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Prudente Arjona 2
Sábado, 22 de Febrero de 2020

Mis amigos del cementerio

[Img #129917]En esta sección publicamos capítulos del libro "Desde el Picobarro de Rota" (Relatos y cuentos), escrito por el roteño Prudente Arjona que gentilmente lo ha cedido para compartir con los lectores de Rotaaldia.com. El autor, quiere simplemente que se conozcan las historias y anécdotas que describe y en esta sección de Opinión semanalmente se irán publicando.

 

MIS AMIGOS DEL CEMENTERIO

El hombre muere, pero el amor persiste”

           

Me había jubilado hacía diez años y creí conveniente que la idea que llevaba fraguando desde hacía un par de lustro, se materializara.

 

Recién cumplido mi servicio militar me fui de emigrante a Alemania, allí permanecí toda mi vida laboral y durante ese largo tiempo, la poca familia que disponía en el pueblo fue muriendo hasta quedarme totalmente huérfano de su prole. Sólo en escasas ocasiones me había desplazado a mi ciudad en visitas relámpagos durante el tiempo que ellos vivieron, mientras que el resto del tiempo permanecí en Frankford donde además de mis ocupaciones laborales, tenía mi mujer y media docenas de amigos.

 

Sara, era una superviviente emigrante de procedencia judía, cuyos padres habían perecido en un campo de concentración nazi, mientras que ella pudo salvarse del genocidio milagrosamente, gracias a unas circunstancias muy interesantes, que otro día contaré.

 

Sara, trabajaba en un modesto restaurante a donde yo iba a comer con cierta frecuencia, lo que propició que entabláramos relaciones y posteriormente nos casáramos. Mi mujer no me había dado hijo alguno. Así que nuestra vida fue tranquila, sin sobresaltos y cómoda, aunque un poco aburrida ya que echábamos de menos la presencia de niños en nuestro hogar, sobre todo cuando nos dimos cuenta de que nos hacíamos viejos.

 

A los pocos años de jubilarme, Sara enfermó, falleciendo en unos meses, ante una enfermedad incurable con una proyección galopante. Desde entonces, llevé una vida prácticamente monástica de reclusión en mi casa, donde pasaba muchas horas al día leyendo y escribiendo cuentos, dando riendas sueltas a mis fantasías, con historias que jamás viví, pero que sí me hubiese gustado ser el protagonista en más de una ocasión de mis propios cuentos.

 

Como decía al principio de este relato, tenía una idea fija y que no era otra que la de volver a España de visita y más concretamente, a mi ciudad natal. Así que, preparé la maleta, y tomé el avión que, a pocas horas de mi partida, llegaba a los extramuros de la localidad que me vio nacer.

 

Busqué un hostal céntrico y comencé mis pesquisas para hallar a los amigos de la infancia y la de algún que otro pariente que aun pudiera quedarme.

 

La verdad es que a mis setenta y cinco años, la labor de investigador me causó mucha fatiga y desconcierto, pues buscaba a la gente por sus nombres, motes y apodos, y cuando conseguía que alguien recordara a alguna de las personas escudriñadas, al final, siempre me contestaban con la misma cantinela, -“Ha fallecido, no sé cuantos años atrás”.

 

Recurrí a un sacerdote anciano que oficiaba Misa en la parroquia principal del pueblo, pero éste me afirmó no llevar más de diez años en el pueblo, por lo que me sentí muy desanimado ante el fracaso de mi visita.

 

Aquella noche decidí volver a Alemania, pues nada me retenía allí, en donde a nadie conocía y a nadie interesaba. No obstante, en mis meditaciones llegué a una conclusión: Ir a buscarlos a donde  se encontraban, pues, “Si Mahoma no iba a la montaña, la montaña vendrá a Mahoma”, por lo que me fui a buscarlos en el Cementerio.

 

A la mañana siguiente muy temprano y tras desayunar una tostada con café, tomé un taxi y me desplacé hacia el antiguo cementerio, cosa que extrañó un poco al taxista ante la inadecuada hora para visitar a los del “Patio de los cayados”, advirtiéndome el conductor, burlonamente que, -“Los iba a encontrar aún dormidos y sin afeitar”.

 

Le pedí al taxista que me recogiera al medio día, a lo que de igual manera me despidió con un: “—Dele recuerdos de mi parte y dígales, que sigo peleados con todos, por lo que no deseo visitarles en mucho tiempo”.

 

La cancela estaba abierta, al entrar, un hombre enjuto enfundado en un mono azul y gorra encasquetada, me preguntó la razón de mi visita tan temprana, a lo que le contesté mis deseos de recorrer las calles del cementerio en busca de fallecidos, cuyos nombres me recordaran el pasado vivido con ellos y como quiera que el cementerio era espacioso y yo pensaba regresar pronto a Alemania, necesitaba aprovechar el tiempo.

 

Tras las explicaciones pertinentes, comencé por la parte más antigua, y orientándome por las fechas en que yo abandoné el pueblo -cincuenta años atrás- fui leyendo lápida a lápida los textos escritos. Tras una hora de rastreo hallé el primer vínculo familiar, era ni más ni menos, que mi madre, cuya leyenda en el mármol decía que -“su difunto esposo yacía junto a ella-”.  Me dio un vuelco el corazón, lo que me hizo volver a la niñez, a mi partida hacia el servicio militar y a Alemania; Toda su vida de sufrimiento y amargura, pues, nunca, su pobre marido –mi padre- pudo darle lo que ella se merecía, debido a sentirse siempre enfermo.

 

Permanecí más de una hora delante del agrietado nicho, recordando tiempos pasados, mientras que las lágrimas corrían caudalosamente por mis mejillas.

 

Cuando me sobrepuse, continué mi macabra excursión por las calles solitarias de estrechos nichos, donde, algunas de las amarillentas fotografías de los fallecidos, parecía vecinos asomados a las ventanas de siniestros apartamentos. No hube andado cuatro paso, cuando la foto de un individuo me dejó perplejo; Parecía un galán de cine en un afiche de una película romántica: “Mi hermano Sebastián”, que había muerto a la edad de cuarenta y tres años al caerse de un andamio mientras trabajaba de encofrador en Barcelona, no obstante, la fotografía era de estudio, de cuando fue al  Servicio Militar. —Mi querido hermano pequeño al que nunca quise que trabajara de encofrador en Alemania, ya que sabía que el frío de ese país acabaría con él en un trabajo al intemperie como es el de encofrador... Volvió a aparecerme algunas lágrimas y sucesivos recuerdos de cuando estaba en el colegio y de aquella vez que se cayó de un árbol al intentar coger un nido…Seguí saludando mentalmente a todos aquellos conocidos que parecían sonreír y alegrase de mi presencia.

 

Me di cuenta de que me sentía otro, dentro de los malos momentos de los encuentros con los familiares desaparecidos,  comenzaba a percibir una felicidad interna indescriptible; Me encontraba como en familia y nunca me había sentido tan a gusto rodeados de amigos por doquier. De tal manera que me aventuré a hablarles, pues los pensamientos y sentimientos se me agolpaban al unísono y si no expulsaba todo lo que sentía, me iba a ahogar en cualquier momento. De cualquier manera, nadie me iba a tomar por loco pues nadie se encontraba en el cementerio a parte del enterrador, mis familiares, mis amigos y yo…

 

Vi a Pedro sonriente desde su atalaya. El fue uno de mis mejores amigos; Estuvimos muchos años juntos, desde el colegio, hasta la mili. Luego nos echamos sendas novias que eran amigas entre ellas y más tarde me marché para Alemania y él se fue a trabajar con su padre que tenía un bar. Murió a los 60 años de cirrosis, tenía varios hijos de aquella novia primera, la cual y tras la muerte de Pedro emigraron a Mallorca y allí supongo que continuarán en un negocio hostelero que montaron.

 

—¡Pedro! -le inquirí- al tiempo que quise advertir cómo sus ojos se fijaban en mí, acompañado de una sonrisa llena de paz y sinceridad. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. La fotografía disponía de mejor imagen que la de mi hermano y podía percibir cómo los rasgos de Pedro habían rejuvenecido, tomando las facciones que tuvo en su juventud.

 

El miedo se apoderó de mí. -¡Aquello debía ser una alucinación!, pues al mismo tiempo estaba recibiendo un mensaje telepático, en sintonía con el movimiento de labios de la fotografía machacando mi nombre reiterativamente: ¡Juan!, ¡Juan!

 

No acertaba a pronunciar palabra, y solo pude ejercer un leve movimiento de cabeza, como signo afirmativo de estar recepcionando su llamada. Los ojos de Pedro se cerraron y abrieron, como queriendo transmitir sentimientos fraternales en Morse...

 

En mi cerebro volvió a aparecer ondas sutiles con mensajes entrecortados que decían: “Juan, tu madre, tu padre, Sara, tus hermanos fallecidos, todos están  aquí; Han venido a agradecerte tu visita después de tantos años. Te saludamos y te advertimos, que hay muy poca distancia entre el mundo de los vivos y el de los muertos.; navegamos unidos en el mismo mar, aunque en distintas embarcaciones. -No te asustes, hay muchas incógnitas en tu vida, pero pronto sabrás la verdad…”

 

Aquello no podía ser cierto, eran escenas vívidas salidas de una novela surrealista; Los muertos no hablan, las fotografías no cambian de imagen, ni mueven los ojos, ni sonríen, ni los labios musitan palabras… Quise salir corriendo y no mirar hacia atrás, pero una atenazadora y fría mano se posó sobre mi hombro, al tiempo que una voz cavernosa dijo a mis espaldas: -¿Se encuentra usted bien? –Creí que iba a morir allí mismo, pero al mismo tiempo las palabras vertidas tenían un timbre humano, muy diferente a los escuchadas en mi cerebro minutos antes, así que hice de tripas corazón y me volví bruscamente temiendo encontrarme de cara con un espectro deforme y fantasmal, arrastrando pesadas de cadenas. Gracias a Dios era el sepulturero, que en la distancia y preocupado por mi presencia tan matutina, había estado siguiendo mis pasos y mis movimientos desde que entré en el cementerio, con la intención de descubrir mis verdaderas intenciones. ¡Seguro que me había escuchado mi conversación con las lápidas…

 

Balbuceé,

 

 -Sí, estoy bien, aunque un poco emocionado al ver tantas caras conocidas.

—De acuerdo, si necesita usted algo, no dude en avisarme; Yo ando por aquí cerca.

 

El sepulturero se marchó no muy conforme con la serenidad que yo quise trasmitirle, en realidad mi cara tendría que mostrar algo bien distinto.

 

De vueltas con mi asunto, me quedé fijo en la foto de Pedro, pero no había imagen alguna en ella;  Me quedé perplejo, no lo suficiente, pues conforme la miraba, se iba recomponiendo, una nueva imagen; En este caso era de mujer… En dos segundos la cara de Pedro se había convertido en la de mi madre.- ¡Yo debería estar loco! Pues de la misma forma ella se me quedó mirando y comenzó a sonreír de manera dulce y angelical, tanto, que comenzaron mis ojos a verter lágrimas como un torrente y de la misma manera, su voz inundó mi cerebro en una reverberación que me atolondró: “-¡Juan!, soy tu madre, gracias por venir a este encuentro”.

 

Media hora más tarde, el taxista que había vuelto a recoger a su cliente, correteaba el cementerio en busca del mismo. Al encontrarse con el sepulturero le preguntó si me había visto, el cual le indicó dónde me encontró por última vez.

 

El taxista se encaminó hacia una de las calles trasversales más antiguas del recinto, pero allí no había nadie, no obstante observó al final del corredor algo negro en el suelo; Sobre los mustios jaramagos yacía la ropa de su cliente, y sobre la misma, un trozo de mármol de una vieja lápida pisaba un viejo pasaje de avión, de Frankford-Madrid, en cuyo reverso había escrito una nota que decía: -“coja mi ropa y entréguesela al sepulturero; ha sido muy amable conmigo, y tome mi cartera como pago a su servicio. A donde estoy ya no necesitaré jamás ropa que cubra mis vergüenzas, ni dinero para comprar cariño; lo recibo gratis de mis familiares y amigos. Ni tampoco necesito un taxi para transitar por mi nuevo barrio”.

 

El taxista patidifuso no salía de su asombro, pero su sorpresa fue aun mayor; quedándose helado y clavado al suelo, al escuchar una sutil risita que le hizo girar la cabeza hacia uno de los nichos, donde aparecía una fotografía de un individuo, que poco a poco fue cambiando su amarillenta fisonomía, para ir tornándose lentamente como si fuera un montaje de photo-shop, en la nítida cara sonriente de su último cliente, recibiendo al mismo tiempo una voz ultra sensorial que le decía: —“El día que hagas las paces con los de aquí, ven a este lugar, yo te presentaré a mis amigos. Aunque sin prisas, te estaremos esperando…”

 

Me dijeron algunos querubines que lo vieron pasar, que el taxista  llegó al pueblo corriendo y que incluso se había olvidado del taxi, cuyo motor permaneció en marcha, hasta que se le agotó la gasolina...

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  • Prudente Arjona

    Prudente Arjona | Miércoles, 26 de Febrero de 2020 a las 15:48:13 horas

    El Alma está impregnada del AMOR del PADRE, y si el ALMA es lo único que nos queda tras la muerte, el AMOR PATERNAL, persistIrá y nos acompañará en cuantas reencarnaciones ÉL disponga.

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  • Ángela Ortiz

    Ángela Ortiz | Martes, 25 de Febrero de 2020 a las 16:03:03 horas

    Bonita forma de dejar este mundo, con la certeza de que los que te quieren están ahí cerca esperando. Enhorabuena, me ha gustado.

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