Diario del año del coronavirus
Teléfonos móviles, ofertas de ataúdes y las cosas de los pobres
Balsa Cirrito
El Coronavirus ha traído algunos cambios curiosos. O lo mismo atribuimos al Coronavirus cosas que no le competen (porque esa es otra, al virus le estamos achacando todos los males del mundo, los que le corresponden y los que no) (decir “es culpa del COVID” nos ahorra tener que pensar) (ahorro que siempre es de agradecer, porque pensar cansa mucho).
Por ejemplo, ahora saludamos dándonos un codazo (que tiene su gracia, ya que lo de dar codazos siempre fue cosa de la lucha libre, de los judocas japoneses y de la gente que quería avisar de algo disimuladamente). O la norma no escrita de evitar cualquier contacto físico: nadie se toca aunque una tarántula venenosa este subiendo a la espalda de nuestro interlocutor (o interlocutora). Pero hay un cambio que me resulta especialmente curioso; yo lo atribuyo al virus, aunque lo mismo no es por él.
En los últimos meses he visto como han desaparecido de las consultas de médicos y dentistas todo tipo de revistas. Me imagino que para evitar contagios, pero así, sin quererlo, están haciendo un grave daño a la cultura nacional. Porque, ¿cuándo si no iba uno a tener oportunidad de leer el Hola, el Semana o la Revista del Colegio de Odontólogos aparte de en la espera de la consulta? (por fortuna, toco madera tres veces, no he tenido que acudir durante este tiempo a ningún tanatorio, pero recuerdo que la última vez que fui al de El Puerto de Santa María descubrí un ejemplar de la Revista Funeraria, órgano informativo del sector de las pompas fúnebres) (había en la revista unas ofertas de ataúdes que daban ganas no de morirse, pero sí de liquidar a alguien y regalarle el féretro) (el Hola y el Semana, pasen, la Revista Funeraria tal vez sea excesiva para una sala de espera).
Aunque puede ser que hayan quitado las revistas porque casi nadie las lee, ya que todo el mundo se aferra a su móvil. Anteayer fui al dentista. Primero me echaron desinfectante en las manos, cosa de un cuarto de litro. Luego me dieron unos patucos para que me los pusiera sobre el calzado, precaución bastante lógica, no fuéramos a hacer un choca esos cinco con los pies. Al final me tomaron la temperatura con un termómetro que más bien parecía un disparador láser. Por supuesto, he decidido ir más a menudo, porque el dentista se está convirtiendo en una de las cosas más divertidas que uno puede hacer. Pero a lo que voy, tuve que esperar un rato que me atendieran, con otros tres o cuatro pacientes. Todos menos yo (básicamente porque había olvidado mi móvil) hundieron las cabezas en el teléfono y comenzaron ese chateo eterno que caracteriza a la sociedad contemporánea.
Recuerdo de mi infancia que entonces sí había revistas en las consultas. Pero casi nadie las leía. La gente se dedicaba a una actividad que ahora parece insólita: hablaban los unos con los otros. Quiero decir que gente que no se conocía se dirigía la palabra y empezaba a contar su vida. En aquellas situaciones preguntaba yo a mis padres: “¿son amigos vuestros?”; y mis padres respondían que no, que los acababan de conocer, y a mí me sorprendía, porque se habían hablado con una familiaridad tal que parecía que hubiesen crecido juntos.
Ahora nadie habla. Quienes por alguna remota circunstancia no llevan el móvil en las manos, permanecen sentados con expresión seria, con cara de pocos amigos que no invita precisamente a iniciar una conversación. De resultas, apenas charlamos con desconocidos.
Pero, ¿saben qué? No me parece mal. No voy a iniciar una de esas reflexiones tan habituales en contra del aislamiento de los móviles y a favor de la comunicación. Todo el rollo de tenemos que hablar más con los demás. En mi opinión hablar está sobrevalorado. Y la expresión de los sentimientos está bien en los poetas, no en alguien que acabas de conocer. Como decía hace años, un amigo mío, muy divertido, y que sin embargo no es rico, Hablar es cosa de pobres. El silencio es un bien escaso. Cuidémoslo.
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