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Prudente Arjona
Sábado, 14 de Marzo de 2020

La zorra astuta

[Img #131559]En esta sección publicamos capítulos del libro "Desde el Picobarro de Rota" (Relatos y cuentos), escrito por el roteño Prudente Arjona que gentilmente lo ha cedido para compartir con los lectores de Rotaaldia.com. El autor, quiere simplemente que se conozcan las historias y anécdotas que describe y en esta sección de Opinión semanalmente se irán publicando.

 

LA ZORRA ASTUTA (cuento)

No te arrimes a los animales mansos, cuando más confiado estés, te muerden”

           

En un paraje montañoso, había un anciano que vivía en una cabaña cercana a un lago. El viejo vivía solo con su perro, un pequeño rebaño de ovejas y algunos animales más.

 

El ganadero se había quedado viudo hacía cinco años y desde entonces convivía con sus animales, dedicándose a la fabricación de queso para lo cual utilizaba la leche de sus ovejas. Un par de veces al año bajaba al pueblo a vender sus productos y a comprar todo lo necesario para pasar el largo y crudo invierno que tenía que soportar en las montañas.

 

El viejo tenía una cabaña construida por su bisabuelo con robustos troncos de roble, pero que él le había ido acometiendo diversas ampliaciones y mejoras para hacerla más confortable de entre las que se encontraba un sótano bien ventilado en los bajos de la cabaña en donde curaba los quesos que fabricaba y que al mismo tiempo le servía para salar la carne para el invierno y de despensa para el resto de los alimentos. Con ello conseguía dos cosas, una que la temperatura estable del habitáculo le servía estupendamente para conservar sus alimentos, reservándolos del frio y del calor y por otra parte, que los olores de los alimentos salieran al exterior por un largo tubo construido con troncos hueco, que terminaban en el lago, de manera que los animales peligrosos como los osos, o los lobos, no detectaran los alimentos que almacenaba el pastor en su cabaña.   

 

Él pudo haberse venido al pueblo y alojarse en la casa de su hermano Javier, pero Amadeo -que así se llamaba el montañés- no quería separarse del lugar en donde había permanecido toda su vida. Así que, a pesar de la soledad y de los riesgos que suponía vivir en un lugar tan inhóspito y solitario, prefería la paz y la armonía espiritual, a la algarabía de la ciudad que le quedaba pequeña. 

 

Aquel invierno se estaba presentando muy frío, por lo que en las cumbres de las montañas comenzó a nevar, y consecuentemente, la hierba quedó tapada por la nieve en todo el valle. Los animales como las cabras salvajes o los ciervos hubieron de emigrar a otras zonas más templadas, mientras que los lobos, los zorros, y demás depredadores, al no contar con presas con las que alimentarse, siguieron la misma dirección. Algunos prefirieron quedarse por la zona y conformarse con cazar pequeños roedores, como conejos, liebres, topos, ratones  de campo, ardillas etc. Los osos por su parte, bien alimentados y con muchos kilos de grasa almacenada durante todo el verano y el otoño, se disponían a invernar durante la gélida estación.

 

Las manadas de lobos que se quedaron merodeando por la zona, cuando la nieve era persistente y la caza insipiente, optaban por bajar por las madrugadas hasta una pequeña aldea y rebuscando en los cubos de basuras pillaban todo aquello que consideraban comestible. Los habitantes del pueblo al percatarse de la situación, decidieron buscar un lugar lejos del pueblo en donde al atardecer depositaban comida para estos animales, evitando que los lobos se acercaran al pueblo ante el peligro que ello podría entrañar para la gente del lugar.

 

Sin embargo, los zorros que no le gustaban hacer tan largas caminatas y además, no compartían muy buenas amistades con los lobos que no le dejaban ni tan siquiera la carroña ante la necesidad que sufrían. Se quedaron en el valle y cada uno de ellos se buscaba la vida como podía para llevarse a la boca algo con lo que se sustentarse.

 

En su ir y venir por la zona, una zorra avispada vio a lo lejos el humo de la chimenea de la cabaña del anciano y adivinando que en la misma podría encontrar comida se encaminó hacia el lugar. Cuando se fue aproximando, los ladridos de un perro la alertó, parándose en seco, y agazapada desde lo alto de un risco observó al gran mastín que ya había husmeado su presencia.

 

Permaneció varias horas observando los movimientos del perro y de su dueño, esperando la oportunidad de entrar en acción. Ya al atardecer la zorra fue acercándose sigilosamente en contra de la dirección del viento, de manera que su presencia no fuese detectada por el can. Éste dormía plácidamente en el porche de la cabaña ajeno a cuanto se cocía a su alrededor.

 

La zorra se dirigió hacia el cobertizo de la cabaña en donde se alojaban los animales domésticos, que lo componían una vaca, un caballo, unas treinta ovejas, y separadas del resto de los animales, un gallinero conteniendo dos docenas de gallinas y un gallo de raza española de plumaje negro tornasol, cresta enorme y de color rojo sangre y pico amarillo de grandes proporciones, que se sentía orgulloso de ser el acaparador y encargado de copular -sin competencias- a todas  las gallinas a su cargo.

 

La zorra no hizo nada más que asomar su hocico por el estrecho ventanuco sobre el suelo que conectaba la cuadra con el exterior, cuando se organizó el concierto desafinado de los animales parapetados del frío en el cobertizo, que hicieron sonar sus alarmas naturales a modo de relinchos, baladas,  revoloteo de las gallinas y cantos desenfrenados del gallo, advirtiendo a sus pupilas que un peligro inminente amenazaba a la colonia  gallinácea...

 

El anciano montañés se sobresaltó y el mastín comenzó a dar espantosos ladridos detectando que algo anormal estaba sucediendo. El montañés  tomó su escopeta que tenía siempre a punto sobre la chimenea de la cabaña y salió con preocumación a averiguar el desatino  originado en la cuadra.

 

El perro corría delante de él ladrando desenfrenadamente, mientras que la zorra ante el desaguisado organizado, salió por patas a refugiarse en el lugar más apartado de la enfilación de piedras que descendían desde las montañas.

 

Cuando el anciano llegó hasta el cobertizo, allí no encontró nada, pues la puerta permanecía cerrada y en su interior no existían indicios que justificara el alboroto, que por otra parte ya había cesado.

 

El montañés, llegó hasta el lugar donde se abría el ventanuco inferior que era utilizado para la salida de aguas cuando baldeaba la cuadra, y en ese lugar pudo apreciar pisadas frescas de un animal y que inmediatamente pudo adivinar que se trataba de una alimaña, concretamente pisadas de zorro.

 

Un escalofrío le recorrió toda la espina dorsal, puesto que por experiencia sabía que una vez detectada por el zorro un lugar en donde aprovisionarse de carne fresca, no cejaría en su empeño hasta conseguirla, dado que estos animales hambrientos son muy  pertinaces y astutos y a sabiendas de que la climatología les impedía cazar en toda la zona, seguro que no dejaría escapar la oportunidad de nutrirse de aquellas presas seguras.

 

El anciano dirigiéndose al mastín le dijo:

 

—Tenemos ante nosotros un enemigo al acecho, si no andamos listos, este animal nos puede acarrear graves problemas, porque el invierno se nos presenta duro y si este animal nos despoja de nuestros alimentos, podría ocurrir que perezcamos de hambre.

 

El perro, llamado "Oscuridad", por el color negro de su pelo, parecía entender perfectamente a su dueño, ya que de inmediato comenzó a ladrar y a correr detrás de aquellas huellas.

 

—¡Oscuridad! ¡Oscuridad! -le gritó Amadeo-¡ven aquí! ¿no sabes que puede haber una manada de lobos al acecho detrás de cualquier risco esperando que nos separemos de la cabaña...

 

—Tenemos que esperar a nuestros enemigos aquí y combatirlos en nuestro terreno y no en el de ellos.

 

Oscuridad volvió de inmediato, acompañando a Amadeo hasta el porche en donde él permaneció al acecho.

 

La cabaña tenía una gruesa puerta de madera que comunicaba interiormente con el cobertizo, de manera que cuando la climatología hacía imposible salir fuera de la cabaña, el montañés podía dar de comer al ganado y ordeñar la leche de las ovejas y de la vaca, y recoger los huevos de las gallinas, etc..

 

El cobertizo era muy grande y disponía de doble techo, en donde el anciano almacenaba  paja, centeno, avena y otros cereales para dar de comer a su rebaño.

 

Amadeo revisó la oquedad que comunicaba con el exterior y colocó una pesada pila de piedra impidiendo la entrada a cualquier alimaña externa. Luego miró las altas ventanas situadas a unos tres metros del suelo, las cuales aireaban el cobertizo y que, dado a su altura y estrechez era impenetrable para zorros, lobos y menos aún osos.

 

El cobertizo disponía también de una puerta reforzada con gruesos troncos de roble que era imposible de acceder si no se abría desde su interior, quitando las dos pesadas trancas de hierro que la aseguraba, así como doble  cerrojo -arriba y abajo de la puerta- que podría decirse que dicho cobertizo era inexpugnable.  

 

Tras revisar el recinto y el resto de la cabaña, Amadeo se dirigió hasta un viejo baúl y sacó de él otra escopeta de dos cañones y un rifle, además de varias cajas con municiones y una canana repleta de cartuchos, cuyo material colocó encima de la mesa. Luego revisó las armas y las cargó como medida de seguridad.

 

Aquella noche el anciano permaneció todo el tiempo recostado en una hamaca junto una de las ventanas de la cabaña mirando al exterior a la espera de cualquier ruido sospechoso, sujetando entre sus piernas la escopeta de dos cañones y la canana de cartuchos colgada en el espaldar del sillón reclinable donde había montado su punto de observación.

 

Oscuridad permanecía acurrucado en el porche dentro de una espuerta de esparto repleta de hojas de maíz, que le daba calor y confort, y aunque parecía dormido su estado de centinela alerta, le hacía estar con ojo avizor.

 

La puerta de la cabaña disponía de una trampilla en la parte baja, de manera que, en caso de peligro para el animal, éste podía fácilmente empujar con el hocico la portezuela de vaivén  y pasar hacia el interior de la cabaña. La trampilla también disponía de un sistema de tranca que podía ser bloqueada para impedir la entrada de cualquier otro  animal no deseado. 

 

La noche se presentaba larga y fría por lo que el anciano acopió suficiente leña para avivar el fuego de la chimenea y preparó asimismo una enorme cafetera que le ayudara a permanecer despierto.

 

Pasada la media noche, comenzó a escucharse aullidos de lobos en la lejanía, pero éstos no eran contestados por ninguno otro cercano, por lo que Amadeo dedujo que en los alrededores no había alimañas al acecho, pues sabía el experimentado montañés, que los lobos se intercomunican y se dan mensajes sobre posibles presas y manera de atacar en manadas a sus víctimas, eso quería decir, que si no se escuchaban aullidos en las inmediaciones de la cabaña, podían estar tranquilos de que los lobos estaban lejos. Además, la existencia de zorros merodeando junto a la cabaña, daba a entender que la ausencia de lobos en muchas millas a la redonda estaba asegurada.

 

La Luna estaba en toda su plenitud, por lo que la visibilidad era excelente, pudiendo observar a más de cien metros cualquier cosa que se moviera. Sólo una pequeña brisa del norte circulaba en la zona provocando pequeñas ondulaciones en la cercana agua del lago, que parecía, que millones de pequeños espejos en movimientos reflejaran la luz plateada del satélite.

 

En la quietud de la noche, unos menudos y diligentes pasos se fueron aproximando por la cara opuesta a la entrada de la cabaña; era la zorra, que contra corriente, impedía que su olor fuera percibido por el peligroso mastín. Luego, cuando alcanzó la cabaña, sigilosamente se aproximó hasta el orificio que comunicaba con el cobertizo comprobando que éste había sido taponado. Tras husmear y rascar el objeto que obstruccionaba el acceso al interior, la zorra comenzó a escarbar por debajo del agujero intentando una galería suficiente que le facilitara la entrada hasta donde se encontraban sus presas.

 

Una esporádica racha de viento hizo que el aire rolara unos grados hacia el oeste, lo que permitió que el mastín -que permanecía acurrucado y ajeno a lo que ocurría a pocos metros de él, se le despertara las glándulas olfativas comunicándole que un enemigo se encontraba muy cerca. El perro dio un tremendo salto y comenzando a dar enormes ladridos despertando el ensimismamiento del anciano montañés que estaba dando intermitentes cabezadas.

 

La zorra, al darse cuenta de que había sido descubierta, puso patas en polvorosa, desapareciendo en la oscuridad de la noche dejando atrás las amenazas del perro a manera de ladridos al que le sacaba muchos metros de ventaja. El viejo salió, y dando un silbido llamó a su guardián al que acarició agradeciéndole su importante servicio.

 

El anciano sabía que aquella noche no volvería la zorra, así que se entregó al sueño con la seguridad de que le quedaban aún muchas noches de vigilancia.

 

A la mañana siguiente, Amadeo comprobó la argucia de la zorra al intentar excavar por debajo de la pila de piedra que cerraba la entrada del estrecho callejón, así que hizo una profunda zanja por delante del pasadizo, y clavó un robusto tronco para impedir el acceso de la zorra.

 

Llegó la noche y de nuevo se repetía la escena; el mastín afuera vigilante, y el anciano sentado en su hamaca cauteloso y dispuesto a actuar en cualquier momento.

 

Por su parte la zorra astuta como ella misma, que se había llevado todo el día observando en la distancia los movimientos de los habitantes de la cabaña, ideó otra táctica de ataque, así que a media noche del tercer día, tomando un gran rodeo y buscando siempre la dirección contraria al viento, para no ser delatada, caminó en oblicuo hacia la cabaña, aprovechando que la luna salía un poco más tarde. No tuvo inconveniente alguno en aproximarse a la vivienda, dio un espectacular salto encaramándose en la techumbre de la cabaña en la que comenzó a tantear los maderos en busca de que algunos se encontraran sueltos, lo que no le costó demasiado tiempo en hallar uno cuyo vástago había sido clavado en falso, al dar con una grieta del tronco que servía de viga del techo del cobertizo.

 

Introduciendo sus garras y hocico, forzó la madera, que debido a los años, y a las inclemencias del tiempo soportada, cedió, dejando libre el espacio idóneo para introducirse en la cuadra, saltando hasta la paja y luego deslizándose hacia el gallinero con todo cuidado mientras, el reino animal se encontraba sumido en un profundo  sueño. La zorra ojeó su entorno y aproximándose con toda prudencia hasta del gallo -que se encontraba en primer plano guardando a sus concubinas- le dio una certera dentellada en el gaznate, que el gallo ni chistó. Luego, invirtiendo su estrategia, salió triunfante con la presa en sus fauces y corriendo alegremente desapareció de la zona de peligro, donde perro y amo se encontraban ajenos a la fechoría de la zorra.

 

Al amanecer del siguiente día, el anciano se quedó estupefacto ante la desaparición del gallo y de la manera sagaz con que la zorra había acometido su caza, por lo que tuvo que subirse al techo de la cabaña y repasar cada unas de las tablas de la cubierta, claveteando y asegurando aquellas que no le daban mucha confianza.

 

Aunque las siguientes madrugadas tanto el amo como el lebrero continuaban atentos y vigilantes, la zorra no daba señales de vida, o mejor dicho; de muerte, por lo que el anciano dedujo que ésta estaba sola pues de otra manera, su presa hubiese sido devorada prontamente y de nuevo volvería a las andadas, al comprobar que en el cobertizo había provisiones de carne fresca suficiente para varios inviernos.

 

Efectivamente, al quinto día, del enorme gallo no quedaban ni las plumas en el escondite en donde enterraba los restos que le sobraban de un día para otro, así que se preparó para cazar aquella noche. La zorra estaba repuesta de fuerzas y ánimo tras comer varios días opíparamente, tras su largo y forzado ayuno de varias semanas comiendo lagartijas y pequeños escarabajos.

 

El anciano calculó el peso del gallo y suponiendo que sólo era un zorro al que tenía que cazar, pensó que en el cuarto o quinto día el carnívoro volvería a las andadas, así que ya la noche anterior dispuso de varios cepos con carne salada a la espera de que el hambre inclinara al zorro a "picar el anzuelo", pero este depredador tienen fama de astuto y aunque estuvo cerca de varios cepos, no se aventuró a tirar del señuelo, pues temía que algo peligroso se escondía tras la comida fácil ofrecida. Así, que usando la misma táctica de aproximación, en pocos minutos se encontraba a escasos metros de la cabaña. Amadeo, que había cambiado su puesto de observación, vigilaba desde la ventana del desván divisando toda la zona externa de la cabaña, por lo que a pesar de que la luna aún no había hecho su aparición, disponía no obstante de una relativa visión a varios metros de la cabaña a la redonda.

 

Los ojos del montañés comenzaron a brillar y su corazón aceleró sus bombeos  al comprobar que una sombra como de un perro pequeño y flaco se aproximaba recelosa hasta la cabaña. Amadeo bajó rápidamente y llamando a Oscuridad, le hizo gestos de que guardara silencio, pidiéndole que le siguiera sin ladrar hasta la parte posterior de la cabaña por donde había divisado a la zorra.

 

Cuando el animal se encontraba a pocos metros, Amadeo azuzó a Oscuridad que se lanzó sobre la zorra, ésta, dándose cuenta de lo que se le echaba encima, quiso retroceder dando un salto, pero Oscuridad le dio un tremendo mordisco en el lomo que a la zorra hizo gemir y revolcarse, no obstante y como quiera que la zorra disponía de colmillos y zarpas, se revolvió en un instante, clavándole profundamente en el hocico de Oscuridad sus afilados colmillos, momentos angustiosos para Oscuridad, que la zorra supo aprovechar para salir pitando, mientras Oscuridad se peinaba el hocico con sus zarpas, dolido por la dentellada de la astuta zorra.

 

Por la mañana, Amadeo comprobó que había mucha sangre en el suelo, por lo que supuso que la zorra había sido bien “espoleada” por Oscuridad, aunque el pobre se había llevado también su parte en la refriega.

 

Nuevas noches de tranquilidad siguieron a la de la pelea entre Oscuridad y la zorra, pero Amadeo sabía que si la zorra se curaba y conseguía reponer fuerzas, volvería  a las andadas prontamente.

 

La raposa en su guarida se encontraba malherida, así que si no encontraba algo con que alimentarse prontamente, su muerte estaría próxima. Pero la climatología jugó en su favor, cambiando la temperatura favorablemente, lo que propició que algunos ratones, topos salieran de sus escondrijos en busca de tallos frescos. Lo cierto es, que la vulpeja, a pesar de sus menguadas facultades para cazar, consiguió alimentarse de estos roedores, lo que le permitió sobrevivir durante una semana, pues de nuevo el tiempo empeoró cayendo una tremenda nevada que la zorra hubo de soportar en una angosta cueva a los pies de un escarpado monte.

 

Tras el largo descanso, la zorra pensó que ya se encontraba repuesta de fuerzas, así que ideó volver a la batalla aquella noche.

 

Amadeo por su parte, había recuperado la calma, aunque no se daba por satisfecho, pues conocía la fortaleza e intrepidez de esos animales, capaces de resistir el mayor rigor del invierno, herido y hambriento y soportar crudamente cualquier tipo de adversidad. Por lo que el montañés no se apartaba del arma en ningún momento.

 

Aquella noche el viento soplaba del sur, así que el camino hacia la cabaña tenía que hacerlo la zorra enfrentándose al peligro de cara,  optando en dar una tremenda carrera para que el tiempo en ser descubierta fuera el menor posible Pero al pasar por uno de los cepos armados por el montañés, éste saltó y aunque no apresó a la zorra, si provocó el suficiente ruido como para alertar a Oscuridad que comenzó a dar tremendos ladridos. Amadeo con escopeta en ristre vio a la zorra que se dirigía como un cohete hacia la cabaña con el ánimo de sorprender a sus enemigos, pero Oscuridad salió a su encuentro y Amadeo nervioso le pedía a Oscuridad que se apartara, pues la zorra la tenía a tiro, pero el mastín, loco de ira y de odia hacia aquel animalejo que días anterior le había mordido el hocico, no escuchaba a su dueño.

 

Cuando el perro estaba a punto de lanzarse sobre la zorra, ésta hizo un zigzag, que descolocó al mastín derrapando en el intento. Amadeo vio a la zorra descubierta y disparó, pero en ese momento Oscuridad había rectificado su trayectoria, por lo que el impacto le alcanzó en parte, desplomándose en el helado suelo.

 

La zorra asustada por el estruendo del tiro, emprendió la huida, dejando atrás a un anciano que lloraba de dolor y rabia al mismo tiempo.

 

El mastín había sido tocado en sus cuartos traseros, y Amadeo pacientemente comenzó a sacarle cada uno de los perdigones incrustados, temiendo que algunos hubiesen tocado algún órgano vital que le causara la muerte. Lo que no sabía Amadeo en principio, que la zorra también había sido alcanzada con parte de la metralla. Pues, al siguiente día, al montar de nuevo el cepo, comprobó el reguero de sangre que se perdía en dirección hacia la montaña.

 

Pasaron muchos días y aunque el anciano no bajaba la guardia, su preocupación era principalmente el de cuidar de Oscuridad, que permanecía acurrucado en el cesto de esparto entre las hojas de maíz. Los campos estaban nevados y era muy peligroso desplazarse hasta el pueblo para que a Oscuridad lo viera un veterinario, así que se convenció de que solo él podría salvarlo. El montañés le aplicaba los remedios que conocía de sus ancestros para situaciones similares a base de hierbas y cataplasmas.

 

El invierno continuaba su curso, y el perro se recuperaba milagrosamente, mientras que la alimaña ante la dificultad en encontrar comida y debilitada por la pérdida de sangre, decidió usar una estrategia diferente, así que a plena luz del día se encaminó hacia la cabaña y a unos trescientos metros de la vivienda, la zorra se tumbó y comenzó a emitir gemidos. Oscuridad a pesar de sus heridas intentó incorporarse, pero su amo la amansó, y tomando la escopeta se sentó en el porche observando con detenimiento como avanzaba muy lentamente, hasta quedarse a una distancia prudencial donde los disparos de la escopeta no le causaran peligro. Así se llevó todo el día, pero Amadeo que conocía de sobras la astucia de estos animales, no le quitaba ojo de encima.

 

No obstante, llegado el atardecer, el viejo montañés instituyó algo y quiso ponerlo en práctica, así que tomando un poco carne y con la escopeta amartillada se fue aproximando lentamente hacia el salvaje animal, bajo la mirada expectante de Oscuridad, -que gruñía ante la incauta acción de su dueño.

 

La zorra por su parte no paraba de gemir  y a unos veinte metros de distancia, ésta comenzando a retroceder cautamente, temiendo que en cualquier momento Amadeo la encañonara, pero esto no sucedía. La zorra vigilaba cada movimiento del viejo y en un momento metiendo su mano en un zurrón que le acompañaba, sacó el trozo de carne y se lo lanzo hasta donde pudo en dirección de la zorra. El animal no hizo movimiento alguno, pensando que tal vez era una estratagema del montañés, así que hasta que el viejo no dio la vuelta y se alejó unos metros, la zorra no se dirigió hasta la carne. En ese momento Amadeo se dio cuenta de la flaqueza del animal y la torpeza de sus movimientos, por lo que presumía que aquel animal en pocos días si no era alimentado, moriría irremediablemente, pues ya no le quedaban fuerzas como para auto-abastecerse a través de la caza.

 

Tranquilo de que la zorra había dejado de ser un  peligro para el viejo y sus animales, Amadeo durmió aquella noche como no lo hacía durante muchas semanas. Al amanecer, bajó a comprobar el estado de Oscuridad que parecía recuperarse por día y se asomó a la ventana abriendo el pesado postigo de madera comprobando que la zorra aún permanecía en el mismo lugar. Por lo que dedujo Amadeo, que el estado de la zorra debía ser crítico al no haber buscado guarecerse de la cruda noche, pasado la noche al intemperie. Así que provisto de más carne y un cuenco con leche de oveja recién ordeñada, se acercó hasta la zorra,  depositando los alimentos mucho más cerca de la cabaña. Cuando el anciano se retiró, la zorra arrastrándose, más que andando, dio buena cuenta de la comida.

 

Aquella noche, al viejo se le ocurrió otra idea para probar a la zorra, así que bajo el porche depositó varios trozos de carne y llenó de nuevo el cuenco con leche, de manera que el animal aprovechara el lugar para pasar la noche y no hacerlo sobre la nieve. La idea dio resultado ante la desaprobación de Oscuridad que no pegó ojo en toda la noche, gruñendo y restregando sus uñas sobre el entarimado suelo de la cabaña.

 

La zorra se había echado en un rincón del porche y con la mirada atenta a Amadeo, seguía con sus ojos sus movimientos. Amadeo, tras ordeñar las ovejas y la vaca, acercó un nuevo cuenco de leche templada a la zorra, así como varios trozos de queso de oveja y carne salada. El animal retrocedió unos centímetros, pero luego se quedó quieta, comprendiendo las buenas intenciones del montañés.

 

Ahora le quedaba al viejo poner a prueba a Oscuridad, así que lo sacó en la cesta y lo dejó junto a él, distando de la zorra unos diez metros. Oscuridad seguía gruñendo y Amadeo intentaba una y otra vez calmarle.

 

La mañana se había presentado muy buena, así que según la orientación prevista en la construcción de la cabaña, los rayos de sol entraban en el porche, calentando gratamente los maderos humedecidos de la noche, por lo que decidió comer en el mismo lugar. El viejo comenzó a lanzarle trozos de huesos cada vez más cerca de sí a la zorra y ésta más confiada se fue acercando. Cuando estuvo próximo a Oscuridad, éste intentó levantarse gruñendo y mostrando amenazante los colmillos, pero un grito de Amadeo calmó los ánimos agresivos del mastín.

 

El invierno fue avanzando, y en los primeros albores de la primavera Oscuridad se encontraba recuperado, gracias a los cuidados del viejo montañés, mientras la zorra había superado satisfactoriamente su periodo de adaptación y domesticación, llegando a un perfecto entendimiento con Amadeo y con el mastín, con quien se repartía el trabajo de cuidar el rebaño de las ovejas, conducidos por el viejo.

 

Cuando la zorra gozaba de total confianza del anciano, del perro y del resto de los animales, una noche, entró por el gallinero, se fue directo a  las gallinas que dormían tranquilamente y sin recelos y con todo sigilo, le dio un certero mordisco a una gallina que la pobre y confiada animal ni se inmutó. Luego fue haciendo la misma operación con el resto de inquilinos del gallinero y una vez finalizada la tarea se fue llevando como pudo y de la forma más veloz, toda la familia gallinácea que oportunamente fue guardando en distintos escondrijos e incluso enterrándolas, así que durante un largo periodo tuvo suficiente reserva alimenticia. Mientras que le duró las provisiones, la zorra no se separó de la zona, permaneciendo oculta durante el día y saliendo solo por la noche, puesto que desde aquel día el viejo con su escopeta en ristre, dio diversas batidas por los alrededores intentando con el ya restablecido Oscuridad, capturar a la zorra, pero ésta, como inteligente que era, en cuanto husmeaba la presencia del Oscuridad, desaparecía a todo correr. Cuando su manutención quedó agotada, emprendió su marcha hacia otros territorios de caza, pues allí le sería difícil volver a engañar al montañés y menos aún a su mastín.

 

La lección inteligente de la zorra nos demuestra que: "Aquello que no se puede conseguir por la fuerza, se puede alcanzar con la humildad". Pero que, al mismo tiempo nos ha enseñado la pícara Zorra, que no podemos fiarnos de nadie.

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