"Epidemias, plagas y hambruna"
"Historias populares de la villa de Rota", por Prudente Arjona
Antess de seguir deambulando por las calles roteñas quiero hacer un alto en el camino para hablar de sucesos y situaciones que se vivieron en Rota y, naturalmente, en muchísimas poblaciones de nuestro entorno y del país, muy similares a las acontecidas en otras naciones en aquellos tiempos de miseria, que se agrandaba con la llegada de epidemias, plagas, sequías, etc., puesto que considero importante situar al lector en lo que significaba no disponer de lo imprescindible, ni tener pan, ni hospitales, ni vehículos rápidos para desplazarse la gente, ni vías adecuadas de comunicación, etc. etc. Lo digo porque tal vez el lector, al leer ciertos capítulos, puede interpretar que nuestro pueblo gozaba de una vida romántica y placentera, cuando en realidad mucha gente se acostaba sin comer y se moría por contraer enfermedades nimias hoy en día. Considerando estas circunstancias, todo ello se agravaba con la llegada de lluvias torrenciales, sequías, invasiones berberiscas, plagas, etc.
Comenzaremos hablando seguidamente de la epidemia que ha sido considerada a lo largo de los siglos como la peor que ha existido en los anales de la historia y que tuvo también su repercusión en nuestra población. Antes tendremos que explicar un poco de sus inicios, la procedencia y la repercusión que tuvo a escala europea principalmente, ya que se cree que la llamada Peste o Muerte Negra fue introducida en Europa por las pulgas de ratas negras desembarcadas en puertos italianos desde naves arribadas de Asia, circunstancia que en principio, y hasta pasado años, no se descubrió, aunque como se verá luego, no fueron precisamente las investigaciones de los físicos, los curanderos o los remedios sanitarios los que acabaron con la pandemia.
Algunos historiadores achacan la propagación de la enfermedad a los mongoles, que al parecer la introdujeron por la ruta de Crimea, cuando la colonia genovesa de Kaffa, Feodosiya, fue asediada por ellos. Se dice que estos sitiadores lanzaban con catapultas los cadáveres infectados dentro de la ciudad, provocando el contagio. Los refugiados procedentes de Kaffa llevaron luego la peste a Messina, Génova y Venecia alrededor de los años 1347 y1348, dándose el caso que en algunos de los barcos que alcanzaron puerto no quedaba ya nadie vivo en el momento de la arribada.
Desde Italia la peste se extendió por toda Europa, afectando a Francia, España, Inglaterra en junio de 1348, y a Bretaña, Alemania, Escandinavia y, finalmente, al noroeste de Rusia alrededor de 1351.
La enfermedad, que fue producida por la bacteria Yersinia Pestis, dio la cara en el año de 1347 y duró hasta 1361, aunque en los lugares más alejados de Europa, como pudo ser Rota, llegó más tarde, aunque no por ello hizo menos daño. Según se sabe, la enfermedad no se extinguió gracias a los descubrimientos de los médicos e investigadores de la época, como ya apuntaba al principio, ni fue erradicada por vacunas o medicamentos. Por lo visto fue otra especie de roedor, la rata blanca, la que, sintiéndose invadida por esa tocaya intrusa, se encargó de acabar con la plaga.
Como quiera que la enfermedad provocaba entre otros síntomas, la inflamación de los ganglios linfáticos, y la piel del enfermo se tornaba negra o púrpura mientras las extremidades se oscurecían con gangrena, se llegó a la conclusión que dicha epidemia era producto de tres tipos diferentes de enfermedad, a saber: la peste bubónica, la neumónica y la septicémica, que unidas produjeron a mitad del siglo XIV veinticinco millones de muertes sólo en Europa, lo que supuso la merma de un tercio de su población, sin contar las bajas producidas en África y Asia. La falta de higiene y las medicinas poco avanzadas de aquellos tiempos, propiciaron con mayor ímpetu la propagación de la enfermedad.
Por cierto, en uno de mis viajes estuve en Italia, país que también sufrió y tal vez con mayor intensidad la epidemia de la Peste Negra, pude informarme a través de los extraordinarios guías que nos acompañaron, de ciertas anécdotas sobre el particular, como el origen de la existencia de ciertas caretas venecianas con grandes narices inclinadas hacia abajo, que dan la sensación de que han sido construidas para mofarse de la gente o para producir risa en un acto de comicidad del portador. Sin embargo, imitan las caretas que usaban los médicos que atendían a los enfermos de peste, que además de ir cubiertos enteramente con un hábito que le tapaba incluso la cabeza, iban provistos de guantes y gorro, portando también una vara de madera con la que tocaban al enfermo, a fin de no hacerlo con las manos directamente. Lo más curioso de la indumentaria era, sin embargo, las expresadas caretas y sus largas narices de cartón, donde almacenaban plantas aromáticas, perfumes etc., con los que creían podían preservarse del contagio de los enfermos que trataban respirando a través de dichos brebajes.
Asimismo observaron algo insólito, mucha de la gente que vivía en los campos, y cuyas viviendas se encontraban rodeadas de cipreses, no eran atacados por la enfermedad, por lo que sin saber tan siquiera sobre las virtudes antisépticas de este árbol, comenzaron a plantarlos por todo el país. Se puede ver aún infinidad de ellos en los bellos campos del centro de Italia, y más concretamente en la Toscana. Esta costumbre pasó de las zonas rurales a los camposantos, pues pensaban que la presencia de los cipreses en el cementerio evitaría el contagio de la enfermedad producido a través de los efluvios de los cadáveres. De ahí procede la costumbre extendida por todo el mundo de plantar cipreses en los cementerios, aunque algunos dicen que es el árbol más adecuado para el lugar por tener sus ramas recogidas y enfiladas hacia el Cielo, como queriendo elevar el alma de los allí enterrados hacia Dios; sin embargo tradicionalmente fueron sembrados para repeler las enfermedades producidas por los cadáveres de aquellas personas fallecidas por enfermedades contagiosas.
Utilizando el viejo refrán, no hay mal que por bien no venga, el gran descenso de población producida por la Peste Negra trajo cambios económicos sustanciales, basados en el incremento de la movilidad social conforme la despoblación iba erosionando la ya debilitada obligación de los campesinos de permanecer en sus tierras tradicionales. La repentina escasez de mano de obra barata proporcionó un gran incentivo para la innovación, que rompió el estancamiento de la época oscura y, algunos argumentan, propició la llegada del Renacimiento, a pesar de que éste se desarrollara en algunas zonas, tales como Italia, antes que en otras. A causa de la despoblación, sin embargo, los europeos supervivientes llegaron a ser los mayores consumidores de carne de la civilización anterior a la agricultura industrial.
Si bien no es agradable tratar de acontecimientos funestos, sequías, epidemias y hambre, la historia es la que es, y es importante conocerla porque en ella se sustentan las raíces de nuestro terruño. Por lo tanto, si este pueblo vive hoy una de sus épocas de gloria, paz y sosiego, a pesar de la triste crisis que se está padeciendo, nada es comparable con los infortunios padecidos por los roteños en épocas pasadas, porque los habitantes de esta población se vieron en muchísimas ocasiones afligidos por muchas calamidades y padecimientos provocados por sequías, enfermedades y guerras, pues no debemos olvidar que nuestra tierra ha sido invadida por árabes, franceses, holandeses, ingleses y piratas de todas las latitudes…, y ahora por los bancos con sus hipotecas y desahucios...
Según escribe Pedro Barrantes Maldonado en sus Ilustraciones de la Casa de Niebla refiriéndose a Andalucía, en el año 1302 fue en toda la tierra muy gran hambre, y se morían las gentes por las calles, y comían pan de grama, y murió la cuarta parte de la gente.
Respecto a nuestra población, la primera epidemia conocida data de 1348, que asoló toda Andalucía, y a la que se llamó de la landre o de la bellota, calamidad que fue casi universal. Se trataba precisamente de la Peste Negra, y era tal la mortandad que los frailes y clérigos administraban los sacramentos a todo el mundo por las calles, y a la gente se le endureció tanto el corazón al ver tantos enfermos y muertos que dejaban los cadáveres por las calles sin enterrar.
Curiosamente, en 1446 se puede leer en la Historia de Cádiz y su Provincia, de Adolfo de Castro, que una peste desoladora afligió a la ciudad de Cádiz y poblaciones de la comarca. En aquel trance, los hijos desamparaban a los padres dejándoles por sepultura sus mismas casas; muchas mujeres, viendo con las mismas ansias de la muerte a sus maridos, deseaban la suya propia; casi yerma quedó la ciudad; sus puertas, cual si tuvieran largo tiempo cerradas, no daban paso a los viajeros ni mercaderes; en sus calles y plazas, vacías de hombres, brotaba por todas partes la yerba; cadáveres insepultos acrecentaban la infección del aire; sus huesos fríos, desnudos de hermosura y vida en los arenales, sirvieron de memoria de esta calamidad por espacio de muchos años a la población que sobrevivió a la desdicha. Es fácil deducir que no mucho mejor debió ser el panorama en nuestra población por aquellos años.
Llegado a este punto, creo oportuno hacer cierta aclaración sobre la razón de que tantas fincas, portales de edificios, iglesias, etc., se encuentran enfoscadas, cubiertas de mortero y blanqueadas, tapando bellas canterías de piedra que al cabo de tantos siglos vuelvean a ver la luz gracias a costosos proyectos de picado y restauración, extendiéndose el blanqueo en aquella época triste, el blanqueo a las viviendas, embarcaciones y todo aquello cuanto pudiera servir de habitación. Esto se debe a que las gentes de aquellas épocas creían que las oquedades de las piedras alojaban e incubaban los gérmenes que producían las epidemias, y que si se las enjalbegaba la cal les protegería de aquellas enfermedades. Sin embargo, no se daban cuenta que una de las causas más importantes de la propagación del contagio no era otra que la aglomeración de personas que reunían en lugares cerrados, como era el caso de los fieles en las iglesias. Otra curiosidad relacionada con el contagio era que las personas más robustas, nutridas y sanas estaban más expuestas a las enfermedades, debido a que el tóxico se combinaba con la hemoglobina de la sangre, menos abundante en las personas anémicas y desnutridas.
Un dato procedente de 1459, referido al año anterior, da cuenta de que en la ciudad de Sevilla murieron trece mil personas, puntualizando además que la cosecha fue pésima.
Se suele decir que las desgracias nunca vienen solas, y ello queda reflejado en la documentación correspondiente al año 1468, en que, aparte de las ya consabidas enfermedades colectivas, la sequía hizo estragos en la economía local, sobre todo en la de los más pobres y necesitados -como siempre-. Asimismo, la cosecha de trigo fue mala, lo que dio pie a que faltara el pan en toda la provincia, obligando a importar pan y harina desde Marruecos. Como recoge Hipólito Sancho en su obra Pan para el cabildo de Cádiz, como quiera que según la gran merma y hambre que en ella habemos padecido en este año pasado y comenzamos a padecer en este otro que estamos,…, tenemos enviados navíos a Berbería y a otras partes por trigo, pero nos juramos que en nuestros días nunca hemos visto esta ciudad en el extremo que ahora está.
Sin embargo, en 1485 la sequía se tornó en lluvias torrenciales, perjudicando de igual manera las cosechas. Según se cuenta en los Anales de la ciudad de Cádiz, en marzo de este año había peste en Cádiz, quedándose la ciudad medio vacía, en cuyo estado continuaba en el mes de abril, transmitiéndose el contagio a Jerez y El Puerto de Santa María, y dada la estrecha y diaria comunicación marítima de esta villa con la capital, es deducible que Rota se encontraría en las mismas circunstancias. Asimismo, en las navidades de ese año y primeros días de l486 hubo un fuerte temporal de aguas. A finales de enero apareció de nuevo la peste, que duró hasta septiembre con grandes daños.
Como se sabe, en aquellos tiempos no existía la Seguridad Social ni el desempleo, la ayuda familiar, las subvenciones, ni nada de nada, por lo que ante estas situaciones calamitosas los campesinos y braceros se veían obligados a mendigar, malviviendo precariamente de la poca ayuda que les podía facilitar la Hermandad de la Caridad, sostenida de las escasas limosnas donadas por el pueblo.
Los cristianos del siglo XVIII, al menos los de este pueblo, creían aún en un Dios rencoroso y castigador que pagaba con epidemias, catástrofes y desgracias los pecados y errores de los ciudadanos, de lo que da fe el punto dos del acta del cabildo celebrado por el Ayuntamiento el 6 de febrero de 1753, en el que se narra lo que sigue: Mucho afligía la ausencia de lluvias por tener la falta de aguas retrasada la sementera de granos, sin que por dicha causa se hubiese hecho ninguna, por lo que, penetrada la Corporación de la calamidad que amenazaba al pueblo por causa del tiempo, acordó el 6 de febrero recurrir a la sacrosanta y milagrosa imagen de su compatrono el Santísimo Cristo de la Capilla por medio de rogativas y penitencias, a fin de aplacar la ira de la Divina Justicia por las culpas del vecindario, e implorar su misericordia en tan grave conflicto, a cuyo intento comisionó a sus diputados de Fiestas, don Cristóbal Bolaños y don Pedro Pacheco, para que se entrevistasen con el vicario y los beneficiados a fin de que bajase dicha imagen de su altar y se expusiese en el cuerpo de la iglesia, haciendo su novenario de misas y rogativas, a los que asistirían con precisión el Ayuntamiento como era su deber y para enfervorizar al pueblo.
La sequía, iniciada el año anterior, era ya catastrófica, viéndose obligado el Ayuntamiento a recurrir a diversos medios, tanto para evitar que el pueblo careciese de pan, como para procurar que la simiente no se apurase con el consiguiente riesgo de que faltara para empanar las tierras, pues todo era de temer en vista de la escasez.
La esterilidad de la tierra no se limitó a los granos y semillas, pues faltos los ganados de pastos, perecieron en gran número, y los que sobrevivieron enflaquecieron considerablemente, por lo que no se encontraban animales útiles para vender en las tablas de la Carnicería si no era a precio muy subido.
Leamos, por otra parte, lo que nos cuenta fray Esteban Rallón, en su Historia de la Ciudad de Jerez de la Frontera, escrita en el siglo XVII: Se recuerda al año de 1504 como uno de los más perjudiciales en la historia de España, y en particular para Andalucía, donde con un terremoto se arruinaron muchos edificios. Fue a 6 de abril, que aquel año fue viernes, y vino acompañado de hambre y peste.
Hace asimismo memoria de este suceso Rodrigo Caro en su Chorographia del Convento Iuridico de Sevilla, recogiendo testimonios del Cura de los Palacios, el cual contó como, en cinco días de abril, Viernes Santo, de este año de 1504, entre las nueve y las diez de la mañana del día tembló la tierra en España muy espantosamente, y fue el mayor terremoto en esta Andalucía, y fue tan grande el espanto que las gentes se caían en el suelo de temor, y estaban como fuera de sentido; y fue de esta manera, y fue oído un gran ruido que iba por el aire, y junto con él todos los edificios de fortalezas, e iglesias, y casas se estremecieron y dieron dos o tres vaivenes a un cabo y a otro, uno acostándose a medio día y otro enderezándose. Dicho terremoto tuvo una incidencia importante en todo el país, e incluso en África.
El Cura de los Palacios continúa en su narración describiendo las repercusiones económicas que a posteriori ocasionó el terremoto: siguiéndose después de este gran terremoto y espantoso movimiento de las tierras muchas fortunas y menguas que sintió España, muchos trabajos y hambre y pestilencia y muerte, y la primera fortuna que sintió España fue la muerte de la reina doña Isabel, que murió en aquel propio año adelante en el mes de noviembre. La segunda, las innumerables y muchas aguas que llovió en el invierno los meses de noviembre y diciembre de 1504, que fueron tantas las aguas que no pudieron sembrar, y lo más de lo sembrado en España se perdió por muchas aguas, y de aquí comenzaron las grandes hambres, y después las secas de los años 506 y 507, y la innumerable pestilencia del año 1507.
La dependencia total de la climatología para el desarrollo de la agricultura condenaba a campesinos y braceros a un estado de precariedad tal que, bien la seca, bien los excesos de lluvias, les sumían en tan solo una jornada en la miseria más absoluta. Por lo que hemos podido leer, los periodos de abundancia fueron breves y escasos a lo largo de los siglos, encontrándose el propio Ayuntamiento en multitud de ocasiones absolutamente empobrecido ante la imposibilidad de recaudar impuestos entre los vecinos, que no disponían de medios ni para sustentarse, por lo cual en muchas ocasiones los propios munícipes se veía forzados y presionados por los intendentes y demás autoridades superiores, e incluso por la propia Real Hacienda, que reclamaban perentoriamente el pago de los impuestos, cuya recaudación corría en aquellos tiempos por cuenta del Ayuntamiento, sin atender a razones, lo que daba lugar a numerosos incidentes, hasta el punto de verse en ocasionases los propios ediles obligados a hipotecar sus bienes para hacer frente a las necesidades del pueblo o los apremios de la Hacienda. Me pregunto, ¿cuantos ediles serían hoy capaces de socorrer al Consistorio con sus propios bienes y recursos?
Respecto a las epidemias, hemos de tener en cuenta que el puerto de Cádiz era en aquel entonces un punto marítimo fundamental en el sistema comercial español, con un trasiego constante de barcos y de gente venidas de los cuatro puntos cardinales, incluidas las Indias. Era, por tanto. fácil de entender la facilidad de arribo a la capital de personas contagiadas de peste y fiebre, concretamente la fiebre amarilla, por lo que cuando una epidemia parecía remitir, aparecía otra, como puede comprobarse por los Anales de Cádiz y su provincia, pues aunque se hacía pasar la voz de que algún lugar se encontraba infectado se ponían guardas en los caminos para evitar que entrasen gente de fuera, especialmente de los lugares afectados, aquellos avisos solían llegar tarde y la vigilancia, como en el caso de Rota, era bastante difícil, ya que no se podían cubrir todos los caminos y además la costa.
En cuanto al intercambio de productos, se formaban unos palenques o espacios acotados en el que se colocaban los productos, alimentos, etc., a intercambiar, retirándose los porteadores a una distancia prudencial. Seguidamente se llegaban los del otro pueblo, ponían el dinero, retiraban los artículos y se marchaban. Entonces los primeros se acercaban y cogían el dinero, que solía lavarse con vinagre, para matar en lo posible los agentes patógenos.
Por si las sequías, los temporales y las epidemias no hubiesen sido suficientes para mermar la economía local, éstos solían venir acompañados de algo tan nefasto para la agricultura como fueron las plagas de langosta, orugas, pulgón, etc. Tanto es así, que en 1667 la Corporación decidió hacer una fiesta para conmemorar la erradicación de una de las aludidas plagas del cigarrón, “dedicando dicha celebración a San Cayetano para que intercediese con su Divina Majestad para que fuese servida de aplacar su ira, quitándonos la plaga de cigarrón o langosta que se padecía y había padecido esta Villa de cuatro años a aquella parte, por cuanto se celebraría cada 8 de mayo de cada año dicha fiesta”. De hecho, desde 1661 y hasta fechas relativamente próximas, en que se tiene constancia documentada de este tipo de plagas, se vinieron combatiendo prácticamente todos los años, lo que suponía para las arcas municipales una auténtica sangría económica, ya que estas plagas, no sólo acababan con los frutos del campo, sino también con la hierba imprescindible para la alimentación del ganado.
No se limitaba el Ayuntamiento, sin embargo, a impetrar la ayuda divina, sino que fiel al dicho de: a Dios rogando y con el mazo dando, procuraba adoptar cuantas medidas tuviese a su alcance para el exterminio de aquellas perjudiciales plagas. Así, en 1784 el pleno corporativo acordó subvencionar a los vecinos con 6 reales de vellón por cada arroba de langosta muerta. Diez años más tarde, en 1794, se dio cuenta en cabildo de que los vecinos habían extinguido un total de 2.038 arrobas y ocho libras de dicho insecto, que pagadas a 5 reales la arroba, supuso un gasto total de 10.212 reales y 10 maravedís. Esta misma operación supuso en 1796 un desembolso de 16.573 reales y así sucesivamente cada año.
En 1826 la plaga alcanzó cotas alarmantes, y el Ayuntamiento, que no tenía medios económicos para costear la erradicación de la plaga, lo resolvió convocando a todo el pueblo para que llevase a cabo voluntariamente la matanza de los insectos, pidiendo asi mismo a los distintos vecinos que tuvieran cerdos que los llevaran hasta las dehesas afectadas con el fin de extinguirlas a su paso.
Este episodio me hacer recordar la argucia utilizada por los agricultores, que ante la imposibilidad de sembrar el trigo, la cebada o el centeno en época de lluvias torrenciales, expandían el grano sobre las tierras empantanadas, seguidos por enormes piaras de hambrientos cerdos que, en su afán de conseguir comida, iban tras el sembrador hundiendo (sembrando) simultáneamente en el fango la simiente con sus patas.
Como consecuencia de las múltiples desgracias y calamidades sufridas por la población a lo largo de la historia, fueron muchas las celebraciones anuales organizadas para dar gracias a la Divinidad por haber intercedido en la erradicación de aquellas desgracias. Estas celebraciones se han ido perdiendo a lo largo del tiempo, quedando sólo la que lleva a cabo la hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno para dar gracias a Dios por haber librado a la población del maremoto ocurrido en 1755, ya que pese a la subida de las aguas, no hubo que lamentar desgracia humana en el pueblo. Los hechos se detallan de la siguiente manera: El día 1 de noviembre y según la descripción que hemos obtenido de los cronistas antiguos, a las nueve y tres cuartos de la mañana tembló la tierra, observándose la duración de las vibraciones en fuerza de temblor por espacio de nueve a diez minutos sin intermisión, con vibraciones de sus edificios y un espantoso ruido subterráneo, a pesar de lo cual no hizo considerable daño en sus fábricas, y esto solamente en las de los antiguos y viejos.
Los árboles, sin hacer viento alguno, se mecieron con extraño movimiento, y apenas hubo persona que no lo sintiese, desamparando sus casas, poblando calles y plazas, e incluso los sacerdotes que se hallaban celebrando el Santo Sacrificio de la misa desampararon los altares.
Aun no se había recobrado el vecindario del susto, cuando se observó retirarse el mar considerablemente como cuatro o cinco kilómetros en dirección a Cádiz, volviendo súbitamente sobre la costa en furiosos torbellinos de elevadas olas, que se lanzaron sobre nuestro pueblo y sus riberas con desenfrenado acometimiento.
Chocó primero contra el muelle y los reductos de la villa por aquella parte, derribando en gran parte el espigón, reduciéndolo a un montón de piedras, que durante unos minutos quedaron juguetes de las encrespadas olas, las cuales, prosiguiendo su violencia, subieron los barrancos de la costa de levante, alcanzando los molinos y tahonas que allí había.
Corriendo el golpe de agua por la bahía, entró por la puerta del muelle, y entrando violentamente por las callejuelas, inundó violentamente la plaza de la iglesia, penetrando en el interior del templo, cuyo altar mayor y capillas sufrieron muchos daños, en especial la de Nuestra Señora del Rosario, cuya media naranja se resquebrajó, lo que dio pie a su posterior reconstrucción y ampliación.
Siguió por la misma costa la mar salida de su centro, anegando por la parte de poniente el corral llamado “de Henquel” y todo el distrito que va desde la capilla de San Roque y casas contiguas hasta el mar, haciendo no cortos daños, pero sin agravio de las personas, atribuido todo piadosamente a la protección de la Virgen Nuestra Señora del Rosario, Patrona y tutelar de esta localidad.
El jueves 14 de diciembre, se dejó sentir otro terremoto bastante grande, que fue general en Andalucía y otras regiones españolas, aunque pocos lo sintieron por la hora, que fue entre las cuatro y las cinco de la mañana”.





































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