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Redacción
Jueves, 31 de Octubre de 2019

Tren VII y último (por Ángela Ortiz Andrade)

Las chicas regresaban de la verbena cogidas del brazo, cantando y riendo a carcajadas, aún era de noche, pero faltaba poco para el alba. Al retorcer hacia el sendero que llevaba hasta la casa de los abuelos, Marta tropezó y casi se cae; se detuvieron y observaron con qué habían topado: tirada en el suelo estaba Pilar, con la mirada perdida, magullada y manchada de sangre; sus amigas intentaron ponerla en pie, pero no se sostenía, así que la llevaron en volandas al establo. Allí Irene puso en práctica sus estudios de enfermería y una vez que curó y limpió sus heridas, Pilar les contó lo que había pasado; hablaba temblorosa a la vez que iba tomando una infusión que Marta le había preparado con un potente somnífero. Mari Luz le susurró a Marta que cogiera una sábana y cuerdas de la que usaba el abuelo para atar los manojos de cebollas; mientras Pilar dormía sus amigas se fueron corriendo al río. Por el camino Mari Luz iba cortando la sábana a dentelladas y las otras dos chicas recogían piedras, una vez en la laguna vieron que Luis flotaba en ella boca abajo; se tiraron al agua y lo sacaron. Mari Luz hizo tres sacos de piedras que ató al cuello, extremidades superiores e inferiores respectivamente y lo tiraron al fondo. Regresaron a descansar, por ese día las cosas iban a quedar así.
  

 

Durante las semanas siguientes las chicas (las cuatro) acordaron quedar en el rincón secreto antes del alba. Mientras Irene vigilaba a la vez que vomitaba, Mari Luz iba separando con la precisión de un cirujano la carne del hueso de cada parte del cuerpo del difunto. Un día tocaba un antebrazo, otro, media pantorrilla… Los huesos eran introducidos con los sacos de piedras en el río y la carne iba siendo distribuida entre los perros que iban encontrando por los campos y parcelas en el camino de regreso a casa de cada una. Hasta que en el fondo de la laguna lo que quedó fueron huesos y una calavera cuyos restos de carne se los comieron los cangrejos. A partir de entonces estuvieron mucho más tranquilas, pero sabían que tenían que deshacerse de ese esqueleto para borrar toda huella que las culpara.
  

Y como si fuera un regalo inesperado, se les presentó la oportunidad soñada para acabar de la mejor manera posible.

 

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Blas comenzaba a desesperarse. Casi una hora llevaba el tren parado en medio de ninguna parte. Esto solía ocurrir de vez en cuando, así que se preocupaba por salir siempre un día antes de cualquier cita que formalizara  en Madrid con el ministro del ramo correspondiente. Junto al tren se reunían algunos viajeros que se habían bajado para tomar el aire. Estaban charlando y muchos de ellos fumaban, entonces lo vio y un escalofrío se paseó desde la pelvis hasta la parte trasera de la nuca: apoyado en una de las salidas había un hombre joven, alto y de muy buena planta con un uniforme que no lograba identificar. Se apresuró en sacar dos cigarrillos del bolsillo de la chaqueta y salió por donde se encontraba el desconocido; se puso a su lado y le ofreció uno, sosteniendo entre los dedos el otro. Cuando iba a encender una cerilla, el del uniforme se sacó del bolsillo una cajita pequeña, rectangular y plana de color plateado que se abría con una bisagra por uno de sus extremos, el fuego salió de ella en un instante y la llama no se apagó hasta que la cajita se cerró con un chasquido característico. Blas se presentó expeliendo su primera bocanada de humo, el desconocido le dio la mano y dijo que se llamaba “Dániel” (con el golpe de voz en la “a”), entonces sus ojos se encontraron por primera vez y sintieron la necesidad recíproca de saberlo todo del otro. Aunque hablaba castellano bastante bien, no era español. Dijo que era piloto de las fuerzas aéreas de Estados Unidos y se dirigía a su base que estaba en Torrejón, llevaba varios meses viviendo allí. Se sentaron juntos cuando el tren reemprendió la marcha y no dejaron de charlar en todo lo que quedó de trayecto, habían congeniado; Blas se sentía tan cómodo que parecía que su compañero hubiera estado junto a él toda la vida. Cuando llegaron a su destino, “Dániel” se ofreció a llevarle alguna de las maletas a su amigo  hasta el hotel; una vez en la habitación, su compañero soltó la maleta que portaba, se fue hacia él y sujetándole la cara con ambas manos, le dio un beso en la boca que a Blas le pareció que le faltaba el aire y que necesitaba más;  hicieron el amor con pasión y ansias, como si aquello fuera un reencuentro o una reconciliación. Desde ese día, los viajes a Madrid de Blas fueron muchísimo más frecuentes. Su relación era muy discreta, porque de lo contrario, ambos corrían peligro. Peligro de ser apartados de sus trabajos,  rechazados socialmente,  humillados, por el simple hecho de amar ¿qué más da el sexo de quien amaban?
  

 

Blas fue alcalde  durante muchas legislaturas. Accedió al cargo porque era una persona comprometida en mejorar la vida del municipio y sus habitantes, estaba lleno de iniciativa, ideas y ganas, así que viajaba a menudo a Madrid a solicitar ayuda económica para sufragar todos sus proyectos. Su primera vez y a causa de la inexperiencia, llegó sin concertar cita y sin ninguna documentación que lo sustentase; tan sólo se presentó en el edificio diciendo que quería hablar con el señor ministro. El secretario que lo atendió se retorcía de risa, pero una vez que se calmó y se secó las lágrimas con un pañuelo, le hizo una pormenorizada explicación de todo lo que necesitaba para que pudiera ser atendido. Fruto de ello, Blas llegaba siempre  cargado de maletines con informes, planos y gráficos. El subordinado del señor ministro se reafirmaba cada vez más en que este hombre conseguía sus subvenciones de lo pesado que era.
  

 

Blas era uno de los hijos del panadero. Aunque no tenía títulos universitarios, era un autodidacta en toda regla; muy culto, le gustaba la música, el arte, la historia, la literatura…cosas con las que procuraba estar siempre en contacto. Joven sofisticado y de modales refinados (demasiado para algunos de sus vecinos que lo miraban con recelo), estaba al tanto de las tendencias en moda y no dudaba en pasearse por el pueblo luciendo lo más novedoso y atrevido que se compraba en la capital. Era curioso que cuando iba por la calle, producía el mismo efecto tanto en ellos como en ellas.
  

 

Le gustaban, más bien le fascinaban las mujeres pero no les atraían sexualmente. Ser homosexual en España en los años 50 era algo muy complicado, así que guardó las apariencias todo lo que pudo. Se casó con una chica que conoció en un pueblo cercano y los dos mantuvieron una buena relación; ella estaba encantada porque su marido no se parecía a ninguno de los de sus amigas que venían siempre quejándose de que eran unos brutos, que las ignoraban, que eran unos insensibles… A ella la colmaba de atenciones, la asesoraba en lo que le quedaba sobre moda, compartían gustos y afinidades, charlaban largo y tendido sobre mil y un temas diferentes y cocinaban juntos… Al comienzo, cuando su relación empezó a ser sólida, Blas le expuso su verdad y ella le aseguró que era muy feliz a su lado y que lo prefería mil veces a él que a cualquier otro hombre que posiblemente para lo único que la iba a querer sería como concubina y chacha. Y la boda se celebró en cuanto lo tuvieron todo preparado; en las siguientes elecciones Blas, un hombre en toda regla, casado por la Santa Madre Iglesia ante los ojos de Dios, fue nombrado alcalde por unanimidad.
  

 

Con el tiempo sintieron la necesidad de ser padres y aprovechaban alguna que otra oportunidad que se les presentaba (recibida con satisfacción por ella y con sorpresa por él). No tardaron mucho en quedarse embarazados al unísono: los dos pendientes de la buena marcha de la gestación, carreras nocturnas al váter para vomitar ella y sujetarle el pelo él, visitas al mejor ginecólogo en la capital acompañados de una lista de preguntas y dudas que ambos elaboraban durante las meriendas, elección minuciosa de la canastilla del bebé en la que él hizo gala de su buen gusto y su esposa aplaudió satisfecha…
  

Con insufribles días de retraso y falsas alarmas que los llevaban a toda prisa a urgencias y los devolvían cabizbajos a casa, tuvieron un bebé precioso, gordito y dormilón. Era una niña y la bautizaron con el mismo nombre que su abuela paterna, Irene.
  

Los años posteriores fueron años complicados para los tres protagonistas. Para ella fue muy doloroso saber que su compañero había encontrado el amor en alguien que no era ella, necesitó tiempo, pero supo respetar aquello que nunca se le ocultó  aunque ella no quería verlo. Dániel y  Blas se esforzaron por mantener una relación de amistad cara a la sociedad y de amor incondicional dentro de casa.
  

Como consecuencia de la relación entre Blas y Dániel, a nuestro alcalde se le presentó otro mundo, otra manera de vivir. Sus visitas a la base se producían siempre que Blas iba a Madrid a ver a su chico. Y allí fue conociendo estilos nuevos de música, ropa, ocio, avances técnicos que facilitaban la vida de sus ciudadanos.
  

Así que Blas decidió introducir en el municipio un gran número de novedades que fueron aceptadas con más o menos éxito. Lo de la pizzería-burguer fue en un principio muy criticado, pero poco a poco encontró un hueco entre los más jóvenes, con la bolera-pista de patinaje tuvo más éxito desde el comienzo. Pero con lo que triunfó fue con el “Drive-In” o Autocine. Blas se ocupó de habilitar un descampado en donde los que tenían coche (muy pocos) iban a ver películas y fue tal el éxito que daba igual si tenían coche o no, todos se iban para allá aunque fuera con la silla de su casa a ver películas. Nuestro alcalde se convirtió en un apasionado de cada cosa que procedía de los Estados Unidos, alucinaba con lo  que su amigo le contaba como por ejemplo el uso de los aires acondicionados para refrescar los hogares y negocios, la locura de los donuts, las películas en color…
   

Gracias a su dilatada experiencia consiguió todos los permisos y subvenciones para construir un gran hotel que pretendía ser un referente del turismo de interior.  La primera piedra iba a ser puesta en breve, pero introduciría una novedad: nuestro regidor había tenido noticias de que en Nueva York se habían enterrado dos cápsulas del tiempo, investigó un poco e hizo propaganda en el pueblo para que también se llevase a cabo algo parecido.
                    
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 El último sábado del mes de agosto tendría lugar un acto en el que se colocaría la primera piedra del futuro hotel.
   

Las chicas lo tenían todo pensado: antes del amanecer de ese día, sacarían el saco del agua y lo enterrarían justo debajo de dónde irían a colocar la piedra. Así que a la hora convenida se presentaron en su rincón secreto. Marta se echó al agua, pero no encontró nada; se zambulló Pilar y luego Mari Luz, buscaron y buscaron y seguían sin encontrar nada.  Al cabo de un buen rato, el pánico y la incertidumbre las invadió a todas. No sabían qué hacer. Subieron, se tranquilizaron y determinaron que iban a regresar a sus casas para arreglarse y asistir al acto como si nada hubiese ocurrido. Su gran oportunidad se les había escapado, pero lo que las atormentaba era no saber dónde estaba lo que quedaba de Luis.
  

 

Y el acto solemne comenzó. Allí estaba todo el pueblo, el consistorio al completo, autoridades varias y nuestras chicas con el aspecto de boda, pero con el semblante de entierro. Antes de la introducción de la primera piedra, los operarios habían hecho un hueco mucho más grande, ya que el alcalde procedería a enterrar primero la novedosa “cápsula del tiempo” que había sido rellenada durante el último mes con utensilios típicos de la vida cotidiana del municipio, aumentando su volumen considerablemente, dada la alta participación de los vecinos que querían dejar algo que los indentificase a cada uno; así que en vez de una cápsula del tiempo, aquello se parecía más al baúl de Doña Concha Piquer. Una vez concluido el acto solemne, hubo aplausos y música de la banda municipal. El público se dispersó y las chicas cabizbajas fueron invitadas por el padre de Irene a tomar algo en su casa, accedieron con una falsa sonrisa que intentaba disimular su desasosiego.
  

 

Cuando entraron les sorprendió ver en un rincón una vieja máquina de coser y una llave dorada a su lado. Blas se sirvió un whisky, se sentó, cruzó las piernas distinguido y echándoles una mirada cómplice a las cuatro dijo:

 

“-En cuanto oscurezca os lleváis la máquina de coser de la tía Gertrudis  donde nadie pueda encontrarla.” Acto seguido se levantó, cogió la llave dorada que pendía de una gargantilla del mismo color y se la colocó a su hija en el cuello, era la llave que cerraba la cápsula del tiempo; Irene le apretó la mano sonriendo y le dijo –“Gracias papá, nos has salvado”.


  

Todas dirigieron al unísono sus miradas sorprendidas hacia su amiga. Nunca habían escuchado en ella ese tono de voz serio, maduro y sereno. Irene acariciaba la llave dorada mientras les guiñaba un ojo satisfecha, se sintieron aliviadas y retomaron la tranquilidad que semanas atrás había sido trastocada por un episodio que cada una guardaría en el recuerdo y que se fue difuminando en el tiempo.
   

 

Ángela Ortiz Andrade
  

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