Decíamos ayer que si escuchaban gruñidos por la calle que tuvieran cuidado, que bien podía ser un zombi. ¿De acuerdo? Pues se me acaba de ocurrir la trastada máxima, la parida ínclita, la chorrada top.

Una noche de estas me voy a jugar la multa (aunque es muy probable que la policía se acojone y al final no me la imponga). Tengo en mi casa un kit de maquillaje de hace dos o tres carnavales, así que voy a pedirle a mi mujer, que tiene mucho arte para estas cuestiones, que me cosmetice de forma que yo parezca un muerto viviente como los de The walking dead. Cogeré algunas ropas viejas y las deshilacharé después de darle unos cuantos tajos para que se vean los jirones. Y maqueado de zombi, saldré furtivamente a la calle. ¿La hora? Digamos la 1 de la madrugada. A esa hora en estos días hay mucha gente despierta, y bastantes personas salen al balcón a tomar el aire o a fumar un cigarrillo.

Me situaré en una de las avenidas de la ciudad y andaré vacilantemente, trastabillando, cojeando (excepto si la policía me persigue, porque entonces correré como un vivo-viviente). Gruñiré todo el tiempo. Y grabaré en el móvil algún efecto especial de sonido para que me acompañe durante mi paseo.

Imagínense – aunque solo sea por un instante – la cara de los honrados ciudadanos que se están fumando el cigarrillo en el balcón (si alguno de ellos en vez de cigarrillo se está fumando un porro no quiero ni pensarlo) y me ven a mí aparecer por la calle durante la madrugada gruñendo como alma de cerdo en pena. Por fortuna, estamos en España, porque si estuviéramos en EEUU o en algún otro país donde abunden las armas de fuego, tendría garantizado el disparo en la cabeza (como ustedes saben, los zombis solo se pueden eliminar acertándoles en el cerebro).

¿Les parece estúpido todo lo que les he contado? Supongo que sí. (De hecho, espero que sí). Pues, y ahí voy, serían actitudes inteligentes comparadas con los zombis auténticos, reales aunque no tangibles que pululan por... Realmente no sé por dónde pululan porque están fuera de la realidad.

No soy muy ducho en redes sociales. Solo aparezco en Facebook y por una casualidad que no viene a cuento. Desconozco, por tanto, cómo funcionan o qué hay en Twitter, Instagram o Tik Tok. Sin embargo, tengo hijos jóvenes. Mis hijos me enseñan estos días cierta fauna de influencers para quienes la horca quizás no fuera un castigo demasiado injusto (aunque tampoco me opongo al uso de la silla eléctrica).

El perfil medio de estos influencers viene a ser el siguiente: chica monilla, muy repeinada, hablando con un deje de pijerío impostado, y con una incultura digna de Tele 5. Normalmente, estos influencers hablan de ropa, complementos, maquillaje y, los más arriesgados, de nutrición.

Pero con la crisis del Gran Confinamiento del Coronavirus se me han venido arriba que da gloria. Resulta que estos influencers (algunos de los cuales tienen, para mi absoluto espanto, millones de seguidores) se dedican ahora a lanzar sus teorías científicas sobre todo lo que nos ocurre. La palabra estupidez quizás sea muy limitada para expresar lo que destilan estos gurús de la banalidad. Dicen chorradas inimaginables con expresión confiada, hablando además con la autoridad de aquellos a quienes un premio Nobel se les queda chico. Mis dos favoritas son la chica que dice que el agua no hidrata y la jovencita que asegura que nos podemos curar de cualquier mal usando el poder no utilizado de nuestra mente. Para enmarcarlas (en las páginas de busca y captura).

Mi duda es si esos millones de seguidores que tienen estos influencers los creen o los siguen solo por coña. Si es esto último, respiro. Si es lo primero, bueno... Entonces..., entonces entiendo muchas cosas.