el maestro en la plaza de Benavente y que aparte de la suerte de la Verónica dominaba la suerte de la veinteañera.
Cuando su vida parecía darle paz porque, agotada de darle guerra, por fin se marchaba, vino un sabio doctor de América a inventar el remedio que lo trajo de vuelta al ruedo y a corroborar que los toreros como Manuel están hechos de otra pasta.
Luis Cabaneiro Santomé

































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