"Los Reyes Magos de mi infancia"
"Historias populares de la villa de Rota", por Prudente Arjona
En esta sección se ofrecerán fragmentos del libro escrito por el roteño Prudente Arjona, titulado "Historias populares de la villa de Rota", que como su propio nombre indica, refleja buena parte de la historia local. Aunque el libro está a la venta en papelerías del municipio, el afán del autor nunca fue lucrarse con ello, por eso, permite a Rotaaldia.com compartir algunos de sus capítulos para que el gran público tenga conocimientos de una parte pasada de la villa.
Os dejamos con el capítulo.
Esas fechas en que se aproxima la conmemoración de la Epifanía del Señor o, dicho de otra manera, de la adoración de los Magos de Oriente al Niño Dios en el Portal de Belén, es una ocasión oportuna para hablar un poco de cómo se festejaba esta celebración en nuestra población hará ya cerca de setenta años.
Naturalmente que el pueblo cristiano conmemora estas fiestas, no sólo con la celebración de los propios actos litúrgicos programados por la Iglesia, sino a través de manifestaciones plásticas, donde no faltan carrozas, caramelos, música y colorido, que hacen la delicia de pequeños y mayores que tienen el aliciente de saber que, bien a la recogida de la cabalgata, bien a la mañana siguiente, aparecerán en los diferentes hogares juguetes y regalos junto al Belén o bajo el árbol de Navidad, aunque, por desgracia, en estos años de crisis habrá muchas carencias en infinidad de hogares debido a la situación económica por la que se estamos atravesando.
Recordando un poco y hurgando en la historia próxima pasada de nuestro pueblo, la celebración por las calles de este macro-acontecimiento popular se inicia a partir de 1941, fecha en que se ubicaron en el Castillo de Luna las Hijas de María Auxiliadora, que daban clase a niños y niñas de Rota, muchos de ellos pertenecientes a las familias más humildes de la población.
El protector y benefactor de esta institución en Rota fue don José León de Carranza, marqués de Villapesadilla. Este hombre adquirió el castillo en 1940 y lo cedió a las monjas como centro lectivo dentro de sus muchos gestos a favor de las hermanas y de sus desfavorecidos pupilos, el cual organizó en el día de Reyes un reparto de juguetes y regalos que, él mismo, en unión de otras personas, disfrazados de Reyes Magos, entregaba a los alumnos del castillo, a cuyo efecto se organizaba previamente una comitiva que partía de la fábrica de Conservas Océano, sita en la calle Ignacio Merello, hasta la fortaleza.
Unos años mas tarde, por iniciativa, una más, del sacerdote diocesano don Juan González Lagomazzini, la comitiva en cuestión se convirtió en cabalgata, humilde al principio, que comenzó a organizarse en el Matadero Municipal, ubicado en la actual plaza del Triunfo, para terminar en el Castillo, donde se hacía la entrega de los juguetes a los mencionados niños y niñas, interviniendo en la cabalgata a partir de entonces el Ayuntamiento.
Al paso de los años ha habido empresas, como NEWIMAR y otras entidades, que en muchas ocasiones han donado juguetes a los niños de las familias más necesitadas, cuyos niños no hubiesen tenido juguetes ese año sin la generosidad de dichas personas y empresas. Quisiera reseñar aquí que, llegadas estas fechas, algunas de las compañías importantes implicadas en la construcción de la Base Naval, tras concentrar a todos los niños de sus empleados en el cine Victoria, llevaban a cabo un reparto de importantísimos juguetes entre ellos. Este gesto se repitió varios años, como bien podrán recordar aquellos que tienen mi edad, porque jamás tuvieron aquellos niños mejores juguetes en el periplo infantil y juvenil de sus vidas.
A título personal, y recurriendo forzosamente una vez más a la originalidad que mi padre manifestó a lo largo de su vida, quiero contar la manera en que nos entregaba los regalos a los ocho hermanos que componían nuestra familia. Resulta que al final de la calle que él mismo creó, y que inmortalizó con el nombre de Nuestra Señora de los Remedios, existía una explanada, que aún permanece en el entorno del Hostal La Parrita. En este lugar mi padre había sembrado muchos años antes un ciprés, pero de esos que tienen sus ramas abiertas, parecido a un abeto, que por aquellas fechas contaba con bastantes metros de altura. Lo cierto es que al amanecer, ayudado por mi madre, subido en unas escaleras, iba amarrando en las ramas de dicho árbol, al que él bautizó con el nombre de Árbol de Noel, los correspondientes regalos y juguetes para sus ocho hijos.
Como os podéis imaginar, cuando mis padres nos despertaban a primeras horas de la mañana para que fuésemos a ver que nos habían traído los Reyes Magos, nos tirábamos de la cama y salíamos todos corriendo en busca del mencionado árbol de Noel. Luego nos daban un polvorón y una pequeñita copa de anís.
Quisiera hacer aquí una observación, ya que eso ocurría en los años cincuenta, cuando aún no habían llegado a Rota los americanos y, por consiguiente, se desconocían las costumbres navideñas de los países anglosajones y todo lo relativo a los árboles de Navidad, Papá Noel o Santa Claus. Mi padre leía mucho y era un hombre avanzado y culto dadas las circunstancias que se vivían en aquella época.
Recuerdo un cinco de enero que ya era muy tarde y mi padre no aparecía. Yo, el mayor de los ocho hermanos, al saber que en aquella ocasión la economía de la familia estaba peor que nunca, temí que los Magos de Oriente pasarían de largo ese año por delante del ciprés. Lo cierto es que me quedé dormido y cuando me desperté por la mañana salí corriendo para ver el Árbol de Noel y, ¡oh sorpresa!, el árbol estaba atiborrado de cosas. Mi padre había comprado fiado varios juguetes para los varones anca’Antonio er de la Chiquita, y por otra parte había desvalijado para mis hermanas toda la trastienda del establecimiento de Antoñito, el del Refino, sito en la plaza de Barroso, con muñecas antiguas, pañoletas, pamelas, y que sé yo cuantas cosas, pero de los años catapún. Aquel año no hubo calidad, pero os puedo asegurar que sí que hubo cantidad. Una vez más la imaginación de mi padre salvó la catástrofe infantil que me temía.
Sin embargo, recuerdo que las mejores navidades que pasamos en aquellos tiempos fue cuando ofrecieron a mi padre comprarle las tierras del Molino. Todos nos sentíamos muy apenados con la decisión que había tomado, por lo que presentíamos unas Navidades tristes. Pero resulta que fue todo lo contrario, ya que el intermediario le adelantó a mi padre una señal de 25.000 pesetas, todo un capitalito para aquella época. Lo mejor de todo fue que luego el comprador se vino atrás en el trato, reclamándole los chismitos a mi padre que, como es de ley, no se los devolvió. Así que imaginaros como quedó decorado de juguetes aquel año el Árbol de Noel.
Hoy día, en la mayoría de hogares, tras el reparto de los juguetes y regalos dejados por los Reyes Magos, se encuentran el salón, pasillos y dormitorios bloqueados por barricadas compuestas por cientos de metros cuadrados de multicolores pliegos de papel de envolver, cajas de cartón, plásticos y cintas de colores, como prueba ineludible del paso de destripadores de envoltorios sedientos de sorpresas en la noche mágica, cargada de consolas, móviles, muñecas que ríen, teclados musicales, balones, ropas del Madrid y del Barsa, coches teledirigidos y cien mil artilugios con la más avanzada tecnología cibernética que ni la NASA dispone-…, cosa que me trae recuerdos nostálgicos de los tiempos de la niñez de aquellos años 50 y 60, donde también los juguetes eran otra cosa.
En aquellas fechas pasadas sólo había muñecas y caballitos de cartón, pelotas de goma y algunos fusiles de hojalata que simulaban disparos aplicándoles mixtos que comprábamos en Casa Eusebio, o bien otros que disparaban tapones de corcho. Lo cierto es que con aquellos pobres reyes la vida de los niños era muy alegre, aunque hoy en día aún hay muchas criaturas cuyas respectivas direcciones parecen haber perdido los Magos de Oriente y a los que ni tan siquiera les llegan pelotas de goma ni muñecas de trapo.
Precisamente, antes había madres que, a falta de medios económicos, fabricaban sus propias muñecas de jirones de trapo para sus hijas, pues aunque no había dinero, sí se disponía de mucha voluntad e imaginación. Bastan algunos ejemplos relacionados con la Navidad y los juguetes. Hoy, además de disponerse de más recursos, todo está en el mercado, mientras que en aquella época, vuelvo la vista atrás recordando cómo mis hermanos y yo nos construíamos el Nacimiento de forma totalmente rudimentaria; por ejemplo, las figurillas las hacíamos nosotros de arcilla procedente del Picobarro, las cuevas y grutas eran naturales, fabricadas con piedras de la playa de las que utilizaba mi padre para los hornos de cal, y como no teníamos dinero para guirnaldas de luces, nos buscábamos varias bombillas del alumbrado, y le colocábamos por delante la envoltura del papel de color de los alfajores para que resultaran más vistosas.
Hoy te venden cartulinas imitando el cielo con estrellas, etc., pero nosotros utilizábamos las hojas de papel de los sacos de cemento y las pintábamos con las pastillas de añil que usaba mi madre para dar blancura a la ropa. También usábamos estas hojas de papel de los sacos de cemento para dibujar con aquellos lápices aplastados que utilizaban los carpinteros y albañiles. Los lápices Alpino no estaban al alcance de todos los niños.
Había momentos entrañables en aquellas fechas que no se pueden olvidar. En casa, por las mañanas, aparecía mi tía Dolores, hermana de mi padre. Ella nos llevaba a la cama polvorones de Estepa acompañados de un culito de Anís de la Asturiana o de Brandy Oxigenado. Por cierto, mi tía escondía la caja de los mantecados para que los ratones no diéramos con ella, pero aquellos roedores olfateaban todos los escondrijos, haciendo estragos en los dulces navideños y en el cajón de los higos pasados.
Aparte de la zambomba y los chinchines que nos construíamos con latillas aplastadas de cerveza, tengo también un recuerdo entrañable en cuanto a la organización de la familia para hacer los pestiños, buñuelos y roscos, donde todos participábamos, puesto que significaba todo un acontecimiento festivo. Sé que aún en muchos hogares mantienen dicha tradición y quiera Dios que no se nos pierda, pero en aquellos tiempos era una bendición pasear por las calles percibiendo el olor de la masa frita y matalahúga, mientras que la Misa del Gallo era sagrada y las uvas de Fin de Año se tomaban en familia. Ahora esta costumbre se ha desnaturalizado con cotillones de gente que ni tan siquiera se conoce entre sí, derivando en una fiesta como otra cualquiera.
Cuando hablamos de imaginación no quisiera dejar pasar una serie de juguetes que hacíamos nosotros los chiquillos, como eran las escopetas de caña partiendo de un trozo de caña, a uno de cuyos extremos le cortábamos al largo unos quince centímetros por la mitad. Una vez abierta las dos mitades metíamos un trozo de caña de unos ocho centímetros y tras presionar las dos partes este trozo salía disparado. Por lo tanto disponíamos de nuestro propio armamento de fabricación casera.
También tomábamos un trozo de caña de unos treinta o cuarenta centímetros, le perforábamos un agujero en uno de los extremos y en el otro una canal con otro agujero. Metíamos una rama de retama que doblábamos de manera que quedara presionada entre los dos agujeros. En la parte del canuto anterior a la ranura colocábamos el proyectil, que no era otra cosa que un pequeño carrizo. En ese momento presionábamos con un dedo hacia arriba la punta de la rama en donde se encontraba el proyectil, y la vara se estirazaba, recorriendo la ranura del canuto de la caña e impulsando el carrizo-proyectil. También hacíamos pistolas con los alfileres o pinzas de tender la ropa. En ocasiones pienso, y me queda la duda, de si acaso no influiríamos los niños de entonces al desarrollo armamentístico mundial…
Usando el mismo medio práctico como era la caña, se hacían yoyós tomando un trozo de caña verde de unos treinta centímetros, al que hacíamos varios cortes a lo largo sin llegar a los extremos, de manera que luego separábamos las líneas de abajo con las de arriba con pequeños trozos del mismo material, que hacia que las tiras de cañas unidas en el centro de la pieza se ensanchara. Luego se tomaba un cordel que se ataba y enrollaba en ambos extremos de la caña y se giraba de arriba a abajo, quedando convertida la caña en un yoyó. También se fabricaban los yoyós con dos botones grandes, como los de las gabardinas; se unían en su parte cóncava y sobre la unión se enrollaba un hilo, que tirando hacia arriba los botones giraban arriba y abajo, quedando fabricado en minutos un barato yoyó casero. También con un carrete de los de hilo, un pequeño fleje en forma de hélice, un eje central de madera introducido por el centro del carrete, un par de pequeñas puntillas descabezadas y un cordel enrollado en el carrete del que tirábamos con fuerza, hacíamos volar el fleje a varios metros de altura. No sé como, pero algunas casas de juguetes nos copiaron el invento, pero como no lo teníamos registrado no nos pagaron ni una perra gorda por la patente...
De los cañaverales tomábamos los tallos de las cañas y tirábamos del mismo antes de que salieran los copos, luego extraíamos su interior y soplábamos por la parte ancha, y la verdad es que disponíamos de trompetas como para formar una banda para acompañar los pasos de Semana Santa, pues dependiendo del grosor del tallo, dependía la sonoridad de la trompeta.
Ya en párrafos anteriores dábamos cuenta de cómo la imaginación a falta de dinero afloraba en las mentes de los pequeños y, aprovechando las materias primas que nos rodeaban, confeccionábamos todo tipo de artilugios para distraer nuestro tiempo libre. Nosotros no estábamos tan agobiados como los niños de hoy, apuntados a cien mil cosas y al final parece que no les sirve de mucho, pues son personas solitarias pegadas a maquinitas come-cocos, películas, dibujos animados y juegos digitales donde prevalece la violencia, que por si fuera poco fabrican ellos mismos para luego grabarla en sus propios móviles. Podríamos seguir hablando de esto largo y tendido, pues hay guita pa liá una gran bobina.
Pondríamos poner otro ejemplo práctico tomando como referencia nuestro idioma, primero o segundo más hablado en el mundo y una de las lenguas más ricas y hermosas del globo terráqueo; sin embargo, éstos jóvenes sólo utilizan un puñado de palabras, que contraen y recortan cuando se envían mensajes por los móviles, quedando en simples vocales y consonantes como mensajes encriptados.
Sólo intentamos acercarnos sutilmente a la mente de todos para recordar la diferencia entre el ambiente que se respiraba en nuestros años de niñez y el que existe en la actualidad, ni mejor, ni peor, sólo tiempos bien diferentes. Los jóvenes que llaman carrozas a los que pasamos de las sesenta primaveras no saben el orgullo que nos embarga, al menos a mí, por haber vivido nuestros tiempos de niñez. No lo digo por masoquismo, ni por defensa o soberbia. Se ignora lo que nosotros, que venimos correteando desde los años cuarenta y pico, y que aprendimos a andar metidos en un cajón, como el resto de mis siete hermanos, apreciamos las comodidades de ahora y lo que las disfrutamos. Recuerdo la alegría que compartimos con mi madre, cuando por fin compró una BRU. Sí, una lavadora cilíndrica, sin programas de enjuagado, prelavado, centrifugado, etc. Aquella lavadora lo único que hacia era marear la ropa, dándole más vueltas que una reolina. ¡Que bonito nombre: Reolina! Ahora las hay que hasta hablan. ¡Claro que la máquina lavadora la compraron mi madre y mi hermana mayor gracias a que se llevaron muchos años lavando a mano ropa a los americanos, o sea, lavadero de madera fabricado por Curro, el Sillero, lebrillo de barro y jabón El Lagarto. ¡Ah!, y nada de secadora, sino que tendían la ropa en un enorme tunal. El agua era de pozo, y para suavizar el ph se preparaba en grandes tinajas con ceniza de los hornos de pan, ya que el agua de los pozos de Rota es muy dura y contiene mucha cal, y si no, tómense la molestia de preguntar a los mayores lo que era la clarilla.
Los niños de hoy reciben regalos y juguetes casi a diario. No es una novedad decir que nada les hace ilusión. ¿Os imagináis? Los peques de entonces, como contaba anteriormente fabricamos nuestros propios juguetes a partir de los recortes de madera que tiraban las carpinterías, los cojinetes averiados de los talleres de mecánica y las puntillas que extraíamos de tablones arrojados por el mar. Yo me río cuando quieren introducir en los niños la idea de reciclar como una novedad, cuando eso era lo que hacíamos nosotros, por imperativo de la necesidad, con todo lo que encontrábamos en la playa, pues no hay que olvidar que el vaciadero o basurero principal de Rota era el mar, en donde se tiraba de todo por las murallas del Rompidillo, y digo de todo, lo que nos suponía el mejor y más baratos de los bazares. Claro que cuando andábamos rebuscando la basura, siempre había alguno que estaba al acecho, por si aparecía sobre nuestras cabezas un cubo de desperdicios vaciado por alguna maría...
Los tiraores o tirachinas estaban hechos de gomas de cámaras inservibles de camiones. Las ganchas, de retama y las correillas donde se depositaba el proyectil, de trozos de cuero encontrados en la basura que tiraban los zapateros, aquellos maestros que, además de remendones, fabricaban el calzado para todos los roteños. De sus basuras cogíamos también los retales de cáñamo encerados para atar las gomas de los tiraores.
Emilio el de los Grifos, esposo de Mercedes la de los Grifos, que era fontanero y encargado del mantenimiento de la incipiente traída de aguas a Rota desde la Huerta del Agua, actual cine de la Base Naval, disponía en la covacha de su casa en la calle Veracruz de un pequeño taller, lo que nos facilitaba, gracias a su hijo Manolo el Chiquitata, ciertas herramientas para estos menesteres. Emilio, que era cerrajero además de fontanero, se dedicaba como pluriempleo a reparar cerraduras y a abrir puertas con ganzúas a las personas que perdían sus llaves y a reconstruirles otras a golpe de lima, etc., etc., lo que me trae a la memoria que las llaves de antes median de entre diez y veinte centímetros.
Recuerdo que, inducidos por las obras de la construcción de la Base, los niños fabricábamos nuestros propios camiones, grúas y máquinas pesadas, como trailers, carterpillars, buldózeres, etc., con cajas de madera, latillas de cervezas para las ruedas y latas de leche condensada. Sólo os digo que las grúas funcionaban con manivelas independientes, que accionaban a los botes de la lechera, vaciando y llenando la arena automáticamente, mientras que los camiones eran basculantes, manipulados con unas palancas de alambre que le colocábamos debajo de la carrocería, etc., etc.
Bueno, ahora los niños disponen de patinetas caras, pero ignoran el gozo de hacerse las suyas propias con cojinetes y maderas y de entablar carreras por la calle Argüelles y San Rafael hacia abajo. Como no había tráfico, sólo te podías tropezar con algún burro, más o menos igual que hoy, aunque los de ahora son de dos patas y podrían ser más fáciles de esquivar, lo que pasa que hay muchos.
¿Sabrían los niños de ahora descubrir un trompo enterrado y sacarlo de una gayola de dos metros sólo con su propio trompo y sin que se le quede el suyo dentro de la circunferencia?
Los juegos estimulaban el compañerismo, porque siempre se jugaba en grupo, no como ahora, que en los recreos cada niño dispone de una maquinita individual y va a su rollo, y no se despierta de su abstracción ni cuando suena el timbre avisando que ha finalizado el recreo.
Siguiendo con esas historias infantiles que agitan nuestra remembranza, continuanmos analizando el ayer y hoy de nuestra lejana niñez. Hoy día, en cualquier cumpleaños, que por cierto han sido sustituidos por la celebración de las onomásticas, como otras muchas de las costumbres anglosajonas que desgraciadamente nos han podido, los padres llenan de globos los lugares donde se realizan las fiestas.
¡Con qué facilidad sus familias compran decenas de bolsas llenas de globos de todo tipo y color! Antes teníamos que buscar botellas usadas o suelas de alpargatas viejas para que el globero de turno nos la cambiara por algún ridículo globo.
Claro que siempre había recomendados, como era mi caso, ya que aprovechando que mi tío Carlos, q. e. p. d., era funcionario en el Matadero, me agenciaba vejigas de cerdos que, aunque al llenarla de aire te llevabas todo el día con la peste de orín de cerdo en la boca por mucho que te la lavaras, disponía de un globo fuerte y difícil de pinchar que era la envidia de mis amigos.
Recuerdo también que mi tío me conseguía cuernos de becerros y vacas del Matadero, con los que nos fabricábamos, introduciendo un palo, cornamentas para demostrar el arte taurino que cada niño llevaba dentro. Aprovecho para contar que unos años más tarde nació en Rota una cuadrilla de excelentes matadores, formada por Pepe Liaño, Salchicha, José Moreno Utrera, Filigrana, Rafael Ordóñez, José Manuel Mateo, el Chato, mi buen amigo Antonio Caballero, Peluca, y Justo de la Rosa, al que más tarde le salió un contrato que le permitió torear durante muchos años en el coso consistorial, de mucho peligro, donde cortó infinidad de orejas y rabos, saliendo al final a hombros y por la puerta grande. Justo fue sustituido por Manolo Helices, Vilela y Antonio Franco, Pichilichi, quienes han heredado sus trastos, su arte y sus acertadas maneras taurinas. Éstos nunca dieron la vuelta al ruedo, pero si que le cogían las vueltas a Gasca, el conserje del Matadero, para darle cuatro capotazos al ganado que traían los carniceros para sacrificarlo, y a decir verdad, aunque los diestros nunca aparecieron en ningún cartel, sí que se tiraron algunos cartelitos, como el que ocurrido una noche en el pago de El Bercial. Allí andaban buscando ganado con los que medirse, y se dio el caso de que, habiendo visto en la oscuridad un buen astado, y tras saltar catorce alambradas y dejarse la mitad de los pantalones en los alambres de espino, resultó que el bicho era un mulo.
Total, como no tuvieron padrinos se quedaron sin bautizar hasta el día de hoy… A pesar de ello no todos han perdido la afición. Por ejemplo, el Filigrana llevó durante bastantes años un programa de toros en la TV Costa de la Luz, con Bernardo Cala, Pepe Liaño y el Peluca. Todos ellos fueron mozos de espadas del gran torero roteño Alonso Morillo, que luego fue banderillero y se halla retirado de la lidia desde hace unos años.
Quiero recordar también, ya que hemos mencionado al Matadero, como los cabreros, vaqueros y guardas de campo se proveían de las pichas de los toros sacrificados, que previamente secaban al sol, convirtiéndolas en vergajos. Constituían excelentes armas y herramientas para golpear al ganado o a lo que se pusiera por medio. Había un guarda campos que vivía en una choza en el Lejío o Ejido, conocido por Melchor, el cual secaba los vergajos sujetando ambos extremos entre dos eucaliptos. En ocasiones se iba dando vueltas a estos vergajos aún frescos a manera de torniquete hasta que se formaba una trenza, que cuando golpeaba a un animal o a una persona, ésta se acordaba de toda su familia, pues cada trenzado formaba al incauto receptor un morado verdugón de tres centímetros de diámetro.
En aquella época había muchachas que trabajaban en Casa Ramos cogiendo las carrerillas a las medias de cristal de las clientas, y en la puerta de la Plaza de Abastos se vendía para los niños barcos de corcho llenos de banderitas de colores unidas con púas de chumberas, mientras otras personas leían a manera de romances historias espeluznantes de amoríos, asesinatos, secuestros y maleficios ilustradas con viñetas en un tablero ayudadas con un puntero. Creo que de ahí salieron los actuales Romanceros actuantes en el Carnaval.
También por estas fechas la familia de Antonio Maximino Antón vendía a los veraneantes collares de conchitas de la playa y preciosas pandorgas o cometas, que ofrecía también a los hijos de los veraneantes por la playa de La Costilla, como asimismo, burgaillos, cangrejos moros, etc., y hasta camaleones como animales exóticos de la zona, toda una atrocidad. Igualmente existían los bañeros, a los que se les requería para ayudar a bañarse a personas mayores, a niños y a todo aquel que no sabía nadar. Recuerdo a uno de los últimos, Andrés Becerril, que vivía con su familia, los Chiraos, en una de las casas adosadas a la parte trasera de Palacio Municipal Castillo de Luna, por la calle Fermín Salvochea, cuya casa fue derribada hará unos veinte años.
Una de las cosas que más nos encantaba a los niños como una singularidad de la época eran los pregones callejeros de los distintos vendedores ambulantes, que daban musicalidad y vitalidad al pueblo, como los de los lateros, aguadores, marineros, carboneros, del tío de las arropías, largas y retorcías, el de los redondeles, del heladero, el dulcero, el globero, el chatarrero, el frutero, etc., a los que los niños seguíamos y emulábamos sin que a ellos les hiciera mucha gracia.
Claro que, si contáramos a los niños de hoy que una de nuestras diversiones era la de subirnos en la parte trasera de los coches de caballos que iban y venían de la estación de RENFE con pasajeros, lo encontraran como una travesura sin importancia, pero lo que tal vez no sepan es que entrañaba mucho peligro, no sólo por el riesgo de caerte, sino porque siempre había algún gracioso que avisaba al cochero, indicándole: ¡Látigo atrás! En ese momento el conductor soltaba varios zurriagazos hacia los intrusos con el látigo que te podían señalar por varias semanas. Recuerdo a algunos de los cocheros, como Cantarito o los hermanos Flaviano, Sancho, de los que estoy seguro que habrá niños de mi quinta que se tienen que seguir acordando de algún que otro latigazo enconado.





































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