1955 (V) (por Ángela Ortiz Andrade)
Para Martín los últimos meses habían sido muy agitados, bastante frenéticos al principio. Primero se tuvo que acostumbrar a que su mejor amigo ya no tuviera tanto tiempo para estar con él, luego vino el trance de compartirlo con Elisa, que era buena gente, pero a él no le sentaba bien esa complicidad que ellos tenían y que no terminaba de comprender. La diferencia de edad entre él y su amigo nunca los había distanciado, pero ahora se hacía notar en muchas ocasiones. Y ya para rematar, estaba el asunto de su madre, con el ánimo y la autoestima por los suelos. Clara había hablado con él y sus hermanos, los convenció de que tenían que ayudarla en las tareas de la casa para que ella pudiera reponerse dedicando tiempo en sí misma y, a regañadientes, todos decidieron colaborar. Pero vamos, lo de recoger el plato de la mesa y fregarlo, barrer las migas del pan, no echar al suelo la ropa, sino en el cesto para lavar y esos asuntos era algo escandaloso, se sentían un poco “mariquitas” y lo hacían todo a escondidas para que los vecinos no los vieran. No iban solos, porque la cocina era comunitaria y uno vigilaba mientras que el otro hacía los menesteres necesarios, si alguna vez había que tender, lo hacían muy de noche y ante el silbido de alarma de su hermano, se sacaban un cigarrillo y disimulaban expulsando humo distraídos; se miraban mutuamente con resignación cuando regresaban a sus cuartos. No se daban cuenta de que con estas faenas empezaron a ser independientes y autosuficientes y lo más importante, comprobaron con el tiempo que a las chicas les encantaba eso de que supieran desempeñar fácilmente labores que la mayoría no sabía hacer ni siquiera con indicaciones; fue entonces cuando se sintieron muy resueltos y llenos de confianza. Además, se llevaron la satisfacción de ver mejorar a su madre en todos los aspectos, ahora daba gusto verla y estaban muy orgullosos de ella.
Pero no todos los hombres de la casa reaccionaron de la misma manera. Clara los reunió una tarde para hablar con ellos, algunos se negaban a que sus esposas supieran más que ellos y otros lo veían con incredulidad.
–“Pero es que parece que estoy en otro planeta, ¿quién os creéis que sois para no permitir a una persona mejorar en su vida por muy esposas vuestras que sean? Les ofrezco aprender a leer, escribir y un poco de cultura general ¿Qué hay de malo en ello?” Les increpó la profesora.
Salieron al patio a fumar y a deliberar, algunos regresaron gritando: –“¡Vale, pero como un día llegue y no haya comida en el plato o algo en la casa por hacer, se acaba toda esta tontería!”. Alguno no dio su visto bueno, fue una sorpresa desagradable saber que Tomás se negaba a que su madre aprendiera como las demás, sobre todo cuando él mismo era la persona que más se relacionaba con Elisa y Clara.
Esa tarde Tomás no pasó por delante de la sala de su amiga, no hizo falta, porque cuando salió para trabajar, ella estaba en su puerta con los brazos en jarra y martilleando uno se los tacones de sus zapatos. Él la miró de reojo y poniéndose la chaqueta, apretó el paso. –“Oye, ¿qué pasa contigo? ¿Por qué no hablas? Dime cuál es tu problema.”
-“ No tengo ganas de decir nada, déjame que tengo prisa”
Y corriendo se perdió por el portón calle arriba. Elisa estaba desconcertada.
Tomás salió con mucho tiempo de antelación hacia su trabajo, anduvo por las calles cabizbajo; sentía miedo. ¿O tal vez era envidia?
Desde que conoció a Elisa, descubrió que había una realidad paralela a la suya totalmente desconocida para él. Oía a su amiga hablar con su madre en una lengua extranjera, la escuchaba describir una ciudad llena de edificios, coches y mucha gente, más de la que él podía contar. Pero cuanto más sabía acerca de todo eso, más inferior se sentía él. Pensaba que era un don nadie junto a Elisa y mucho más junto a Clara; así que no quería que su madre se cultivara porque entonces su complejo de inferioridad también lo sentiría en su propia familia. Todo lo que conocía se tambaleaba.
Ángela Ortiz Andrade

































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