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Redacción
Lunes, 03 de Junio de 2019

Elda VII (por Ángela Ortiz Andrade)

Afortunadamente el GPS la llevaría al lugar exacto. Días antes habían recibido una llamada de un hotel-restaurante que estaba en un pueblo costero a dos horas y media de distancia de la ciudad; habían quedado para el lunes, ya que el restaurante cerraba ese día. Pretendían hacer una renovación total del restaurante y habían contactado con ellas para    que se hicieran cargo de la obra y la decoración del local. Era un negocio situado en primera línea de una playa virgen y remota a las afueras del pueblo.

 

Elda se puso una camisa de color liso que dejaba ver sus prominentes clavículas, combinada con una falda-pareo estampada que le llegaba a los pies y unos espartos a juego; la melena iba recogida por una coleta que caía hacia el pecho sobre un lateral del cuello. El día estaba espléndido, así que decidió hacer el viaje con la capota del coche bajada, no sin antes colocarse un pañuelo de seda para cuidar no despeinarse y unas grandes gafas que la protegerían del sol.
  

Mientras conducía pensaba en su amiga, el ginecólogo le dijo que el tratamiento para quedarse embarazada podría traerle dos niños en vez de uno, pero Isabela parió tres, dos chicos y una chica. Estaba desbordada y Pablo poco podía hacer porque casi siempre se encontraba de viaje de negocios. Elda trabajaba más que nunca, pero como era algo que le gustaba mucho, no le importaba. Se miraba por el espejo retrovisor y cuando se veía con el pañuelo y las gafas se acordaba de su difunta madrina, que como vivía también en un pueblo, se los ponía también cada vez que viajaba a la ciudad a visitar a la familia. Su madrina enviudó muy joven y desde que lo hizo se sacó el carnet de conducir para ser independiente y moverse por donde se le antojara, fue una señora muy elegante y la persona que más la inspiró, pero como era tan autocrítica, pensaba que nunca estaría a su altura, nada más lejos de la realidad.
  

Se sorprendió muchísimo cuando llegó a su destino, una parte del aparcamiento del local era arena de la playa, al bajarse del coche vio la orilla del mar a lo lejos y mucha vegetación que se movía al son de los vientos. Le llamó la atención dos Audis ultimísimo modelo aparcados en la zona más alejada de la arena, tocó con los nudillos a la puerta y un señor de unos sesenta años le abrió, junto a él estaban sus hijos, dos hombres jóvenes que eran los que regentaban el restaurante. Eran simpáticos y campechanos, pasearon por todo el local y le transmitieron sus deseos de una renovación total del negocio sin reparar en gastos. Elda estaba exultante, aquel sitio tenía unas posibilidades increíbles, ubicación envidiable,  gran amplitud  y si además no iba a tener límites económicos, podría tratarse del trabajo más prometedor que su empresa pudiera acometer y su nombre sería conocido por toda la provincia y los círculos hosteleros, si lo hacían bien se les abrirían muchas puertas.
  

Salió saludando a los dueños y quedaron para el siguiente lunes para tomar medidas y comenzar a confeccionar con los planos.
  

Comenzaba a ponerse el sol, así que arrancó el coche y activó la capota, mientras llamó a su socia:-“Nena, nos vamos a hacer ricas”

 

Isabela le contestó llorando:-“En estos momentos lo único que quiero es dormir al menos durante cuatro horas seguidas, te doy mi parte si te ocupas de mis niños durante unos días”

 

-“Lo siento amiga, eso de tener hijos fue cosa tuya, no mía. Puedo hacer todo el trabajo que haga falta, pero sabes que en lo que me pides no te puedo ayudar, los niños me ponen muy nerviosa y me sacan de mis casillas. Pero no te preocupes que iré para allá en cuanto llegue a la ciudad y llevaré algo de cenar, si quieres me paso por la farmacia y les ponemos somníferos en los biberones”
  

 

-“¡¡Elda, por Dios!!”
  

Se reía a carcajadas mientras apretaba el acelerador.

 

Ángela Ortiz Andrade
   

 

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